lunes, noviembre 24, 2025

La crítica de arquitectura y el debate público

POR MARIO ROSALDO




Como mensaje del vigésimo aniversario de Ideas Arquitecturadas, presentamos este ensayito sobre dos temas colindantes y hasta cierto punto complementarios. Esperamos que su tratamiento resulte novedoso, no sólo para quienes nos leen por primera vez, sino también para quienes nos leen con la regularidad del lector atento e interesado.

Por lo general, la gente considera sabido y entendido qué es la crítica de arquitectura o qué es el debate público, pues no necesita profundizar en ello para resolver sus tareas cotidianas, ni necesita explicarle puntualmente a nadie qué es lo que piensa sobre esos dos temas. Pero, para alguien que practica la crítica de arquitectura, la crítica de arte o la crítica en general, la cosa es diferente; esta persona sí tiene que explorar detenidamente las implicaciones de uno u otro término para discutir con bases firmes sobre la permanencia o el cambio del curso del debate, sobre la adopción o el abandono de posiciones retardatarias o avanzadas, o sobre la validez de una visión idealizada del mundo o de otra más bien realista.



LA CRÍTICA DE ARQUITECTURA Y EL DEBATE PÚBLICO


La retrospectiva siempre es engañosa, no sólo nos hace creer que la historia es lineal y con un origen único en la Antigüedad Clásica, sino que también nos limita a pensar en términos griegos, latinos o conceptos de alguna otra lengua europea. De esta forma es fácil deducir que la crítica se originó con Tucídides y Aristófanes en Grecia, o que con Aristóteles se instrumentó como lógica, o que con Kant se consolidó como alternativa epistemológica al método experimental de las ciencias naturales o como técnica moderna de investigación propiamente filosófica, o que, más cerca, en nuestra época, otro germano descubrió —con la crítica al realismo— que el límite de todo lenguaje personal o subjetivo es el objeto real, el mundo real, etc., etc. Además de distorsionar la historia creyendo que todo se reduce a pensar y escribir —o a filosofar— a la manera occidental, se defiende la tesis de que las palabras de prácticamente cualquier lenguaje dan vida al mundo al establecer su significado o sentido, y se rechaza que éste o aquéllas se originan invariablemente a partir del esfuerzo individual y colectivo (social) de transformación y determinación subjetiva y objetiva de una realidad y una época específica. Eso equivale a sostener que la «experiencia» de los distintos pueblos del mundo carece de la misma importancia que, en cambio, tiene la «experiencia» de los países más dominantes porque —supuestamente— aquéllos «heredan pacíficamente» de éstos, a través de las circunstancias, el destino o la ley del más fuerte, el conocimiento y la civilización de Occidente; no de las habilidades que tales pueblos habían alcanzado con autosuficiencia antes de la expansión europeo-occidental. La verdad histórica es muy distinta, nada depende de la «experiencia» en tanto concepto de origen griego, ni en tanto palabra perteneciente a los diversos lenguajes derivados del latín, ni de las lenguas germanas o eslavas, sino que todo tiene que ver más bien con las capacidades físicas y espirituales (intelectuales) de cada ser humano. Este ser humano ha trabajado y producido medios sustentables de vida en las diferentes regiones del mundo, en primer lugar para la preservación y continuidad de las actividades individuales y comunitarias, o personales y sociales y, sólo después, para el intercambio, el trueque o el comercio. Sin producción de medios sustentables de vida y técnicas para emplearlos no hay intercambio. Los seres humanos se han asentado en todas partes para poder criar animales o cultivar y cosechar cereales, frutas o vegetales. Han aprendido a producir derivados de la leche y de los granos. Han seleccionado lo que es benéfico para la alimentación y lo que no, lo que es útil y debe conservarse y lo que no. Han ordenado, almacenado y llevado la cuenta de toda su producción. En todas las latitudes, el género humano ha perfeccionado gradualmente los sistemas