domingo, mayo 01, 2016

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 9

POR MARIO ROSALDO


2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Perfilando su primer bosquejo, Lukács añade:

«Había sonado, pues, la hora de la primera gran batalla entre la dialéctica idealista objetiva y el irracionalismo. Y en ella salió derrotada la forma schellingiana del irracionalismo, tanto la primera, dualista todavía y enlazada con el método del desarrollo histórico en la filosofía de la naturaleza, como la segunda, ya abiertamente religiosa y mística: la forma hegeliana comienza ahora a ocupar su posición predominante»[1].

Justifica el realismo abstracto de Hegel apelando a las simpatías napoleónicas y al liberalismo limitado a un momento histórico que éste manifiesta, no porque olvide que Hegel, al igual que Schelling, se refieren a cambios puramente espirituales, sino porque insiste en ver el idealismo objetivo como una suerte de aproximación al materialismo, o también porque ve el «irracionalismo» de Schelling como una ruptura total con la realidad, con la dialéctica del sujeto y el objeto. Schelling, es verdad, no se interesa en las contradicciones sociales porque estima que no son reales, porque para éste la solución es retornar a la unidad espiritual absoluta; por eso, cuando se siente incomprendido, se aparta de las discusiones. Pero Hegel no procede de manera muy diferente; cree que las contradicciones sociales se resolverán con el desarrollo irrestricto de la dialéctica, si la realidad es capaz de seguir los causes de la teoría, de la racionalidad, si no se interrumpe la revolución social encabezada por Napoleón; cuando esto falla, se desanima: descubre que los hechos no coinciden con la conciencia idealizada de ellos, que lo racional no determina lo real. Sin prestar atención a estos detalles, a estas «etapas intermedias», Lukács traza la línea causa-efecto que debe desembocar en el año del nombramiento de Schelling como catedrático universitario. La reconstrucción científica del pasado, que une al objeto real conocido con la hipótesis de su desarrollo histórico no prescinde de las «etapas intermedias» ni del estudio de las condiciones en las que probablemente tuvo lugar este desarrollo. Cada detalle es decisivo para alcanzar una reconstrucción congruente. En la ciencia nada se da por entendido ni por conocido. Lukács por lo contrario ilumina sólo aquello que quiere que veamos y deja en la penumbra lo que no le interesa. Confía demasiado en los conocimientos que ya tiene de Schelling, Hegel y la historia de Alemania. Aunque ensaya una opción materialista filosófica, no aceptada del todo por la ortodoxia de esos años, no podemos afirmar que Lukács se separa siquiera una corta distancia de la línea partidaria. De hecho, confía en que al final podrá probar que la vía filosófica es tan aceptable como la económica en el estudio marxista-leninista de la realidad social. De acuerdo a Lukács, pues, el Hegel de la introducción en la Fenomenología gana «la primera gran batalla entre la dialéctica idealista objetiva y el irracionalismo». Schelling no sólo habría sido derrotado como el defensor de la reacción restauracionista, sino también como el titubeante idealista objetivo de su juventud.

viernes, abril 01, 2016

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 8

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács plantea en seguida que, si se aceptase como un hecho probable que en 1804 se consuma «el cambio de rumbo decisivo» en la meta, el contenido y el método de la filosofía schellingiana[1], también se podrían entender «sin esfuerzo», «sin el análisis de las etapas intermedias», a partir de «la mudanza histórica de los tiempos», tanto «los principios fundamentales permanentes» como «los cambios socialmente condicionados»[2]. Y para demostrarlo, comienza estableciendo lo que sería «la lucha de Hegel contra Schelling», es decir, del Hegel que escribe la introducción de la Fenomenología del espíritu, la cual aparece en 1807. A Lukács no le cabe ninguna duda de que «los ataques que en este libro se dirigen a la intuición intelectual se refieren también a esta nueva fase de ella, principalmente a la conexión de lo “simple” con el concepto de lo absoluto»[3]. Pero esta es sólo una convicción de Lukács fundada en lo que para él debería ser la forma progresiva de la filosofía hegeliana, tan válida claro está como sería la defensa de la filosofía schellingiana que hace el Hegel de 1801 apoyándose en lo que para él debería ser una forma dialéctica del idealismo objetivo, esto es, sujetando el pensamiento ajeno al esquema propio. Lukács cita algunas frases de la mencionada introducción, que deberían convencernos de la evidencia o la factibilidad con la que él mismo ve las cosas en este dibujo o esta copia esencial del período en cuestión, que nos ofrece en su consideración intermedia. En realidad, son palabras fuera de contexto que se pueden interpretar en más de un sentido y que, aun si debieran leerse únicamente en la dirección que apunta Lukács, significarían apenas que «los ataques» tienen como blanco, no propiamente la filosofía schellingiana, sino más bien esa equivocada interpretación hegeliana del presunto idealismo objetivo del joven Schelling, que es la referencia histórica, el patrón sobre el cual Hegel habría podido poner a contraluz Filosofía y religión para ver las diferencias entre el presente y el pasado; o, en su defecto, que ese blanco es la nueva interpretación que Hegel hace de la filosofía schellingiana bajo la influencia de un pleno racionalismo dialéctico. Acaso porque Lukács piensa en un público que ha de compartir o al menos entender algunos aspectos de su base teórica, dice, admirando el primer dibujo que nos acaba de mostrar como prueba: «Se ve claramente que la lucha de Hegel contra Schelling era la lucha entre el desarrollo de la dialéctica y la evasión de ella, la huida hacia el irracionalismo»[4]. En vez de esa polarización, nosotros sólo vemos el esquema argumental que Lukács está empeñado en hacer pasar por prueba clara o evidente. Y asimismo vemos que emplea una estrategia semejante para profundizar el contraste y, consecuentemente, la lucha filosófica entre Hegel y Schelling. Nos referimos a que, por extraordinario que parezca, Lukács encuentra que en un idealista tan abstracto como Hegel, y a diferencia del «irracionalista» Schelling, hay todavía un vínculo con la realidad, una especie de tenue base empírica de la cual aquél parte en su Fenomenología del espíritu: el «hecho» de que «el mundo ha entrado en un nuevo período»[5]. La confusión es patente. Si por un lado no se puede negar que incluso el idealista más abstracto tiende a estar determinado por las condiciones materiales de vida, por «la situación objetiva», por su propia condición o realidad humana, por el otro tampoco se puede rechazar que en su filosofía Hegel reduce lo real a lo puramente racional. Lukács diluye —así sea por un brevísimo instante— esta reducción hegeliana para sustituirla por un conato de materialismo en el que Hegel se habría elevado de la tierra al cielo para volver con su cargamento de genuinas y afortunadas abstracciones[6]. Se infiere desde luego que el propósito del esquema y de la estrategia de Lukács no es el convencernos del carácter materialista de este arranque, sino del determinismo de los tiempos, que en su más pura generalidad de «la lucha de clases» explicaría a la vez el racionalismo hegeliano y el «irracionalismo» schellingiano, sin discutir que Schelling y Hegel aspiran a trascender el determinismo histórico por medio del idealismo, yendo por caminos opuestos, ni que el «cambio de rumbo» del Hegel posterior a la Fenomenología obedece más a este antideterminismo idealista que a una supuesta ambigüedad en su percepción de las cosas reales.

martes, marzo 01, 2016

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Duodécima parte)

