viernes, noviembre 24, 2023

Ideas Arquitecturadas cumple hoy 18 años de publicaciones

POR MARIO ROSALDO



Aunque en Ideas Arquitecturadas estudiamos autores y obras lo mismo del siglo XX que del XIX, no hemos dejado de estar atentos al desarrollo de la crítica del siglo XXI. Hay ciertamente algunos autores recientes, que llaman nuestra atención, no para convertirnos en sus devotos e incondicionales seguidores, sino para estudiarlos imparcialmente, objetivamente, esto es, para confrontar sus ideas con la realidad social que dicen tomar en cuenta, no sólo para averiguar si son congruentes o no con ella, sino también para establecer el alcance de sus propuestas, si se quedan en el discurso o si aspiran a soluciones prácticas, realizables. A continuación apuntamos algunas de las ideas que nuestro encuentro con ellos ha suscitado. Omitimos nombres y títulos de libros para hacer más ágil la lectura, de por sí demandante para quienes no están familiarizados con el tema.


La conjunción crítica imaginaria


Ya hemos visto antes que, en la bibliografía de crítica de arquitectura de los años recientes, de cuando en cuando se retoman las viejas discusiones que en otras épocas animaban a los círculos de críticos literarios y artísticos, para reformularlas con presuntos «nuevos términos» o para estudiarlas con supuestos «nuevos enfoques», inspirados unas veces en los descubrimientos del campo matemático-tecnológico, otras en el discurso de la filosofía «neorrealista», aquélla que propone transformar la realidad mediante las palabras y sus arbitrarias redefiniciones o mediante la deseada «nueva conciencia» que en teoría tales «novedades semánticas» debieran suscitar. No es desconocida, pues, la percepción de que las actuales propuestas —presumiblemente más críticas que las anteriores— manifiestan las mismas limitaciones de los viejos enfoques y esquemas de la investigación en torno del hombre, de su sociedad y de su cultura, independientemente de que sean monistas, dualistas o pluralistas. Ni es inédita la solución que se ha dado a tales limitaciones tradicionales en el campo de las artes y de las humanidades. Por lo contrario, se ha difundido ahí durante mucho tiempo, de manera lenta, pero continua, la creencia de que las posiciones ambiguas son mejores que las claramente partidarias o contradictorias. Se ha promovido con ello, no sólo la disolución simbólica de las fronteras entre lo físico y lo metafísico, entre el método experimental y los juicios de valor, entre la crítica de lo real y la interpretación subjetiva, etc., etc., ni sólo la identificación del concepto con la existencia material misma, sino también el reemplazo de la una por el otro. Y aunque no son las únicas ideas y posiciones que se defienden en este campo, el efecto de la promoción académica, editorial y mediática, o cultural, nos hace creer que son las que más influencia han tenido debido al respaldo institucional directo e indirecto que habrían recibido a lo largo de por lo menos un siglo. Pero, el hecho de que entre los arquitectos y otros profesionales del arte y las humanidades no se haya dejado de manifestar la exigencia de un hacer y un pensar preferiblemente práctico, en el sentido de provechoso y realizable, no-metafísico, no-retórico, nos convence de que ésta es la verdadera influencia dominante y no la otra. No podemos decir que la reiterada exigencia a favor de lo técnico y lo materialmente productivo sea un simple rezago de la llamada «actualización» de la teoría y la práctica, que se ha llevado a cabo en las instituciones públicas y privadas desde por lo menos la segunda mitad del siglo XIX, porque incluso los planes de estudio más actuales tampoco han podido deshacerse completamente de ella. Sin embargo, sería exagerado afirmar que es una resistencia más o menos consciente a los cambios de forma o aparenciales que impulsa el discurso «posmoderno», o «transmoderno», de los filósofos considerados —en especial por algunos universitarios— como autoridades indiscutibles en la materia, porque no todos los representantes de las artes y las humanidades, que respaldan la exigencia con regular frecuencia, coinciden en su apreciación. Es decir, mientras que unos se encierran en el laconismo y el mutismo, como formas de protesta o de simple indiferencia, otros prefieren creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que los conflictos se irán superando con el transcurrir de los años, o que no resta sino preocuparse exclusivamente de uno mismo o, por lo contrario, sostienen ufanos que la oposición ya tradicional a la «teorización» o a la «intelectualización» del problema social es la comprobación empírica de que la realidad no se deja atrapar por frases ocasionalmente de moda como «ambigua y confusa», o «compleja y contradictoria». Sin que falten desde luego quienes ven con diversos grados de claridad —en lo teórico y en lo práctico— que la descripción y la explicación de la realidad no sólo obedece al método científico, ni sólo a las figuras de la retórica, sino también a los intereses individuales y colectivos, que inevitablemente entran en juego en toda lucha por el poder económico, político y moral.