para incrementar la producción y conservación de alimentos. Ha inventado señales, signos, elementos gráficos o pictóricos, una numeración y hasta un lenguaje para mantener a salvo las técnicas de producción y el recuerdo de cómo hacer las cosas de un modo efectivo y seguro para el grupo. Ha aprendido a transmitir a su descendencia los procedimientos relacionados con la producción y la supervivencia como especie y como organización social. Ello comprende la regulación del comportamiento individual y colectivo mediante códigos, leyes y restricciones, para facilitar la unidad en la consecución de objetivos comunes. Todo este trabajo, todo este esfuerzo individual y colectivo, y todos los acontecimientos concretos y abstractos consecuentes, son eso que llamamos experiencia, no es sólo el conocimiento aislado de la práctica, y menos aquel conocimiento científico-natural que presuntamente pertenece a un exclusivo puñado de países. La experiencia es humanagenérica—, no solo europea, no solo burguesa, no solo capitalista. Los conceptos o las palabras de los distintos idiomas, que remiten a la experiencia de cada individuo y de cada grupo social, son resultado de un largo proceso histórico de asimilación y difusión en el que hemos evolucionado, lo mismo como seres independientes que como el conjunto de ellos, como especie humana, a través de nuestras actividades físicas e intelectuales relacionadas simultáneamente con la supervivencia y con la producción de medios sustentables de vida. No han sido pues los puros conceptos los que han ocasionado nuestras múltiples acciones —que van desde la observación y la experimentación hasta la deducción y la inducción—, sino, todo lo contrario, aquéllos han surgido y han cobrado importancia gracias a éstas. Por eso, las respuestas en torno de la supuesta crisis actual de la crítica de arquitectura no se encuentran en las raíces etimológicas del término griego, ni en las definiciones académicas y filosóficas que algunos presentan como contundentes pruebas argumentales para zanjar de una vez por todas el supuesto problema de su significado lógico y universal, o para proponer un presunto nuevo método de análisis y diseño en el que todo queda asumido y comprendido en forma absurda y esquemática con frases vanas. No estamos ante una cuestión de definiciones interminables de palabras, ni de deslumbrantes referencias bibliográficas, porque el problema no es qué debemos entender por crítica, sino qué es lo que queremos solucionar o transformar de manera cierta, real. Agregarle adjetivos o prefijos al mero concepto de crítica tampoco hace que su experiencia y su uso sean más eficientes, ni más precisos: «crítica dialéctica», «crítica operativa», «crítica inmanente», «pos-crítica», «trans-crítica», etc., etc. Así, sólo se da vueltas al asunto, sin jamás entrar de lleno en el fondo del problema real que nos incumbe. Hace falta dejar de pensar en los estrechos términos empírico-racionalistas de la filosofía occidental, en particular, de aquella filosofía subjetivista y proclive a las falsas apariencias, que aduciendo ser ambigua, compleja e incluyente reduce la existencia real de los seres y las cosas a los puros significados «múltiples», «multivalentes», «plurales», «tangenciales» de las palabras, de los conceptos, de las categorías y del discurso en general, significados que, en los hechos, son interpretaciones vacías, aisladas o metafísicas, cuando no caprichosas, parciales o tendenciosas. Es decir, que no remiten a la realidad física, sino a las rebuscadas disquisiciones de los arquitectos filosofantes, a sus etéreas elucubraciones, a sus personales gustos e intereses, quienes, en compañía de sus fuentes acreditadas institucionalmente, nos quieren convencer de que nada existe fuera del poder de la arbitrariedad y de la simulación, o de la falsificación; poder con el que incluso el peor «de los mundos posibles» se convierte de repente —por arte de magia o por un simple acto de prestidigitación— en el mejor de ellos.

miércoles, noviembre 12, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia VI/VI