POR MARIO ROSALDO


1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



En esta enajenación de las capacidades del hombre, que el joven Marx describe y critica en la sección mencionada de los Manuscritos, agrega Marchán, «La propia sensibilidad estética, como capítulo reconocido y específico de la sensualidad, se verá entorpecida por el interés y la posesión»[1]. Como ya sabemos, eso significa para Marchán que incluso Marx habría visto tal sensibilidad como el «caso concreto» y el entorpecimiento como la antinomia a resolver, si bien distrayéndose con el estudio de las determinaciones históricas. En virtud de que Marchán reduce la supuesta primera «figura de la sensibilidad» de Marx —la «conciencia sensible»— a «lo estético», a lo «autonómico-relativo», asume que una antinomia acerca de la subjetividad estética y la enajenación sólo puede resolverse en la mera discusión filosófica, por eso ni siquiera se molesta en exhibir las pruebas empíricas de lo que da por cierto, antes bien intenta convencernos una vez más de que el sentido de su lectura es correcto cotejándolo, no con la referencia o la condición previa real de Marx, que es la unidad orgánica del pensar y el ser, sino con la tesis general sobre la que Marchán sostiene su ensayo, es decir, con lo que Marchán mismo y la reciente «tradición» piensan e imaginan de Marx. El conveniente reemplazo del Marx de los Manuscritos por el Marx imaginario de Marchán y otros[2] le permite suponer a éste que: «De nuevo, lo estético se ve enfrentado dialécticamente a la problemática del interés, tal como había sucedido en los orígenes de su emancipación tanto en el empirismo inglés como, sobre todo, en el famoso y pocas veces comprendido momento del desinterés estético en Kant»[3]. Marchán repite aquí lo que ya ha venido diciendo, que Marx se suma al debate precedente de empíricos y no empíricos quienes en su discusión oponen «lo estético» al «interés»; o, en otras palabras, que el Marx de 1844 parte de una antinomia que ya se había planteado con anticipación y que todo lo que hace es apoyarla sobre argumentos tomados prestados del empirismo. Para acentuar el carácter materialista de la pretendida «aportación» de Marx, Marchán lo compara con el idealismo del Kant de la Crítica del juicio, quien opone el trabajo artístico al trabajo que considera mercenario. A pesar de que parece asegurar lo contrario, la opinión de Marchán es que entre uno y otro habría habido más una coincidencia que una divergencia; y ésta sería apenas de grado: «La diferencia entre la resolución de la antinomia en Kant y en Marx radica en que mientras el primero se mantiene en toda una estrategia de la trascendentalidad de lo estético, el segundo aborda las contradicciones desde el mundo de lo empírico y de la historia concreta, desde el análisis de la sociedad burguesa»[4]. Es decir, de acuerdo al esquema referencial de Marchán, que hemos estado examinando, Marx habría disuelto el idealismo kantiano en un materialismo renovado sin renunciar a lo principal: continuar «la tradición filosófica precedente», «la estética antropológica», «el reconocimiento de lo estético», etc. Y este abordaje o este «análisis» del Estado social no habría llevado a Marx al estudio directo de los hechos empíricos, sino sólo a las formas discursivas de tales hechos, sólo a la «corrección» o «concreción» de los términos del debate filosófico-clásico y, por lo tanto, a la simple solución de las contradicciones convirtiendo los conceptos filosófico-abstractos en filosófico-concretos. Es obvio que en un discurso realista como el de Marx nunca encontraremos «hechos empíricos» tal cual, sino únicamente las formas lógicas que nos ponen en relación con ellos, de ahí la necesidad en la lectura de distinguir entre conceptos que en verdad aluden al objeto real y las meras representaciones de nuestras fantasías. Es obvio también que Marchán no intenta negar estos hechos, sino defender la validez actual de la filosofía, en especial de la estética como posible disciplina autónoma; no obstante, se equivoca en el procedimiento. El enfoque epistemológico de Marchán de entrada reduce todo a puras categorías. El objeto empírico no existe en Marchán más que bajo la «figura» o forma de un concepto. Para Marchán, las categorías invariable e irremediablemente se sujetan a otras categorías, nunca al hombre real ni al objeto empírico. La justificación de Marchán es que él estudia el realismo de Marx desde el ángulo del «reconocimiento» y de la «reivindicación» de la estética, desde la tradición estético-antropológica «corregida», que es más bien su interpretación de la «aportación» de Marx a la vez que su punto de referencia en el ensayo. En efecto, como prueba de que su planteamiento es congruente, Marchán apela sistemáticamente a la ecuación en la que iguala lo que él afirma con lo que él mismo y esa reciente «tradición» deducen de Marx. Nunca confronta su pensamiento ni esa deducción con el realismo de Marx en el cual el hombre vivo es fundamental y el objeto empírico determinante. Al contrario, convierte este realismo en un absurdo esteticismo donde el hombre se reduce al crítico de arte y el objeto a la estética.

lunes, febrero 01, 2016

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Undécima parte)

POR MARIO ROSALDO


1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Se entiende que con este argumento[1] Marchán intenta subrayar que, dentro de «la tradición filosófica precedente», es el joven Marx quien verdaderamente logra elaborar conceptos concretos acerca de «lo estético», que es su convincente «discurso» el que pone fin a la especulación abstracto-idealista, revelando las contradicciones que limitan la expresión total de nuestras facultades, en especial de nuestra «sensibilidad subjetiva estética», y que «este discurso marxiano»[2] es un análisis empírico e histórico del Estado social. No obstante, el intento de Marchán está matizado por las implicaciones de que Marx habría descuidado el análisis de lo puramente estético, favoreciendo así una estética marxista «objetivista» posterior a él y de que Marx mismo no habría hecho otra cosa que «corregir» o «perfeccionar» el discurso clásico o típico de la tradición estético-antropológica valiéndose de las «figuras» categoriales de la «sensibilidad», a saber, la «conciencia sensible» y las «necesidades sensibles». De modo que Marchán en realidad resalta el «acierto» de Marx únicamente para aseverar que le falta el estudio profundo de la «dimensión» subjetiva; para mostrarle a los críticos de arte que este es un campo de estudio abandonado que hay que recuperar acaso siguiendo el ejemplo de Freud; para asegurar que el análisis de Marx puede y debe ser actualizado en cuanto discurso filosófico, en cuanto «reivindicación de lo estético». Es obvio que esta interpretación equivocada acerca del joven Marx no la lleva a cabo Marchán bajo la influencia de Feuerbach, sino de Kant, en particular del Kant de la Crítica del juicio, pues ya hemos visto que para Feuerbach los «hechos objetivos, o vivos, o históricos», como dice en el prólogo de la segunda edición (1843) de La esencia del Cristianismo[3], son la principal referencia, aun cuando el filósofo trabaje exclusivamente con las formas esenciales o abstracto-conceptuales de tales hechos; mientras que para Kant la «crítica del gusto», que no considera ni científica ni filosófica, ha de remontarse a lo trascendental, esto es, ha de hacer caso omiso de los hechos u objetos empíricos, y trabajar simplemente con los conceptos más puros que los representan. Marchán procede a la manera de Kant, en ningún momento estudia la base empírica del joven Marx, solamente toma en cuenta la máxima «concreción» o «corrección» conceptual que éste habría alcanzado en sus análisis de las «fuerzas esenciales del hombre» respecto a las influyentes categorías de la filosófica clásica alemana y del Iluminismo, es decir, no respecto al hombre real, ni respecto a esos objetos reales que determinan históricamente todos nuestros sentidos. Aunque en Feuerbach no hay una descripción concreta de los hechos «vivos» e «históricos» en los que se basa, sus «deducciones» elaboradas a partir de ellos nos remiten, no sólo a la recuperación de las categorías tradicionales, sino también a la confrontación de éstas con la realidad del hombre, cuya esencia habría quedado capturada en la categoría abstracta del género humano. Por un lado, Feuerbach rechaza deshacerse precipitadamente de la discusión religiosa porque ve en ella una evidente manifestación de nuestra esencia humana, de nuestra legítima naturaleza. Por el otro, propone volver a la unidad originaria histórica o real en la que todo hombre es el centro que reúne los opuestos: el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo, el corazón y la razón, el yo y el tú. Marchán en cambio da por sentado que el «discurso» de Marx en cuanto «cruda constatación de esta determinación histórica, que vincula el desarrollo de lo estético a la propiedad privada y la posesión, es contundente». Y que, encima, esta «cruda» y «contundente» comprobación «siempre se inscribe en el horizonte más general del hombre total»[4]. El error de Marchán se muestra plenamente aquí. Él se queda con la pura categoría del «hombre total» y, a causa de su enfoque epistemológico, olvida cotejarla con su referencia real: el hombre que piensa, siente y actúa productivamente todos los días de su vida como individuo y como especie. Marchán se olvida de sí mismo, o no entiende su propia realidad como ser total; ve y aprecia únicamente la generalidad de una categoría filosófica. Cierto es que en el texto, «el hombre total» es una expresión conceptual, pero su referencia no es una «generalidad» discursiva, abstracta, sino el ser vivo determinado por el objeto real, por el mundo objetivo. El concepto de lo genérico en Feuerbach nos remite en efecto a una esencia, a una generalidad, que sólo en su abstracción intenta representar todavía un hecho «vivo» e «histórico». Pero en Marx la referencia es lo concreto, es la existencia empírica tanto colectiva como individual; es el hombre de carne y hueso que aúna en su actividad creativa, en su producción de medios de vida, lo espiritual y lo material, la conciencia y la experiencia sensible. Marchán no presta atención a «esta determinación histórica» del objeto real sobre los sentidos y la conciencia del hombre tal cual porque supone que es un marco teórico general más, o porque desde el principio solamente se interesa en el tratamiento argumental.

domingo, enero 03, 2016

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Décima parte)

POR MARIO ROSALDO



1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



En su esteticismo, Marchán cree ver barruntos o el conato de una «teoría del sujeto». No hay nada de esto porque el sujeto de Marx no es nunca el «sujeto» de Marchán. Cuando Marx habla del hombre total, del hombre real, no piensa en un hombre teórico, en un hombre abstracto o idealizado, sino en un hecho que se corrobora día a día en la lucha por la supervivencia, en la vida productiva, en la vida práctica: piensa en el hombre vivo. A Marx no le interesa teorizar sobre un hombre del futuro, un hombre utópico, ni sobre un supuesto hombre real que se reduce a un «sujeto» estético o filosófico. La referencia real de Marx, que no el «caso concreto», es Marx mismo, es su vida diaria; es el proletariado y su lucha por continuar viviendo, su lucha por un trabajo y un salario. Desde su perspectiva actual y desde ese esteticismo tradicional «corregido», Marchán ve a un Marx que ha dejado atrás las posiciones de la filosofía clásica alemana, pero, en vez de aceptar esta inocultable evidencia, exige que Marx retroceda y vuelva a la tipicidad del debate estético; esto es, que elabore «teorías» acerca de las categorías implícitas en el problema filosófico de la estética. Como no hay tal «teoría» del sujeto, Marchán entiende que la «sensibilidad subjetiva estética quedará tan sólo anunciada y [que] su descuido marcará el destino posterior de las interpretaciones estéticas marxistas, en su tendencia a la eliminación del sujeto como productor de significación»[1]. Este tender a eliminar al «sujeto productor estético» tiene que ver, explica Marchán, con «una concepción objetivista del sujeto», que, aunque se admite, se la entiende «más como contenidos de conciencia o de sensibilidad, etc., que como conciencia o sensibilidad mismas»[2]. Según esto, Marchán sostiene que el esteta marxista-objetivista reduce el sujeto a pura «subjetividad», o que por lo menos tiende a reducirlo, porque no ve al sujeto como esa importante parte activa de la objetivación. Si recordamos que Marchán reduce el hombre real a un abstracto «sujeto» de la estética, al «caso particular» de su tesis, que sería la presunta esencia subjetiva del análisis del joven Marx, comprenderemos en seguida que su acotación a la tendencia marxista-objetivista carece del principio base correcto, pues esa conciencia y esa sensibilidad nunca se reducen en Marx a la conciencia y la sensibilidad exclusivas o específicas del «sujeto productor estético», por más que Marchán así quiera entenderlo. Esta interpretación abstracta y sesgada de Marchán nos recuerda la estrategia seguida por Kant quien, en su Crítica de la razón pura, declara que no se referirá a libros sino a la facultad misma del entendimiento. Kant concilia opuestos en la conciencia mediante el razonamiento trascendental, mediante la intuición pura. Marchán precisa los términos en el simple razonamiento, en el solo discurso; nos dice que no se trata de los «contenidos», sino de las formas mismas, de los recipientes de esos «contenidos». Habría que creerle sin reclamar pruebas ya que la observación directa de la conciencia «en sí» y la sensibilidad «en sí» es el primer problema a resolver en esta discusión. Marx no busca la solución en la filigrana del lenguaje filosófico, ni siquiera en el puro planteamiento objetivo del problema cuyo realismo podría adelantar la solución más congruente, no busca la solución en la conciencia ni en la terminología abstractas o puras, la busca en cambio en la acción sensible, en la actividad empírica; esto es, en la vida práctica del hombre vivo, del hombre que es al mismo tiempo pensamiento y existencia, del hombre que no está dividido artificialmente por la tradición, por los intereses sociales, por el poder material. La busca en su propia actividad física e intelectual, en la actividad íntegra del movimiento obrero y en la actividad plena de todo hombre que respira, ama y razona, que lucha cada día por continuar viviendo, por realizarse. Marx no ve opuestos filosóficos en el hombre de carne y hueso, sino una totalidad real que aúna al hombre con el mundo, al individuo con la especie y el pensar con el ser. No deja de ver desde luego que esta realidad ha sido enajenada por el predominio del individuo sobre la especie; que el trabajo ha elevado al hombre a su condición de ser productivo y pensante, pero que al mismo tiempo le ha despojado de su libertad natural, le ha enajenado. En Marx, pues, es el trabajo en cuanto acto práctico, real, en cuanto conjunción activa de nuestra espiritualidad y nuestra materialidad, el único que puede transformar este Estado social imperante; no un sistema teórico-filosófico, ni perfecto ni absoluto.