miércoles, noviembre 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 22

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


El pasaje anterior de la exposición de Lukács nos ha llevado directamente a la discusión de lo que éste considera el problema de la teoría y la práctica, pero como una pretendida intervención de Schelling para desviar el desarrollo histórico de su correcta solución. Sujeto a la visión dialéctica del progresismo, Lukács considera necesario o natural que las contradicciones vayan siendo sustituidas continuamente y de modo irreversible por las nuevas etapas del desarrollo, de ahí que no conciba en ningún momento que los opuestos filosóficos, que representaban en su tiempo Schelling y Hegel, puedan coexistir en el siglo XX. Para Lukács, ubicado en los años 1940-1950, Schelling ya había sido superado y sepultado de una vez y para siempre por Hegel, del mismo modo en que éste lo había sido, por lo menos en sus aspectos más idealistas, por Feuerbach, Engels y Marx; o como la producción feudal había sido superada y sepultada definitivamente por la producción capitalista. Aunque Lukács se empeña en convencernos de esto, los hechos históricos demuestran que está equivocado: las contradicciones tanto teóricas (filosóficas, morales y religiosas) como prácticas (económicas y políticas), no sólo se dieron en el siglo XIX o a principios del XX, sino que se manifestaron constantemente a lo largo de todo el siglo pasado —y desde luego desde el arranque de este nuestro siglo XXI— sujetas a los intereses de los grupos en permanente pugna; el panorama deja de ser nítido y se enturbia en especial en las épocas de crisis hasta el punto de confundir a cualquiera, o casi a cualquiera, pero las contradicciones sociales no desaparecen en ningún momento. Una cosa es la visión filosófica marxista-leninista de la Aufhebung hegeliana, según la cual la superación es al mismo tiempo conservación de los contrarios y otra muy distinta la realidad: las múltiples contradicciones individuales y colectivas no desaparecen con tan sólo evocar la teoría o asegurar que se combate con ella; la lección histórica sigue siendo que, sin transformaciones reales, todo sigue igual o empeora. Asido a este esquema progresista, Lukács resume su pasaje diciendo que si «tomamos estas formulaciones en su simple generalidad abstracta, no cabe duda de que Schelling muestra, en ellos, cierto vislumbre de la verdadera crisis filosófica de su tiempo»[1]. Pero —presume— esta misma «generalidad abstracta» habría hecho que Schelling percibiera «vagamente que es en la prioridad del ser sobre el pensamiento, en la práctica como criterio de la teoría, donde se halla la clave para la solución de sus problemas»[2]. Es decir, Schelling habría estado todavía lejos de ver las cosas con la claridad que sólo podía permitirle un punto de vista que no fuera el suyo, sino uno de tipo científico o materialista, como el punto de vista marxista-leninista de esos años 1950; lo que es igual a decir que si Schelling en vez de idealista hubiese sido materialista y revolucionario —acaso, si Schelling no hubiese sido Schelling—, la claridad habría estado a su completo alcance. Para Lukács, la razón por la que Schelling no puede ir más allá de esa «generalidad abstracta», de esa percepción vaga, de tal mero vislumbre, es su propia intención política, a saber: dar «certeramente en el blanco de las verdaderas flaquezas idealistas de la filosofía hegeliana [die wirklichen idealistischen Schwächen der Hegelschen Philosophie[3], antes que elaborar una verdadera filosofía del conocimiento fundada en la práctica, no en el pensamiento contemplativo. El objetivo político schellingiano, que según Lukács «es lo característico del nacimiento de toda filosofía irracional llamada a influir históricamente»[4], habría sido «desviar la trayectoria de aquel paso hacia adelante que la filosofía de su tiempo se disponía a dar», para evitar que el contenido se renovara y se volviese social y naciera una «filosofía dialéctica capaz de expresarlo adecuadamente»[5]. El Schelling lukacsiano habría deseado que la filosofía desembocara por lo contrario «en una mística irracionalista a tono con las miras sociales y políticas de la reacción», lo que habría estado de acuerdo «con las exigencias de su tiempo»[6]. Así, pues, tenemos que este Schelling no sólo rompe con su filosofía juvenil, sino que además es víctima de sus circunstancias, se ve llevado y traído por las corrientes dominantes de su tiempo, por las exigencias reaccionarias de que todo vuelva a ser como antes de la aparición de la producción capitalista. A este Schelling, no le queda más que aprovechar la ocasión para volver al interés del público y conseguir si es posible un lugar distinguido en la historia de la filosofía.