POR MARIO ROSALDO



Una de las propuestas hechas a los arquitectos modernos y contemporáneos, empeñados en ser realistas respecto a la solución de los problemas que les atañen, directa e indirectamente, es la elección de una consideración intermedia: o bien ir por la vía del eclecticismo, o bien por la del pragmatismo. En el primer caso, se busca elegir lo mejor de dos mundos, de dos extremos, o de dos posibilidades, en principio irreconciliables. En el segundo caso, la idea es elegir lo que es más eficiente, más efectivo, o más funcional, sin perder el tiempo en los aspectos filosóficos, ni morales. Estas dos tendencias del pasado se han vertido, por separado o combinadas, en las teorías más recientes de la interpretación filosófica y literaria, que ha influido deliberadamente en la crítica de arquitectura actual, pues mientras algunos arquitectos contemporáneos entienden que el interpretar subjetivamente los textos de las fuentes clásicas da amplio margen para introducir ideas propias, ideas que son válidas sólo para ellos; otros entienden contrariamente que todo trabajo creativo es en esencia conceptual, es decir, que por lo común arranca a partir de una base conceptual clara y convincente, por lo que se justifica acudir a las teorías sociológicas y psicológicas que exploran el análisis lingüístico, o incluso a las que únicamente se limitan a explicar y resolver de modo metafórico, simbólico, el problema de la interpretación del discurso. Pocos son los arquitectos contemporáneos que cuestionan la supuesta novedad de las teorías que intentan conciliar los extremos, la diversidad, etc., frecuentemente dan por hecho que esas teorías hablan con una verdad irrefutable, que han descubierto áreas completamente inexploradas del conocimiento, o que han sido capaces de actualizar o renovar, y desde luego superar, los viejos pensamientos en las que se inspiran. Proceden así por falta de tiempo, por abrazar abiertamente el subjetivismo, o por suponer que todo mundo entiende que un autor de cualquier disciplina trabaja siempre con términos provisionales, hipotéticos, no definitivos, ni absolutos. Pero incluso en esta aparente mayoría, hay quienes se consideran realistas o no teoricistas, ni exageradamente fantasiosos; quienes no confían a ciegas en las ideas de los filósofos, los humanistas o los empiristas, porque saben que éstos pueden estar equivocados, o que se guían más por prejuicios económicos y políticos que por pruebas empíricamente corroborables. Este saber no impide que ellos construyan críticas y teorías arquitectónicas apoyados en esas mismas ideas precarias pues las tratan como fundamentos relativamente sólidos, o no definitivos. A veces los arquitectos que proceden así olvidan enfatizar ese carácter provisional o tentativo de sus escritos; otras, son sus seguidores e intérpretes los que dan por sentado que están frente a una verdad irrefutable. No está de más recordar que, pese a la aparente popularidad de estas presuntas soluciones ambiguas, mixtas, multivalentes o polifónicas, los extremos u opuestos continúan manifestándose en la realidad, porque no son un invento de la mente humana, sino que forman parte de nuestra naturaleza y de nuestra organización social. A continuación, pues, vamos a trazar un rápido bosquejo para siquiera entrever cómo se han dado o cómo han influido en la historia de la arquitectura moderna y contemporánea tanto las contradicciones sociales, que son reales, como las teorías de la conciliación o de la anulación de estas contradicciones sociales, teorías que son, a decir verdad, más supuestas, imaginarias, ilusorias o quiméricas que reales. De entrada digamos que el primer momento de esta tendencia conciliadora moderna o «vía conciliatoria», es el debate o la querella de los antiguos y los modernos, que tiene lugar en Francia, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVII, pues en ella se discuten ya las relaciones que pueden y deben haber entre el arte y la ciencia moderna. El segundo momento es el de la Enciclopedia y la Ilustración, que tiene lugar en Inglaterra y en Francia durante el siglo XVIII, empresa y época que hablan de las relaciones entre las artes y las ciencias clásicas y las ciencias modernas. El tercer momento se da con la reformulación de las ciencias humanas, que en Alemania —antes y después de Wilhelm Dilthey— se llaman ciencias del espíritu. Dilthey quiere establecer unas ciencias propias del conocimiento humanista en general, independientes, pero no del todo alejadas de las ciencias naturales. Así, el último y más reciente momento de estas teorías de la conciliación o la «vía conciliatoria» es el que vivimos hoy día —en diferentes países del mundo— con las teorías de la complejidad, la diversidad, la inclusión, etc., etc. Dicho lo anterior, pasemos al asunto.

lunes, septiembre 01, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia V/VI