lunes, diciembre 28, 2015

Experiencia del diálogo II/II

POR MARIO ROSALDO


Una de las primeras preguntas que surgen en torno de la posibilidad de un diálogo entre ciudadanos e instituciones de gobierno es si existen o no condiciones para el mismo; es decir, si en efecto vivimos en un Estado de derecho, en una democracia, que respeta la libre expresión y, en general, las garantías individuales. No puede irse a un diálogo bajo amenaza ni bajo orden alguna. Pero tampoco debe creerse que se va a un diálogo impulsados tan sólo por la más libre voluntad y la más pura espontaneidad. Los intereses de cada grupo, de cada interlocutor son la base de un diálogo real. Cada quien debe tenerlos claros lo mismo para fundamentarlos que para explicarlos. Según dicta la experiencia teórica y práctica, el diálogo, para que no beneficie mayormente a una de las partes, debe realizarse en terreno neutral y debe apegarse a su propia lógica y sus propias necesidades, no a las de una u otra parte. El diálogo entre ciudadanos e instituciones gubernamentales o incluso privadas es desequilibrado por naturaleza porque éstas poseen poderosos recursos con los que defienden el orden de cosas imperante al que aquéllos han de someterse voluntaria o involuntariamente; de ahí que este tipo de diálogo se deba dar constantemente y se resuelva por etapas, por medio de acuerdos definitivos o solamente provisionales, urgentes. En este sentido se puede decir que el diálogo busca equilibrar la relación entre ciudadanos y poderes públicos o privados. No se pierda de vista que en la teoría y en la práctica hay una enorme diferencia entre un acuerdo y un diálogo. El primero concilia intereses, el segundo conocimientos. El debate por otra parte es la apasionada defensa de un punto de vista intelectual o político, o el sosegado pronunciamiento por una o más de las distintas soluciones razonadas que tiene un problema de la vida académica o de la vida práctica, del mundo entero mismo. El diálogo no está excluido del debate pero en vez de vérsele ahí como esa conciliación de conocimientos, se tiende a utilizarlo como un medio para convencer al oponente. La crítica y la autocrítica juegan un importante papel en esta suerte de convencimiento dialogal, no como prácticas equitativas que han de cumplir ambas partes, sino como exigencias que se imponen al adversario. El otro tiene que suspender la crítica, el otro tiene que ser constructivo, el otro tiene que ser autocrítico. El que exige se siente a salvo, siente que es justo o que tiene la razón de su lado porque se suele ir a un debate satisfecho de sus propias ideas, de su propia visión del mundo y de la vida, o simplemente de su audacia al proponer lo primero que le viene a la mente y que puede resultar acertado. Esto último parece algo fuera de lugar en estas consideraciones sobre el convencimiento dialogal, sin embargo ocurre con mucha frecuencia en todos los niveles en que pueda darse un debate, pues la gente valora los actos sinceros, sencillos o libres de recovecos intelectuales, espontáneos en este sentido. Cree muchas veces que sus más fugaces presentimientos son tan legítimos y por eso mismo tan certeros como los más firmes conocimientos de cualquier experto renombrado.

sábado, diciembre 05, 2015

Experiencia del diálogo I/II

POR MARIO ROSALDO


Cuando todavía éramos estudiantes universitarios en 1976, a petición expresa de uno de nuestros más estimados profesores del taller de diseño, leímos el libro, muy conocido entonces: Pedagogía del oprimido de Paulo Freire. Pero lo hicimos una sola vez y sin tomar notas, así que recordamos solamente lo «esencial» o lo que, hasta el día de hoy, hemos considerado como tal: que el diálogo es un medio para concientizar a la gente acerca de sus propios problemas y acerca de las soluciones que puede emprender, para rescatarla de su marasmo o resignación mostrándole que frente a ella hay todavía un inédito viable (no estamos seguros de que esta expresión sea de Freire, podría ser de Igor Caruso, cuya propuesta de revaloración de la utopía leímos también en esa época), un mundo de posibilidades —si se quiere decir así—, antes que un callejón sin salida, antes que circunstancias insuperables o avasalladoras. Unos días después de la petición del profesor, el mismo invitó al grupo a hablar en el taller de diseño sobre el libro mencionado. Resultó que ninguno de los compañeros lo había querido leer o tal vez simplemente todos se habían olvidado del asunto. Como nosotros afirmamos que sí lo habíamos leído, se nos pidió tomar la palabra. Cuando de entrada dijimos que no estábamos de acuerdo con el planteamiento de Freire y que podríamos intentar una crítica al libro, casi con sobresalto el profesor sugirió que diéramos sólo un resumen. Así lo hicimos. El grupo se limitó a escuchar y eso fue todo. Estaban prevenidos contra cualquier participación pues, en su experiencia, una disidencia se relacionaba directamente con bajas calificaciones. A veces pensamos que nuestros amigos tenían razón, a veces que no. Todavía recordamos parte de nuestra crítica al libro de Freire. Su lectura nos había convencido de que un diálogo como el propuesto ahí, si no era ya un lavado de cerebro, estaba muy cerca de serlo, sin que importaran las buenas intenciones que movían al autor. Aunque nunca hemos estudiado la obra freireiana, todavía seguimos pensando de esta manera: ¿qué clase de diálogo puede haber entre personas que poseen tan desigual información, tanto en cantidad como en calidad? Ciertamente las diferencias no sólo son inevitables sino también necesarias, pues al intercambiar información, al contrastar nuestros conocimientos, nuestras experiencias, siempre aprendemos algo nuevo los unos y los otros. Sin embargo, ¿qué sucede cuando se da por sentado que esa diferencia inevitable y necesaria justifica la influencia ejercida sobre otro para liberarle de prejuicios, atavismos o ideologías? ¿No se convierte el supuesto diálogo simple y llanamente en una manipulación impulsada por la creencia o la muy personal convicción de que se tiene razón, de que se está en el bando correcto: el de los «buenos»? Si vemos al pasado encontraremos que incluso el Sócrates de Platón solía conducir los famosos diálogos que sostenía con sus amigos y discípulos, no eran verdaderos diálogos entre iguales. En teoría, Sócrates tenía la ventaja respecto a sus interlocutores de que conocía el método de parir ideas, razón por la cual era el guía.

