sábado, marzo 30, 2013

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Octava parte)

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN 25 DE JULIO DE 2013




Acevedo concluye su exposición elocuente sobre la edad del arte gótico invitando a sus escuchas a imaginar con emoción el poderoso empuje y el amplio alcance que había tenido el nuevo tipo arquitectónico. No sólo se había difundido el arte gótico por toda Francia, sino que también lo había hecho por toda Inglaterra, Alemania, Flandes y España, y había penetrado en la misma Italia, el país donde todavía en la Edad Media se podía admirar las ruinas de la, en otros tiempos, fastuosa arquitectura civil romana, es decir, las ruinas de uno de los viejos tipos arquitectónicos. En esa Italia, aparentemente tan ajena a las preocupaciones de los hombres de los bosques umbríos del norte, de los creadores del arte gótico, un etrusco había concebido y realizado una obra, un monumento, que venía a ser una de las «piedras angulares de la belleza»[1]: el Campanile de Giotto. La empresa que compartían estas naciones europeas, edificando catedrales y ciudades enteras bajo las nuevas formas de arte, era movida ante todo, nos dice Acevedo, por el sentir de la comunidad, de la colectividad, de su vida misma. Este arte alentaba, por tanto, la unidad espiritual, la unidad universal, a partir de la fusión del artista y el pueblo, de la suma de «un enjambre de voluntades rampantes»[2], en la cual el anonimato era sólo la manera de renunciar a la separación; esto es, de hacer posible la armonía universal, la unión verdadera —fundamental— entre los individuos y el fin superior, el fin no material. El trabajo colectivo y anónimo aseguraba esta incorporación a la empresa y a la consecución no de la edificación en sí del monumento, sino del fin, de la aspiración colectiva, la aspiración a una vida espiritual, a traspasar «el círculo celeste, en donde las cigüeñas giran y giran infatigablemente»[3].