POR MARIO ROSALDO



Así como las expresiones «arquitecto moderno» y «arquitectura moderna» se usaron en Europa durante los siglos XVII, XVIII y XIX, es decir, mucho antes de que se asociaran específicamente con la nueva arquitectura impulsada por la Bauhaus, Le Corbusier, Theo van Doesburg y otros, así también la expresión «movimiento moderno» se usó frecuentemente a lo largo del siglo XIX en diferentes ámbitos, ya sea económicos y políticos, ya religiosos y literarios. En esos tres siglos «moderno» se empleaba en oposición a «antiguo», era por lo tanto sinónimo de «contemporáneo», «reciente» y «actual», pero luego el significado decimonónico de «moderno» se hizo impreciso, pues comenzó a decirse que algo «antiguo» también podía ser «moderno» en su aplicación técnica o en su renovación. En la segunda mitad del siglo XIX, la expresión «movimiento moderno» tenía por un lado un uso vinculado estrechamente con la filosofía y la religión, que intentaban fortalecer sus posiciones frente al liberalismo y el empirismo contenidos en dicho «movimiento», y por el otro un uso más propio de la historia y la crítica de la poesía, la literatura y el arte (música, pintura y arquitectura), que volvía a oponer lo «antiguo» a lo «moderno», devolviendo a este último el sentido clásico de «contemporáneo», «reciente» y «actual». No es sino hasta la primera mitad del siglo XX que las expresiones arquitecto moderno, arquitectura moderna y Movimiento Moderno se van a precisar y se van a relacionar directamente con la teoría y la práctica de los arquitectos centroeuropeos, en particular, a través del libro de 1936 de Nikolaus Pevsner: Pioneers of the Modern Movement from William Morris to Walter Gropius. Por eso la reacción autodenominada Post-Moderna de las décadas de los 1950, 1960 y 1970 no pierde el tiempo explicando a cuál Movimiento Moderno o a cuál arquitectura moderna se refiere. Algo semejante sucede con las expresiones «arquitectura contemporánea» o «arquitectura actual» y «arquitecto contemporáneo» o «arquitecto actual», que se usaron ocasionalmente en el siglo XVIII y con mayor frecuencia en el siglo XIX. El adjetivo «contemporáneo» o «actual» tenía y tiene hasta la fecha un doble uso, el de señalar que algunas cosas o algunas personas coexisten en el tiempo, y el de destacar que las unas o las otras corresponden a la época vigente o en curso. Las expresiones y los términos, pues, nunca fueron una pura invención al vuelo de la pluma de Pevsner, ni de los historiadores de arquitectura que le siguieron, como algunos de los llamados Post-Modernos han querido hacer creer. Fueron y son el producto de la experiencia social, del proceso histórico de transformación social. En otras palabras, son conceptos con los que distintos grupos sociales intentaron describir y explicar la vigorosa realidad concreta, específica, en que vivían relacionándose entre ellos y ajustándose a los continuos cambios que las relaciones y la realidad experimentaban. No podía ser de otro modo, pues no es la realidad la que tiene que coincidir exactamente con los conceptos —como algunos supuestos pensadores o aspirantes a intelectuales dicen hoy día despreocupadamente—, sino éstos con aquélla. Para cualquier realista, lo que importa no son los términos con los que se puede nombrar o conceptuar una cosa, sino la cosa misma, el objeto en sí, y si este objeto es real o ficticio. He ahí el por qué los arquitectos realistas asumen este vocabulario sin ninguna inquietud. Además, como realistas, no aspiran en ningún momento a querer transformar el mundo de la arquitectura con las puras palabras y menos con un repertorio conceptual que sólo parezca nuevo sin serlo en efecto. No es muy diferente cuando se trata de arquitectos que oscilan entre el realismo y la fantasía o que son francamente fantasiosos, aunque en un inicio —y siguiendo a los filósofos y a los literatos de moda— estos arquitectos pueden mirar ese mundo arquitectónico como un discurso permanente, como una interminable narración, al final el realismo latente se manifiesta en ellos y se impone a la idealización poética de la vida. Así, dentro y fuera del Movimiento Moderno, hubieron modas, estilos, etiquetas, expresiones y términos como «brutalismo» y «regionalismo», que hicieron época, pero que no pudieron reemplazarlo, ni relegarlo al olvido, haya sido o no esta su primera intención, porque su validez de forma y contenido no dependía de la voluntad ni del interés momentáneos de un individuo o de un grupo poderoso e influyente, sino de su continua corroboración como producto social, como respuesta congruente a problemas reales, no a caprichos, no a deseos íntimos o personales, ni a afanes meramente protagonistas. Los arquitectos puramente fantasiosos, pero también los arquitectos más realistas, adoptaron por un tiempo las modas. Muy pocos permanecieron en ellas después de su desaparición, la mayoría las abandonó y volvió al centro del problema que planteaba la corriente integralista u orgánica del Movimiento Moderno: hacer una arquitectura acorde a la sociedad industrial y capitalista, pero también humanizar las ciudades y las casas para contrarrestar el utilitarismo siempre creciente de la vida burguesa.