miércoles, noviembre 25, 2015

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 7

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN: 14 DE AGOSTO DE 2017





2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács no sólo cree haber puesto ante nuestros ojos los «problemas filosóficos tan decisivos» en los que «rompe Schelling con el período de su juventud», no sólo cree haber evidenciado «cuán enérgicamente lo que al principio sólo era, en cierto modo, el irracionalismo puramente metodológico de la intuición intelectual va convirtiéndose en la concepción intrínseca del universo de la mística irracionalista»[1], ni sólo suma a tales presunciones, la acotación de que «este cambio de rumbo se manifiesta también»[2] como un rompimiento con el evolucionismo que desplaza la filosofía de la naturaleza de un lugar central en su pensamiento, en el cual, asegura Lukács, «todos los demás campos de la filosofía, con excepción de la estética, se trataban —por así decirlo— como complementos sistemáticos»[3], sino que encima está convencido de que respalda plenamente su argumentación con hechos históricos y, por consiguiente, con verdades más que evidentes. Respecto a los primeros tres puntos, recordemos lo ya dicho del pensamiento juvenil de Schelling: la exploración del mundo de lo sentidos, del mundo de la ciencia empírica, era para él en realidad sólo el comienzo del estudio de cómo lo infinito se había opuesto lo finito. La intuición intelectual tenía la tarea de elevar el pensamiento de lo racional a lo trascendental, de lo sensible a lo no sensible, de lo finito a lo infinito, de lo determinado a lo indeterminado, de lo perecedero a lo eterno; en suma, de lo aparencial a lo verdaderamente real, a lo absolutamente fundamental. Al desconocer el plan de trabajo de Schelling, al igual que quienes le precedieron en esta apresurada y confusa determinación del inexistente objetivismo, bajo la forma de un idealismo objetivo, esto es, bajo la forma de una identidad absoluta del sujeto y el objeto a través de un proceso dialéctico, según había interpretado y explicado erróneamente Hegel[4], y según se aceptaba en general desde esa fecha sin oponer sólidos argumentos ni a Hegel ni al idealismo conciliador de la objetividad y la subjetividad[5], Lukács deduce equivocadamente que este interés del joven Schelling por la filosofía de la naturaleza se antepone a cualquier otro, cuando por lo contrario el mayor interés del joven y el viejo Schelling es siempre resolver el problema planteado, desde un principio, elevándose de la multiplicidad y la contradicción a la unidad originaria o, lo que es igual, retornando por medio de la intuición más pura al único y auténtico centro real, lo eterno e infinito. En cuanto al último punto que hemos destacado, lo discutible por cierto no es que Lukács intente apoyar su estructura argumental en objetos reales, en hechos históricos, o en verdades evidentes, sino que encuentre suficiente la interpretación partidista que hace de ellos y que el mero convencimiento personal de que en efecto son reales, históricos o evidentes le predisponga en contra de un estudio directo de las ideas de Schelling para limitarse, en cambio, a repetir el esquema que —entonces y todavía ahora— divide la obra filosófica de Schelling en presuntos períodos, épocas o etapas, sin haberla realmente comprendido[6], tan sólo superponiendo al mismo lo que a su juicio sería una acertada explicación nacida del materialismo filosófico. Lukács pierde en consecuencia la oportunidad de corregir a críticos y seguidores, entre los cuales destaca Hegel, quienes se equivocan en lo esencial al intentar entender y resumir el pensamiento schellingiano. Obsesionado verdaderamente con la idea de que el idealismo objetivo es una especie de antecámara de la filosofía materialista, Lukács considera que Hegel —por lo menos el Hegel de la Fenomenología— cumple con el trámite, mientras que el «tornasoleado» Schelling no. Concede que el «joven» Schelling se aproxima ambiguamente al idealismo objetivo, no así el «viejo»; éste se aleja y «cae» por completo en el irracionalismo, prueba de ello sería su promoción a filósofo oficial de la Prusia restauracionista. Lukács cree ser testigo privilegiado de un inconfundible movimiento del intelecto germano determinado con toda evidencia por la circunstancia y el acontecimiento, no cree que sólo se trate de un esquema categorial que él mismo ha construido para unir en una secuencia, tenida por lógica, un efecto conocido con una causa probable.

martes, noviembre 24, 2015

Mensaje por nuestro décimo aniversario

POR MARIO ROSALDO





Hoy 24 de noviembre de 2015 se cumple el décimo aniversario de Ideas Arquitecturadas, nuestro blog. Estamos muy contentos en especial porque hemos superado algunas de nuestras limitaciones físicas e intelectuales iniciales, porque hemos aprendido de cada una de nuestras críticas publicadas, porque hemos conocido personas interesantes en diferentes momentos y porque contamos con fieles lectores entre estudiantes y profesionales. No esperamos que todos ustedes nos entiendan por completo, pues apenas hemos dado a conocer fragmentos de nuestra investigación y sus correspondientes reflexiones, pero a cambio queremos que estén seguros de nuestra seriedad y dedicación en el estudio y discusión de las ideas que presentamos periódicamente.

domingo, noviembre 15, 2015

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 6

POR MARIO ROSALDO


2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Recalcando su idea de la ruptura entre el «viejo» y el «joven» Schelling, señala Lukács que aquél rompe también con el panteísmo, «siempre un tanto dualista, ciertamente», que le había caracterizado en su juventud, pues si antes interpretaba «de un modo dinámico-dialéctico, en un sentido histórico el principio spinozista de Deus sive natura»[1] para entonces —a la edad de 29 años— «estatuye entre lo absoluto y lo real, entre Dios y el mundo, una brusca e insalvable dualidad, que sólo puede superarse por medio de un salto»[2]. Lo primero que hay que discutir aquí es la supuesta ruptura con Spinoza en ese año de 1804. Lo mismo en sus Cartas filosóficas sobre dogmatismo y criticismo[3]que en Filosofía y religión[4], Schelling es crítico respecto al pensamiento de Spinoza, no se diga de lo que él considera el mero spinozismo. Por lo que expone en las Cartas sobre la prueba que da Spinoza de Dios, que en su opinión es una contradicción lógica, pues anticipa lo que quiere demostrar, podemos sostener que si hay una ruptura ésta ocurre desde 1795, año de la publicación de esa obra. En todo caso, el «panteísmo» de Schelling no se ubica en el mundo de las cosas naturales, sino en el de las ideas; no requiere de la sustancia spinozista ni de la experiencia para revelarse, sino de la intuición pura, no sensible. Schelling, a diferencia de Spinoza, nunca iguala lo Absoluto o Dios con la naturaleza. El dualismo, la oposición entre la unidad del espíritu y la multiplicidad de los objetos sensibles, es aparente, ilusoria; lo real, lo Absoluto, lo eterno e infinito, es esa unidad primigenia: Dios. Esto lo dice Schelling en sus cartas de los años 1794 y 1795 a Hegel, en sus escritos anteriores a Filosofía y religión, en ese mismo libro, y ciertamente en los que le siguen. La segunda discusión es la inexactitud de los términos que emplea Lukács. A pesar de que en el texto alemán Lukács dice literalmente «es vinculable [verbindbar ist] por medio de un salto»[5], en vez de «puede superarse por medio de un salto»[6], como traduce Wenceslao Roces, sugiriendo involuntaria o equivocadamente una forma equivalente al superar dialéctico [aufhebbar ist] de Hegel, la idea de la conexión de dos opuestos permanece. Eso significa que, Lukács no sólo convierte la unidad de Schelling en un dualismo, sino que además quiere convencernos de que éste intenta vincularlo, conectarlo, reconciliarlo de alguna manera, como habría hecho Spinoza o Kant, o como haría cualquier hegeliano y marxista que opusiera un par de contrarios para encontrar una síntesis canceladora y renovadora al mismo tiempo. Y como en el método dialéctico no existe un salto desde lo Absoluto, supone que Schelling no ha entendido nada y que, en consecuencia, «cae aquí, inmediatamente en los derroteros de lo totalmente místico, el representarse el origen del mundo de los sentidos, no ya como un proceso de desarrollo, ni siquiera como una creación, sino como una “ruptura” con Dios»[7]. La observación schellingiana, comenta con cierta ironía Lukács, le resultaría del todo indiferente «si esta concepción no envolviera, al mismo tiempo, una brusca ruptura con la idea del desarrollo de la filosofía de la naturaleza»[8]. Como ya vimos antes, Lukács está convencido de que el joven Schelling, con su estudio de la filosofía de la naturaleza, incluso hablando de una «Odisea del espíritu», había abrazado una vez el evolucionismo científico, pero ahora renunciaba por completo a él. Como ya aseguramos antes también, Lukács está equivocado al respecto, pues Schelling tenía claro desde su juventud que el «mundo de los sentidos» era una esfera autónoma, que podía estudiarse, pero que no era la realidad misma; que tan sólo era el mundo de las cosas finitas que habían surgido de lo Absoluto, de lo Infinito. Era el mundo que la conciencia primigenia se había opuesto a sí misma. Desde su juventud en Tubinga, Schelling había comprendido que, para resolver el problema de cómo lo infinito había sacado de sí lo finito, debía comenzar con el estudio de lo finito, del mundo de los objetos sensibles para poco a poco elevarse a través de la intuición intelectual —de la purificación de lo sensible— a lo indeterminado o Absoluto, a la más plena Libertad: a la conciencia primigenia. Y nunca dejó de ver que, lo mismo que la caída, el retorno a esa existencia libérrima era eterno. Todo este plan de trabajo, en sus rasgos principales, está esbozado en las cartas que escribió a Hegel en los años mencionados y desde luego en las primeras obras publicadas de Schelling; de modo que no se le puede acusar ni de demagogo ni de haber sido influenciado en esto por sus nuevos amigos reaccionarios, ni de responder impulsivamente a los comentarios de Eschenmayer. No se necesita comulgar con las ideas de Schelling para darle la razón, basta ser objetivos, justos.

domingo, noviembre 08, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Novena parte)

POR MARIO ROSALDO


1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Este procedimiento que puede ser propio y, por lo tanto, correcto, para un epistemólogo que estudia el conocimiento en sus formas más puras, no lo es para un investigador que declara de entrada que quiere explorar áreas poco atendidas del pensamiento realista de Marx, en especial aquéllas relacionadas con el arte, y menos cuando reduce las aportaciones de este pensamiento a lo que debería ser una etapa de la evolución idealizada o abstracta de la estética como disciplina independiente. La incongruencia entre el realismo de Marx y el reduccionismo esteticista de Marchán se muestra en toda su extensión cuando éste elige únicamente los sentidos abstractos de las teorías y los conceptos de Marx, cada vez que mezcla de acuerdo a una preconcepción los fragmentos de pasajes con las referencias a Feuerbach, Schiller o Kant, y siempre que sugiere con insistencia la pretendida veracidad de su tesis de la «sensibilidad estética» en cuanto «caso particular» tanto de la «teoría general de la apropiación» como de la «problemática general de la emancipación humana». Es decir, se muestra a lo largo de la mayor parte del ensayo de Marchán como el procedimiento característico de éste. Ni las paráfrasis ni las citas directas que Marchán hace de los Manuscritos nos permiten entender al joven Marx porque ese no es el objetivo; aparecen en el discurso solamente para apuntalar la mencionada supuesta veracidad de la tesis esteticista que Marchán defiende. A lo anterior hay que agregar que Marchán incluso pone el énfasis donde más le conviene a su enfoque, restándole importancia al conjunto o haciendo aparecer matices donde no los había. Así, cuando decide abordar «el sujeto como esencia activa», en su opinión «otro de los temas centrales de los Manuscritos»[1], en lugar de ser justo con la crítica que al final del tercer manuscrito el joven Marx le dedica a Hegel, Marchán prefiere suscitar la vaga impresión de que el primero estaba tan satisfecho con el segundo que llega a «cantar las excelencias de la Fenomenología»[2]. En realidad, Marx da una crítica equilibrada —en el sentido de completa y objetiva— de la Lógica y la Fenomenología, señalando por un lado los errores y el idealismo de Hegel y, por el otro, que su apoyo en la economía política de la época le había acercado a un concepto del hombre más allá de todo idealismo y materialismo, sin que el mismo Hegel hubiera tenido conciencia alguna de ello[3]. En efecto, Marx reconoce sin ambages que Hegel concibe al hombre como un proceso autogenerador, y con ello el trabajo como medio de transformación de la naturaleza y del hombre mismo; pero, a cambio de eso, no deja de puntualizar que Hegel ve las facultades naturales y la apropiación objetiva del hombre como abstracciones que sólo ocurren en la conciencia del espíritu filosófico; que Hegel sólo ve el lado positivo del trabajo y que considera la enajenación como la forma de ser natural del hombre, y al hombre mismo como una forma del espíritu pensante, abstracto y autoenajenado, esto es, absoluto[4]. Igual que Hegel, Marchán se mueve en las abstracciones, en la absolutez; seguramente por eso matiza con socarronería ese imaginario «cantar» de Marx en los Manuscritos. En todo caso, a pesar de que habla de una «esencia activa», Marchán no tiene como referencia al hombre real ni el trabajo real de este hombre de carne y hueso, sino tan sólo su tesis esteticista y «la clásica acepción»[5] de los términos; de hecho, tan sólo los significados con los que él entiende los conceptos de la tradición precedente. Intentando siempre fortalecer su posición, Marchán redondea el esquema que ha comenzado con la frase «la expresión “sensibilidad subjetiva”» volviendo a su tesis de que Marx pensaba en el arte y la estética cuando hablaba de la «vida productiva» y la «actividad libre». Y, más como efecto dramático del discurso que como prueba fehaciente de su argumento, parafrasea al final del párrafo las palabras del joven Marx acerca de la libertad en la producción y las leyes de la belleza[6]. En esa cita aludida, Marx sólo expone la descripción objetiva de la realidad o, como mínimo, sólo la relación posible entre el concepto objetivo y su objeto real[7]; no propone que se vea el arte en su forma idealizada o abstracta, esto es, en su forma enajenada, como un «específico» medio transformador del mundo. Esa es propuesta exclusiva de Marchán y de todos quienes hemos creído alguna vez este sueño.

sábado, octubre 31, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Octava parte)

POR MARIO ROSALDO


1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Después de lo que habría sido su demostración argumental en la que se probaría el esteticismo del joven Marx, Marchán escribe una transición o resumen para recordarnos que refiere el «caso particular», el de «la recuperación», «la reivindicación de lo estético», el del mero «esbozo» estético de Marx, no solamente a «la teoría general de la apropiación», sino también a «la problemática general de la emancipación humana». Aunque es en los dos últimos apartados donde en realidad nos ofrece su opinión clara sobre lo que Marx habría sostenido como condición para la real emancipación humana, el recordatorio viene a cuento porque Marchán comenzará la discusión sobre «la praxis social» en los párrafos que concluyen esta segunda sección. Sólo hasta entonces será evidente que «la teoría general de la apropiación» no está contenida en dicha «problemática», ni ésta en aquélla, sino que son dos opuestos o pares dialécticos como los de la teoría y la práctica, o incluso como los de la teoría estética y la teoría política; contradicción o enfrentamiento cuya superación, en opinión de Marchán por supuesto, exigirá ese mencionado «proyecto utópico». Otro recordatorio de Marchán en esta reanudación de ideas esenciales es el de su tesis ya expuesta respecto a las antinomias estéticas, según la cual, sin dejar de ceñirse a la línea del pensamiento filosófico-clásico alemán, sin desviarse de esa tradición, es decir, sin dejar de pensar en «lo estético», Marx es capaz de modificar «los límites estrechos» en los que estaba circunscrita esa misma «problemática de la emancipación humana»[1], y de evitar caer en «la exageración o el exclusivismo de Feuerbach», quien a juicio de Marchán convierte «la sensualidad e incluso la sensibilidad estética en la prima philosophia»[2] Para ahondar en estos puntos que destaca el resumen, Marchán especifica aparte: «Vengo sosteniendo que Marx enlaza con la tradición de la estética antropológica. Y de un modo similar a las fuentes de finales del XVIII o a las más próximas de Feuerbach, la deducción de lo estético presupone la naturaleza humana como referente»[3]. De acuerdo al esquema de Marchán, el Marx de los Manuscritos habría recogido tanto la «deducción de lo estético» como la presunción de la naturaleza humana en cuanto «referente» para darles una nueva forma por medio de «concreciones decisivas en el sentido de las determinaciones históricas»[4]. Marchán no lo dice expresamente pero al equiparar los sentidos de «concreciones» y «determinaciones», queda claro que se refiere a teorías o conceptos históricamente concretos o legítimamente congruentes; no se refiere nunca a los hechos empíricos, a las acciones prácticas. Marchán infiere que todo se resuelve en el puro debate filosófico, por eso es que habla de una «corrección central», que habría sido realizada por el joven Marx. Para Marchán, esta «corrección» consiste en haber vuelto concreta «la proclama abstracta de una naturaleza humana», al precisar Marx por la pura vía argumental que «la naturaleza real del hombre» es aquella que nos revela «la historia humana»[5]. El hombre real como referente, que es la verdadera base de la reflexión del joven Marx, no aparece ni un breve instante en el esquema de Marchán. Por lo contrario, Marchán está convencido de que el Marx de los Manuscritos iguala el conocimiento con la realidad, justo como se había hecho antes en la filosofía, desde Aristóteles hasta Hegel: «La naturaleza antropológica es vinculada a la industria. De esta manera, para Marx, la ciencia del hombre o ciencia natural del hombre y ciencia natural o realidad social de la naturaleza son una misma cosa»[6]. No hay tal igualación ni tal vinculación, porque Marx no refunde el concepto filosófico de la naturaleza humana en otro concepto igualmente abstracto, que únicamente ha de parecer concreto por sus relaciones con la industria y la historia. El Marx de los Manuscritos más bien abandona tales abstracciones filosóficas y presta atención a lo que sucede en la sociedad, a la lucha del obrero y del proletariado en general; no introduce un concepto antropológico en una realidad enajenante como la industria, sino que toma la realidad del hombre de carne y hueso, del individuo que lucha por la supervivencia: el proletario, como su punto de partida, como su base de reflexión. Marchán no ve esto porque se atiene al campo estricto del enfoque epistemológico, el cual, por defecto metódico, invariablemente reduce la realidad a una pura representación, a un simple producto de la conciencia.

viernes, octubre 23, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Séptima parte)

POR MARIO ROSALDO


1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Insiste, pues, Marchán en hablar de una teoría general de la apropiación sensible donde «el reconocimiento de lo estético» sería el «caso particular» alrededor del cual presuntamente girarían los análisis del joven Marx dedicados, en realidad, a la crítica objetiva de las categorías de la filosofía y la economía política. Esta imaginaria relación de lo general con lo particular justifica en Marchán la solicitud de una «matización»[1] que subraye cada palabra que el Marx de los Manuscritos dedique a «lo estético». Así, para probar que el joven Marx habla de una variedad de apropiaciones, dentro de las cuales se destacaría la apropiación específica de lo estético en su calidad de «caso particular», Marchán nos remite al fragmento donde aquél relaciona las facultades naturales (Marchán, o el traductor en que se basa, prefiere traducir literalmente «fuerzas esenciales» del alemán Wesenskräfte) con los objetos reales que le son propios: «Por ejemplo —resume Marchán las ideas del joven Marx— los objetos de la vista ni se formarán, ni serán iguales a los del oído»[2]. Lo que omite Marchán en su síntesis y en los comentarios a la misma es que en este pasaje Marx está explicando los dos aspectos que componen el todo de la apropiación humana, el objetivo y el subjetivo. Nunca inscribe lo subjetivo dentro de lo objetivo. Asimismo, en los análisis de la objetividad y la subjetividad, el objeto real y las facultades actúan de manera recíproca; no en abierta oposición, no en franco enfrentamiento, como entiende Marchán. Marx explica que el objeto real propicia el desarrollo histórico de los sentidos físicos e intelectuales; pero, al ser apropiado, el objeto se subjetiva, se humaniza: origina una conciencia y una experiencia individual y colectiva, pero también sentimientos o estados de ánimo. Al no comprender que el joven Marx habla de dos aspectos de la misma naturaleza humana, de la unión recíproca del hombre y la especie, del hombre y la naturaleza, del mundo espiritual y el mundo material, del pensar y el ser, Marchán interpreta equivocadamente que el Marx de los Manuscritos, o por lo menos que el análisis de ese fragmento, «instaura … una dialéctica sujeto/objeto que nos aproxima a una rudimentaria teoría de la especificación subjetivo-objetiva de cada práctica humana y, remotamente, de cada práctica artística significante, como diríamos hoy»[3]. Obsérvese bien que son dos las implicaciones de esta tesis de Marchán: no sólo que el joven Marx en vez de referirse a un hecho, a la realidad humana unitaria, habla en teoría de una oposición, una contradicción o un enfrentamiento, lo cual es falso, sino además que Marx funda en el puro discurso materialista lo que sería la solución de la antinomia clásica, de la contradicción tradicional, lo cual desde luego no coincide con la actividad real ni del joven ni del viejo Marx. Volveremos sobre este punto cuando más adelante Marchán toque apenas el asunto de la diferencia entre las soluciones del Kant de la Crítica del juicio y el Marx de los Manuscritos. Lo siguiente que hace Marchán, para probar que las ideas de Marx sobre «lo estético» coinciden con lo que él interpreta, es señalar que este joven recurre a la música siguiendo los pasos del Feuerbach de la introducción a La esencia del Cristianismo[4]. La conexión entre esta introducción y el análisis del joven Marx es innegable, pero se puede sostener lo mismo de las enormes diferencias. Feuerbach no sólo se refiere ahí a la música, sino también a una cierta reciprocidad entre el sujeto y el objeto, entre el hombre cuya esencia es determinada por el objeto y éste que a su vez es convertido en el elemento correspondiente del sentimiento[5]. Aunque Feuerbach presenta únicamente las abstracciones conceptuales de los hechos históricos y fisiológicos en los que dice fundarse, los tiene presentes de alguna manera en calidad de objetos esenciales o reales, Marchán en cambio sólo piensa en las coincidencias que pueda detectar entre un texto y otro, entre el discurso de Marx y el de la tradición representada por Feuerbach; se interesa en la forma discursiva de los hechos, no en los hechos mismos; se le escapa en consecuencia que incluso el materialismo abstracto de Feuerbach percibe la esencia de una unidad fáctica en la que se disuelven el yo y el tú, el sujeto y el objeto.