martes, julio 01, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia IV/VI

POR MARIO ROSALDO



Más que el contraste entre una tendencia al realismo y otra a la libre fantasía, que se manifiesta en los arquitectos contemporáneos durante todo el siglo pasado y el primer cuarto del actual, es la continuidad de ambas lo que permite suponer que sus más directos predecesores, a los que aquí llamamos arquitectos modernos, habrían experimentado algo muy parecido en la sociedad capitalista del siglo XIX, pues cada una de esas mencionadas tendencias tiene raíces que incluso llegan hasta la sociedad señorial o feudal. Desde luego que es el mayor o menor peso, que cada una de las dos tendencias tiene en la formación universitaria o politécnica de los arquitectos modernos y contemporáneos, el que contribuye a que éstos visualicen su propia actividad como predominantemente artística, poética, técnica o científica. Debe observarse, sin embargo, que esta variación en los pesos o la importancia del realismo y la libre fantasía a lo largo de la formación académica y técnica y durante la práctica profesional de estos arquitectos, no se da en una imaginaria autonomía absoluta, ni individual, ni gremial, sino en las condiciones materiales de vida o, más sencillamente, en las condiciones sociales, que ciertamente son muy cambiantes y contradictorias, no sólo a través de las distintas épocas, ni sólo a través de las generaciones, sino incluso en períodos de tiempo muy breves. De modo que, cuando los arquitectos modernos y contemporáneos enfrentan la realidad por simple necesidad o le dan la espalda por elección propia, en apariencia no hacen más que repetir lo que otros han venido haciendo. Sin embargo, como hemos expuesto en otra parte, ni siquiera en la misma generación de arquitectos se percibe una sola realidad, ni se coincide en una sola elección. Se sabe por experiencia, esto es, por la observación de nuestro propio comportamiento generacional y del de las generaciones más cercanas, que las distintas etapas de la formación no influyen en los individuos ni con igual profundidad, ni con igual intensidad, es más bien una influencia heterogénea, muy dispar. Además tenemos que, mientras algunos de estos individuos desde un inicio parecen sumergirse completamente y de buena gana en la educación, otros se resisten por mucho tiempo a ser formados por ella, acaso para poner a salvo de la rutinaria modelación profesoral esa parte de su ser y de su pensar que consideran más íntima o más natural y espontánea. Aunque la disidencia parece una posibilidad mayor para los segundos, en los hechos ocurre que entre los primeros también surgen diversos grados de rechazo al estándar que la educación institucional impone en cada época, o que entre los segundos se termine por aceptar como bienhechora la influencia contra la que tanto lucharon. Unos y otros pueden asumir posiciones extremas o centrales, ya porque se oponen a esa imposición, ya porque se identifican a primera vista con propuestas educativas anteriores o que a su juicio personal podrían funcionar mejor. Esto significa que los arquitectos en general no siempre tienen claro el por qué abrazan una causa u otra, o por qué prefieren mantenerse al margen de toda elección, pero reconocen las ventajas de los motivos económicos como el pertenecer a un grupo social relativamente dominante, incluso si no los hacen sus propios motivos. Hay en efecto muchas razones para adherirse a las tendencias en sus formas aisladas y contrapuestas entre sí, o en sus mezclas arbitrarias e incongruentes, pero todas pasan por la actitud que se asume respecto a las condiciones sociales que hay que enfrentar. Como veremos en seguida, entre los arquitectos modernos se distinguen en especial quienes intentan aceptar las condiciones tal como las reciben, sin oposición alguna, sin reservas, y por supuesto quienes piensan y expresan abiertamente que deberían cambiarse lo suficiente como para poder vivir de una manera más satisfactoria, si no para todos por lo menos para una mayoría, real o aparente. En comparación con los modernos, son muy contados los arquitectos contemporáneos que exigen condiciones sociales completamente nuevas o que, por lo contrario, instigan a deshacerse de ellas refugiándose en un razonamiento libre de impurezas empíricas. Estas diferentes actitudes de los arquitectos contemporáneos ante las condiciones materiales de vida también se relacionan estrechamente con la percepción que tengan de sí mismos como poetas, artistas, técnicos o científicos, a saber, si ven las cosas separando rígidamente las actividades de los individuos en intuitivo-abstractas y empírico-concretas, o, si por lo contrario, las combinan para encontrar un justo medio, a veces más ideal que real. Tales procedimientos ocurren sobre todo en el campo de la práctica, con el apoyo mínimo en alguna teoría de moda, o que estuvo de moda en una época anterior a la propia y de la cual se tuvo noticia casi por azar. Los arquitectos contemporáneos no buscan descifrar en qué consisten las condiciones sociales, si ésta es una expresión conceptual corroborable en la realidad o si es sólo un invento teórico meramente simbólico e irreal, una presunta formulación objetiva difundida por las ciencias sociales, y por lo tanto prescindible para los que se oponen al determinismo materialista o a la injerencia de estas ciencias en el arte. Tampoco buscan poner a prueba todos los conceptos que se manejan a diario y que se consideran más como formas fijas y cerradas que como objetos de crítica o confrontación y en permanente evolución por su conexión con el movimiento real. No se preguntan si perdieron o no interés por la transformación social, ni por qué los arquitectos modernos estuvieron de algún modo interesados en esa transformación de las condiciones materiales de vida. Las respuestas realistas de los arquitectos contemporáneos van, desde la afirmación de que se trata de dos épocas muy diferentes, por lo cual nada hay que les obligue hoy a retomar viejos ideales, hasta la de que todos los intentos previos o modernos sólo merecen ser replanteados en sus aspectos más prácticos o en los de su más probada validez.