martes, septiembre 29, 2015

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Decimotercera parte)

POR MARIO ROSALDO



Acevedo establece con toda claridad su posición realista cuando declara que la pérdida de voluntad, la entrega al poder subyugador de la música, nos impide «gustar de objetos materiales»[1]. Según esta perspectiva, lo normal es que los objetos de arte sean la expresión física y emocional del espíritu humano, y que éste disfrute de aquéllos porque son el símbolo de su misma existencia real, es decir, porque representan materialmente los sentimientos más solidarios y la voluntad más libre de una comunidad que vive para realizar el fin superior compartido; en consecuencia, anormal es que el espíritu no vea el arte como expresión suya, sino como un poder del cual no puede ni quiere escapar. Pongamos lo anterior de otro modo: el realismo de Acevedo no se apoya en teologías, filosofías ni psicologías, simplemente menciona lo que ve, lo que percibe a través de la historia del arte; tan sólo describe lo que el espíritu humano ha sido capaz de anhelar y al mismo tiempo de crear a través de los siglos. Su discurso se vale de viejos y nuevos conceptos, que nos sugieren asociarlo tanto con el realismo positivista como con la reacción espiritualista italiana o francesa, pero en seguida nos damos cuenta de que Acevedo no reconoce a través de ellos autoridad teórico-filosófica alguna, pues para él en alguna medida sólo son recursos poético-literarios que refieren con acierto o desacierto la realidad histórica observada; o podríamos decir que sólo son algo más que meros recursos retóricos cuando cuentan con el aval de la realidad de la historia del arte. Si en su exposición hay un antecedente obligado, una autoridad a toda prueba, esos son los objetos reales y los símbolos con los que dichos objetos se vinculan, no la historia como idealización de hazañas exclusivas de los pueblos europeos, ni el arte como absoluta categoría de la academia y la estética con mayúsculas. Como hemos visto, para él, la historia del arte no es la historia de Grecia y Roma como únicos centros, ni la del Renacimiento como la tradición legitimadora del clasicismo. Existen otros centros y otras tradiciones, que no se limitan a representar al hombre del Mediterráneo, ni al hombre del Norte, que abarcan al hombre de todos los tiempos y de todas las latitudes. Lo admirable en Acevedo es que no tuvo que inventar términos, ni apropiarse de argumentaciones filosóficas o psicológicas para disentir, para expresar un punto de vista práctico. De acuerdo a Acevedo, lo único que puede impedir que esta visión realista de la historia sea plena en el observador son sus propios prejuicios, los que siempre puede combatir con la fuerza de voluntad y sus sentimientos más profundos. Es decir, con la aspiración y la convicción, que nos identifican como individuos y como colectividad y que apuntan al fin elevado del espíritu humano. Un fin que, desde luego, no está ahí para instigarnos a pensar en remotas posibilidades, sino más bien para movernos a la acción física e intelectual, a la creación práctica y concreta de objetos reales que han de constituir el arte de una comunidad y de una época; nos impulsa a superar lo producido previamente, a mejorar nuestras condiciones de vida. Acevedo lo ha dicho desde el inicio: los hechos están ahí para quien quiera verlos. Así de simple. Este carácter fáctico o realista de su esbozo nos permite decir que Apariencias arquitectónicas es ya un adelanto de la nueva teoría arquitectónica y la nueva práctica constructiva que sólo surgirá completa en la Europa Central del período de entreguerras, y que en Gropius —como se sabe[2]— tratará de superar todo residuo de platonismo.

martes, septiembre 22, 2015

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Duodécima parte)

POR MARIO ROSALDO



Quien aborda con mucha anticipación la discusión sobre la música romántica en general —aunque en un sentido completamente diferente al de Acevedo— es Eduard Hanslick. Este filósofo o esteta austríaco se pronuncia contra el sentimentalismo y contra Wagner en su libro De la belleza en la música. Ensayo de reforma en la estética musical[1] cuyas múltiples ediciones en alemán y otros idiomas prueban el interés que sus agudas observaciones despertaron en el público. En México se le conoció también a través de la crítica que Menéndez y Pelayo le dirigió en el tomo dedicado a la estética germana de su Historia de las ideas estéticas en España[2], que, como hemos señalado[3], era una obra conocida por Acevedo y sus amigos. Menéndez y Pelayo no sólo se une a quienes admiran a Wagner, sino que al mismo tiempo se opone a Hanslick y su realismo estético al que tacha de formalismo herbartiano o, lo que es exactamente igual, de falso realismo. Esta reacción es comprensible, puesto que el austríaco defiende la validez de una estética científica o no metafísica y el español en cambio aboga por una metafísica de lo bello. Por otra parte, aunque Hanslick acepta la unidad del espíritu o del ser, sólo tiene en cuenta el conocimiento que pueda derivarse de la forma misma, no de una idea, no de una categoría, no del sentimiento; esto es, mantiene la contradicción entre materia y espíritu, entre cuerpo y alma. Menéndez y Pelayo por lo contrario entiende la unidad del ser como una ontología que parece eterna e infinita, porque es «indestructible como el ser mismo» y yace «implícita en el fondo de toda ciencia»[4], lo que simplemente equivale a decir que no es posible ninguna ciencia de los puros objetos reales, razón por la cual encuentra contradictoria la posición de Hanslick y los formalistas. En lo que toca estrictamente al conflicto entre wagnerianos y antiwagnerianos, Hanslick de entrada estima que el fundamento capital de Wagner, con el que éste afirma en el primer tomo de Oper und Drama que «El error de la ópera como género artístico consiste en que un medio (la música) se convierte en el fin, y en cambio el fin (el drama) en el medio», se establece sobre bases falsas: «Pues una ópera en la que la música se produce siempre y efectivamente sólo como medio de la expresión dramática es un absurdo musical»[5]. Menéndez y Pelayo sostiene precisamente en contra que «la estética wagneriana, desarrollada por su autor con sin igual insistencia, atacada y defendida por otros con encarnizamiento, pero de la cual nadie negará que, tal como es (elevada y profunda aun en lo quimérico), constituye el más inesperado y trascendental acontecimiento artístico de nuestros tiempos, y corona dignamente el ciclo ó edad heroica de la Estética alemana, que comienza en Lessing, ó más bien en Kant, y de la cual sería aventurado afirmar que ha dado ya todos sus frutos y consecuencias posibles»[6]. Es probable, entonces, que Acevedo haya leído en algún momento de su formación profesional o después de ésta, tanto el argumento del austríaco como el contraargumento del español. Pero es más que claro que en 1907 Acevedo no compartía en absoluto el tratamiento filosófico, ni la visión romántico-wagneriana de Menéndez y Pelayo, y que con Hanslick coincidía en la demanda de realismo, mas no en el procedimiento esteticista para alcanzarlo. Detallemos un poco más este contraste entre Hanslick y Acevedo para establecer de paso lo que es propio de uno y de otro, sin olvidar la diferencia principal.

jueves, agosto 27, 2015

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Undécima parte)

POR MARIO ROSALDO




El párrafo inmediato, aun siendo muy lírico, nos remite puntualmente a la historia del arte. Estudiémoslo a detalle. Con un simple «Desde entonces»[1] Acevedo sostiene que durante todo el siglo XIX y los primeros años del XX la búsqueda de una nueva arquitectura, de una solución al estancamiento o a la pérdida del espíritu liberal de pueblos y artistas, ha sido infructuosa; luego, con la imagen lastimosa de que «la madre de las artes vaga tocando a todas las puertas sin encontrar ninguna que se dignifique abriéndose ante su paso», no sólo nos pone frente a la definición de la arquitectura que, representada por la catedral gótica, abraza todas las artes plásticas, enseña las sagradas escrituras a través de su ornamentación alegórica y da cabida a —e intensifica— la música y los cantos, ni sólo nos dice que la arquitectura no ha encontrado soluciones dignas, sino también que la unificación de todas las artes ya no interesa a nadie[2]. Acevedo trabaja con rápidas pinceladas, de ahí que sea escueto y a la vez muy revelador cuando comenta: «El alma universal ha huido dejando desierto el santuario de la Diosa; la literatura, la escultura, la pintura, y sobre todo la música, se han adueñado del sentimiento popular»[3]. Acevedo compara aquí la —para él— verdadera arquitectura, que se consagra a las necesidades del hombre y sus aspiraciones, con la que se ha convertido en el santuario de la Diosa del verso romántico, de la imaginaria vuelta al pasado. La primera está animada por el espíritu universal del hombre y la segunda está desierta, vacía, carece de humanidad. En su opinión, las artes plásticas, la literatura y la música ya no realizan esas necesidades individuales y esas aspiraciones colectivas; ya no son los medios de expresión sino los fines mismos a los que el pueblo se somete. Acevedo pasa en seguida de este apretado esquema introductorio al ejemplo de lo que quiere decir acerca de la música y su dominio: «La religión de la orquesta hace cada día más prosélitos: la sinfonía, divina señora con ardor de walkiria y mirar de sirena, se apodera de todas las voluntades y arrastrándose en los vertiginosos círculos de su armonía paradisíaca, fomenta en nuestros espíritus la vaguedad, el amor al misterio, y por lo tanto nos coloca en situación anormal poco propicia para gustar de objetos materiales»[4]. Detengámonos en la primera frase, con ella nos informa de lo que ha acontecido tanto en el México liberal como en el porfirista: poco a poco la orquesta ha pasado de ser complemento, suplemento y mero acompañamiento de las emotivas actuaciones e interpretaciones a ser el principal objeto de atención del público, objeto de verdadera veneración. El proselitismo denunciado significa no sólo que Acevedo reconocía la ya vieja división entre románticos, modernistas y clasicistas, sino que además veía la fuerte promoción del nuevo papel que los primeros le habían concedido a la orquesta en los conciertos sinfónicos y en las óperas. La frase y el contexto nos permiten deducir que Acevedo piensa en especial en los prosélitos europeos como la referencia o el ejemplo que hay que tener siempre presente y obviamente como el objeto de nuestra crítica, implicando con ello que en México había sucedido algo muy parecido lo mismo en el reducido círculo de los profesionales y estudiantes de música que en el grueso de los llamados diletantes de la burguesía porfirista; todos ellos eran los «prosélitos» locales de «la religión de la orquesta». Caso aparte era la clase trabajadora que —a decir de algunos cronistas del cambio de siglo— prefería los teatros de tandas. Comparemos la crítica a «la religión de la orquesta» de Acevedo con la admiración por la misma que manifiestan abiertamente dos de los representantes de generaciones anteriores a la suya, no con la intención de explicar lo particular por lo general, ni las acciones individuales por la inercia de una masa de hechos históricos, sino de resaltar con precisión el carácter original de su punto de vista.

jueves, julio 30, 2015

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Décima parte)

POR MARIO ROSALDO


«Cuán distinta es la evolución de la arquitectura en Francia»[1], dice Acevedo al inicio del siguiente párrafo, y despliega a lo largo del mismo toda una hábil demostración que podemos calificar de empírica además de argumental. Si unas líneas arriba dudábamos entre un Acevedo que sólo complacía a un público formado, como él mismo, en el positivismo y un Acevedo que tal vez no se libraba todavía de esta tendencia cientificista, aquí nos queda claro ahora que no hay tal disyuntiva, que nuestro autor en todo momento de la conferencia elige para sí la opción que considera única y verdadera, la de la evolución lógica y espiritual del arte, la de la existencia eterna del espíritu de los pueblos y sus artistas; y que por esa elección personal ya decidida, Acevedo reserva las pruebas sobre la validez de su tesis espiritualista exclusivamente para los escépticos o los prejuiciados, presentes o no en su público. Demos los detalles más importantes de la demostración y tratemos al mismo tiempo de comprenderla cabalmente. De entrada, Acevedo establece un drástico contraste entre el período de difusión de la arquitectura francesa renacentista, sujeta a rígidas reglas académicas, y el período final de la arquitectura gótica en Francia, que responde naturalmente a «una sabia distribución», a las necesidades reales de sus habitantes y no a «ritmos monótonos y petulancias inmotivadas». Está convencido de que si cualquiera percibe con claridad lo esencial de este contraste, puede admitir sin vacilación alguna que las obras como el Chateau de Bois, Fontainebleu, Saint-Germain, la Maison de Jacques Cœur o el Hôtel de Ville de Cambray no pertenecen, como se cree por lo común, al arte renacentista, sino todavía al gótico, a causa precisamente de ese «liberal espíritu que las anima»[2]. Esto es, Acevedo no acepta que haya habido una plena influencia renacentista italiana antes de fines del siglo XVII, pues —agreguemos— es hasta entonces cuando en Francia ocurren cambios de fondo en lo económico y lo político, que la convierten en un Estado moderno: «Colbert, el hombre de las precauciones inútiles, funda la Academia de Arquitectura dizque para reanimar el decaído espíritu de los arquitectos, con lo cual consigue alcanzar el fin contrario al que se había propuesto»[3]. Consecuencias claras de la fundación de la Academia son la implantación del «estilo oficial que pretende manifestar solemnidad y decoro» y «las plazas [que] dan cabida a interminables fachadas uniformes que presentan de un extremo a otro la repetición de los mismos motivos»; el objeto de esta simetría, sigue diciendo Acevedo, es disimular la distribución, por ejemplo, «una capilla, una escalera y una sala de baños», para obtener en el exterior «un mismo semblante y una misma expresión». Por si esto fuera poco, remata Acevedo, el rey encuentra agradable esta «arquitectura que no parece que pudiera servir para alojar mortales sino más bien para guardar series de objetos idénticos», razón por la cual el arquitecto Mansard la adopta para una parte del Palacio de Versalles[4]. Acevedo considera increíble que un pueblo productor durante siglos de un verdadero arte —vale decir, el arte gótico— caiga en el estancamiento «bajo el reinado de los Luises, hasta el día en que la Revolución destruye esta aparatosa y falsa arquitectura». Pero, subraya Acevedo, Francia no saldrá de ese estancamiento ni entonces ni más tarde con las imitaciones arquitectónicas que suscita el descubrimiento de la antigua civilización egipcia en la época del cónsul Napoleón, ni con la vuelta a la arquitectura de influencia romana cuando éste se volvió emperador[5]. Acevedo finaliza el párrafo con este comentario, cuyo propósito es, más que aclarar su posición frente al añorado retorno al pasado, completar el esquema de su tesis de la evolución espiritual del arte: «Los románticos del año 30 imaginaron que las artes deberían volver al siglo XIII: vano intento que fue eficazmente satirizado por los serenos espíritus de la época»[6].

jueves, julio 16, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Sexta parte)

POR MARIO ROSALDO




1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Cuando en el segundo apartado Marchán interpreta el pasaje de los Manuscritos donde Marx habla de un hombre total y asienta en una nota que la apropiación de la realidad humana es múltiple[1], no sólo entiende que se trata de «una apropiación polifacética integral a través de todos los órganos de su individualidad, tanto de la sensualidad como del pensamiento o de la vida intuitivo-sentimental»[2], sino también que Marx «reconoce en plenitud la diferenciación iluminista de las diferentes actividades humanas»[3], es decir, que reconoce la presunta apropiación específica o el supuesto carácter autonómico-relativo del arte, y que, en consecuencia, resuelve de manera conceptual-objetiva la oposición entre el «hombre total» y el «hombre fragmentado», que Schiller sólo habría resuelto en términos trascendentales o abstracto-idealistas con su idea del «impulso del juego»[4]. Esto no sólo quiere decir —para Marchán, claro está— que Marx introduce en sus bosquejos los rasgos utópicos de la estética antropológica, la que aspiraba idealmente a la unidad del hombre y a la unidad original de los opuestos, sino asimismo que la corrección o la solución de Marx sólo se da literalmente en el discurso, en la pura conciencia, nunca en la realidad tal cual. Por eso, Marchán destaca a la vez el carácter utópico de la solución y la índole discursiva del fundamento: «Marx entenderá al hombre como totalidad de objetivaciones, de manifestaciones de sus fuerzas y capacidades. Y esta comprensión se convertirá en piedra angular de la misma “filosofía del futuro”»[5]. Para Marchán, pues, Marx no construirá ni el supuesto esbozo de estética, ni su crítica de todo lo existente, confrontando los conceptos y las teorías de la economía política con la vida real del proletariado, sino valiéndose de una simple premisa lógica, abstracta, que habría nacido lo mismo en la tradición idealista que en la tradición materialista de la filosofía. Por lo tanto, Marchán no reconoce tampoco que, al abordar el problema del arte, Marx haya hecho algo más que ver en la realidad social sólo una abstracción de la mente con la cual corregir o perfeccionar las teorías tradicionales; así, el aporte final de Marx no habría sido una solución real para un problema real, sino apenas la corrección categorial o teórico-concreta de viejos planteamientos abstractos en el puro debate filosófico. Junto a esto, Marchán asegura que «la conquista de lo estético» lleva a Marx a los dominios de «lo empírico, lo histórico»; pero que, al mismo tiempo, este ir más allá de lo trascendental-estético, este adentrarse en la ciencia y la historia, hace que Marx no se conforme «con una proclama antropológica de lo estético en abstracto»[6]. Según Marchán, el joven Marx habría llevado «lo estético» «hacia una antropología contagiada de historicidad»[7]. Es decir, este mismo Marx no habría podido disolver la filosofía en la realidad, no habría podido realizarla como manifiesta todavía en 1844, en la Introducción de Entorno a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel[8], sino que, al contrario, habría tenido que forzar la entrada de la realidad en la filosofía, en forma de contagio o de infección orgánica. Se deduce de todo esto que, por lo menos en el asunto de «lo estético» y en esa época juvenil, pese a su enorme esfuerzo práctico, Marx no habría pasado de las palabras a los hechos, y que su ingreso en los dominios de la ciencia y la historia no le habría llevado nunca a conceptos realistas, mucho menos a la acción real, sino que lo habría mantenido invariablemente en las puras representaciones simbólicas del arte, de la crítica estética y, en general, de la filosofía.