jueves, mayo 01, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia III/VI

POR MARIO ROSALDO



Hoy día muy pocos arquitectos ven en la añeja autonomía del arte la salida a la supuesta o comprobada falta de libertad en la consumación de sus proyectos o diseños, pero, de un modo u otro, la mayoría sigue considerando que su actividad creativa es propia de un selecto grupo de personas, de aquellos que, o bien han nacido con todas sus habilidades artísticas, o bien las han desarrollado casi por cuenta propia en determinada etapa de sus vidas, cultivando acertadamente su gusto o inclinación por las formas bellas. No se plantean la asociación del arte y la libertad como un problema ni filosófico, ni científico, mucho menos moral. Para ellos, la profunda relación entre uno y otra es más que evidente; basta reconocer que sólo se puede crear algo nuevo si se prescinde por unas horas de toda restricción física y emocional, es decir, si durante el proceso creativo se consigue abstraerse de las necesidades más apremiantes y si conjuntamente se rompe el círculo vicioso de las viejas ideas dominantes en el arte y la arquitectura. Este desplazamiento de la libertad absoluta a la libertad de los momentos creativos impide que los arquitectos se extravíen en las eternas discusiones en torno del arte, pues pasan inmediatamente de una pura idealización a una solución más bien práctica, precisión que exige la naturaleza de su oficio, cuando la obra arquitectónica no se reduce a la mera propuesta gráfica, sino que también incluye su construcción real y cabal. Igualmente, aunque se declaran de acuerdo con la idea de que debería haber un equilibrio entre ciudad y naturaleza, entre vivienda y medio ambiente, que la vida natural merece y demanda respeto y protección, los arquitectos raramente discuten acerca de la naturaleza humana, si se es libre por naturaleza, o si se nace irremediablemente determinado por nuestras condiciones sociales. Para ellos, como para prácticamente cualquier otro gremio, lo evidente es que se responda a las necesidades sociales, no a las naturales, pues lo común y corriente es que se actúe de acuerdo a los derechos y obligaciones que se han ganado con la formación profesional, o que se han perdido por no contar con ella. Esta es desde luego la división social del trabajo, que determina quién tiene el privilegio de combinar las actividades físicas e intelectuales, quien puede ser sólo un intelectual y quién debe dedicarse exclusivamente a tareas físicas. Los arquitectos se centran en los problemas urbanos y de vivienda, lo mismo para establecer el programa arquitectónico de la obra a construir que para apelar a esas horas de libertad creativa del proyectista o diseñador, en primer lugar porque —aun queriéndolo— no podrían demostrar en los hechos que la división social del trabajo mantiene escindida y oprimida la verdadera naturaleza humana y, en segundo lugar, porque esa discusión sumamente abstracta, que exige técnicas discursivas, retóricas o argumentativas, que por lo común escapan a su campo específico de trabajo y conocimiento, no les conduce directamente a soluciones arquitectónicas aplicables en la realidad acuciante de la ciudad y su construcción, donde todo se mueve a causa de la economía y la política, no de las teorías humanistas, ni revolucionarias. En otras palabras, los arquitectos no se plantean los problemas que podrían ser de las ciencias sociales o de la filosofía, no porque no se interesen en ellos, no porque no se sientan capaces de emprender una detenida y profunda investigación al respecto, no porque no deseen cambiar gradual o abruptamente el orden establecido, sino porque están muy conscientes de que ellos solos no pueden dar respuestas definitivas a estos problemas existenciales y económico-políticos, que ellos más bien necesitan enfrentar esa parte de la realidad que, como arquitectos, les toca entender y resolver. Y este trabajo especializado puede ocurrir de manera individual o colectiva, esto es, con la participación de una sola firma de arquitectos o de varias de ellas; o también en coordinación con otros grupos de profesionales pertenecientes a las distintas ramas de la producción y del conocimiento humano y social. La mayor o menor incidencia en lo urbano-habitacional dependerá no sólo de la eficacia de los arquitectos en la compresión de tal fragmento de la realidad y en la objetivación tipificada y especificada de sus propuestas, ni sólo de la cabal integración de los diversos esfuerzos, si se trata de un trabajo colectivo o interprofesional, sino también de los objetivos e intereses de los políticos y los inversionistas, quienes suelen ser los contratantes, pues estos objetivos e intereses son los que al final decidirán si se persigue una solución de raíz del problema o si todo se reduce a una solución inmediata y superficial, o cuando mucho a una presunta primera etapa de una empresa que habrá de terminarse en un futuro no del todo determinado. Las pruebas de todo esto las encontramos en los libros que los arquitectos críticos han publicado en varios momentos de la historia reciente, aunque cada uno de ellos exponga las cosas en los términos con los que más las entiende, esto es, con ideas y palabras que no siempre discernimos todos en su completo alcance; en especial cuando los arquitectos críticos reducen al mínimo la comunicación oral o escrita, intentando hacer que las imágenes solas o los hechos desnudos hablen por sí mismos.