sábado, junio 27, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Quinta parte)

POR MARIO ROSALDO




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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

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En el segundo apartado Marchán insiste todavía más en ver el realismo del joven Marx como una simple deducción lógica de los problemas o fenómenos filosóficos que no rompe en absoluto con el pensamiento clásico, con el positivismo iluminista ni con la antropología de Feuerbach, sino que es apenas su variación y mejora. Marchán está convencido de que este joven Marx sólo se limita a corregir o a precisar los argumentos que habían esbozado ya Kant, Schiller, Baumgarten, Schlegel, Hegel y, desde luego, Feuerbach. Marchán sostiene la tesis de que la aportación de Marx se reduce a la resolución inédita de las antinomias que también habían sido señaladas por los autores mencionados y sus precedentes teórico-históricos[1]. Cabe recordar brevemente aquí que esa no es la tarea central que se propone el Marx de los Manuscritos al iniciar el estudio crítico de la economía política: no le interesa resolver el problema de la transformación social en el puro discurso, no le interesa partir de los conceptos abstractos o vacíos de la economía, de la política, ni de la filosofía, sino enfrentarlos y enriquecerlos con la realidad social que él y sus contemporáneos atestiguan; o desecharlos por completo si no tienen nada que ver con ella. Y que es sólo dentro de dicha confrontación de los conceptos con la realidad de la sociedad capitalista que Marx toca el tema del arte. De acuerdo a la tesis de Marchán, sin embargo, «el reconocimiento de lo estético» impulsado en especial por Kant y Schiller supera su abstracción filosófico-idealista con la fundamentación filosófico-materialista que Marx le habría dado al «asumir el principio sensualista»; esto es, Marx habría resuelto la oposición entre entendimiento y sentidos implícita en la discusión filosófica sobre «lo estético», al tomar partido por Feuerbach frente a Hegel, al defender la tesis de que el «hombre no sólo se apropia del mundo objetivo mediante el pensamiento, sino con el auxilio de todas sus fuerzas o facultades, en especial, de los sentidos»[2]. Ya estudiaremos esta referencia a Marx más adelante, cuando Marchán profundice en ella, por ahora digamos solamente que el error más obvio de Marchán aquí es creer que Marx se pone de parte de Feuerbach, como si aquél fundara su realismo en la pura discusión filosófico-argumental. Lo que Marx hace en los Manuscritos es algo muy distinto: el joven Marx se pone del lado de la vida real, es decir, no se pone del lado de la vida teórica de los filósofos, sino de la vida material del proletariado; por eso se opone al dominio de clase y a la explotación del trabajador; por eso discute los problemas de la enajenación y del comunismo; y por eso distingue entre las categorías meramente teóricas y las categorías fundadas en la actividad práctica total del hombre real. Es durante esta toma de partido por la vida real, por el estudio de la propiedad privada y la enajenación en la sociedad capitalista y en la historia, cuando Marx habla del arte como otra forma de producción y de apropiación, sin ver en él en ningún momento una «forma de conciencia» específica, como cree Marchán.

domingo, mayo 31, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Cuarta parte)

POR MARIO ROSALDO




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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

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Hasta aquí hemos confrontado la exposición de Marchán con el recuerdo de nuestro estudio de los Manuscritos de Marx, hagamos algo distinto ahora. Confrontemos el esquema de Marchán con nuestra lectura de los textos de Feuerbach que habrían influido en el joven Marx, sin dejar de remitirnos a nuestro estudio de los Manuscritos. Describamos brevemente el esquema de los ya mencionados apartados uno y dos teniendo en cuenta esta vez la semejanza o la discrepancia que pudiera haber entre la visión de Feuerbach y la argumentación de Marchán. Éste comienza su planteamiento con la referencia a un texto donde Marx parece repetir literalmente la terminología feuerbachiana, Crítica a la filosofía del derecho de Hegel[1]. Sólo que en vez del hombre abstracto y la reforma de la filosofía de Feuerbach tenemos en Marx el proletariado, el movimiento obrero y la revolución. Esta apariencia formal anima a Marchán a enlazar las ideas que Marx expresa sobre el arte con la corriente estética de la filosofía del arte y con la teoría estética de la sensibilidad, que tendría un fuerte apoyo en Feuerbach, entre otros[2]. El tratamiento del tema del arte en los Manuscritos parece confirmar la deuda de Marx con Feuerbach[3]. Sin embargo, el hecho de que Marx no disuelva simplemente la enajenación del obrero en el discurso filosófico demuestra que el sentido de los términos en los Manuscritos ya era diferente al de Feuerbach. Según Marchán, Marx habría combatido la estética especulativa y sistemática (lo abstracto-indeterminado), pero no la estética fundada en lo abstracto-determinado[4]. Esta idea de Marchán corresponde al concepto de la disolución de Feuerbach quien halla que la teología ha de transformarse y disolverse en la antropología; es decir, que no ha de renunciarse en absoluto a ella, sino invertir su centro, pasando de lo divino a lo humano. Es en este sentido que Feuerbach habla de que el panteísmo engendra su propio opuesto, el ateísmo; de que lo positivo del idealismo es el materialismo; o de que la verdadera dialéctica es la que existe entre el yo y el tú, entre los hombres abstractos de la filosofía. Siguiendo este orden de ideas, Marchán aboga por una teoría no contenidista del arte, que no lo coloque únicamente en la esfera de la ideología, que no lo separe de su forma abstracto-determinada[5]. Aun considerando el arte como forma ideológica, Marchán prefiere ver una diferencia de grado entre el arte y las formas ideológicas de la religión y la filosofía[6]. Como justificación, Marchán asegura que al tratar sobre el arte La ideología alemana y los Grundrisse desbordan los presupuestos contenidistas e incluso los del propio objeto artístico, lo que prefigura el posterior debate de las vanguardias[7]. Marchán reconoce que la problemática de la determinación está lejos de haber sido desarrollada de modo satisfactorio[8], pero ve que el formalismo es una vía que puede aportar nuevos datos, de ahí que lo apoye[9].

jueves, mayo 14, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Tercera parte)

POR MARIO ROSALDO




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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

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Marchán asegura que el tema de lo sensible en Marx tiene que ver con Baumgarten y la estética con mayúscula. Pasa por alto lo que acabamos de señalar: que los Manuscritos son un banco de pruebas donde Marx confronta los conceptos y los principios teóricos —propuestos por la ciencia económica de la época— con los problemas reales que el individuo y su comunidad enfrentan. Por eso mismo la idea de la acción sensible de Marx no remite a la estética en cuanto teoría del crítico de arte, sino al estudio de esa masa de condiciones materiales, como se dice en La ideología alemana, de la que depende la vida del hombre de carne y hueso en la sociedad capitalista. Para Marx, «lo estético» es una forma ideológica del arte porque se construye sobre presunciones idealistas. El arte del mundo objetivo, en cambio, es el producto concreto de la acción del hombre vivo, del hombre tal cual; una acción en la que el pensar se da en el individuo en esa unidad indisoluble que está determinada por la necesidad y por la producción y el intercambio de bienes materiales en una organización económica, en una estructura social. Marx no traspasa lo sensible o empírico con la conquista de lo estético como sostiene Marchán[1]. En realidad, como hemos explicado antes, y como lo demuestra el examen imparcial de la obra de Marx, éste separa lo ilusorio de lo real. Marx no confunde lo ilusorio, a saber, las formas ideológicas del arte, de las instituciones, de la conciencia, etc. con la conciencia real, ni con los objetos reales o medios de vida que el hombre produce y despliega en el mundo físico y económico —que este hombre ha creado transformando la naturaleza y transformándose él mismo— por medio de las acciones sensibles o prácticas. Cuando el joven Marx habla de la apropiación sensible nos refiere tanto a los sentidos como a la subjetividad; es decir, nos pone el ejemplo de cómo la unidad recíproca entra en acción. Nunca quiere decir que lo sensible es lo meramente estético, ni lo puramente ideológico. Marchán aísla este carácter sensible de la apropiación para suponer que Marx lo aísla también reconociendo así un valor propio de lo autónomo, que en Marchán siempre es lo ideológico. Esa apreciación de Marchán es por lo menos equivocada. En el joven Marx no hay tal reconocimiento, ni tal dialéctica entre lo sensible autónomo (lo ideológico de Marchán) y el ser. Por no cumplir con las expectativas esteticistas de Marchán, a éste le parece que la teoría de la apropiación sensible de Marx es «rudimentaria»[2]. El cotejo de Marchán, donde vemos a un Marx que repite las ideas de Feuerbach, pierde de vista lo importante. Marx confronta estas ideas con la unidad recíproca, con el ser o el producir del hombre vivo, no con el hombre filosófico de Feuerbach. La diferencia es abismal, no es cuestión de matices. Por eso, la sensibilidad estética de la que habla Marchán no le lleva a la posición de Marx, sino que lo aleja por completo[3].