sábado, marzo 01, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia II/VI

POR MARIO ROSALDO



Aunque en nuestra exposición, por razones de método, que explicaremos un poco más adelante, vamos a diferenciar entre los arquitectos que han participado directamente en el presumible cuestionamiento empírico y lógico con el que se ha intentado minimizar la importancia de las aportaciones de la arquitectura nueva o moderna centroeuropea, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, los arquitectos que lo han retomado durante estos primeros veinte años del nuevo siglo y los arquitectos que —entonces y ahora— se han mantenido relativamente al margen de esta polémica, en esta parte inicial hablaremos especialmente de los últimos, porque, a pesar de que parecen representar a la mayoría, en la realidad resulta muy difícil separarlos de los otros. Se ignora hasta el momento cuál ha sido la verdadera influencia de esta mayoría aparentemente reacia al debate, a la teoría o a la crítica; si ha influido directamente o no en nuestra percepción del hecho arquitectónico de las distintas épocas y del presente; porque, si bien adoptó alguna vez la tipología moderna (organicista, integralista, cubista, futurista, constructivista, funcionalista, formalista, brutalista, internacionalista, regionalista, neobrutalista) o posmoderna, deconstructivista y pluralista, sólo como moda pasajera, esto es, sólo superficial y hasta arbitrariamente, ello no significa necesariamente que su efímera o apresurada participación a la larga no haya tenido ningún peso, ninguna consecuencia; pues ese negarse a comprometerse con movimiento arquitectónico alguno, ha terminado por consolidar esa práctica refractaria a todo lo que se asocie con la ciencia, con la filosofía o con el arte, para colocar en su lugar las ideas propias, los puntos de vista personales. Y este reforzamiento o esta consolidación es asimismo una toma de posición en el debate actual de la arquitectura, no obstante que esta mayoría prefiera creer lo contrario, que es una autoexclusión: nadie está al margen del sistema económico y político dominante por más que se quiera hacer abstracción continua de él y tampoco se está fuera por completo de las ideas dominantes o tendientes a dominar. Y menos si como representante de esta mayoría recibe cargos académicos, en la administración pública o en la iniciativa privada. Esta situación es exactamente igual cuando, también por método, queremos separar a los arquitectos que han ejercido la crítica de arquitectura en general y la crítica dirigida específicamente contra al movimiento moderno, para abogar por la vuelta al supuesto cauce original de la profesión o para defender la no menos supuesta novedad de las obras no sujetas a vetustos marcos conceptuales, de los arquitectos que no lo han hecho en ninguno de los dos sentidos mencionados, por no tener claro si la crítica de arquitectura es también un aspecto del trabajo profesional o, contrariamente, por estar convencidos de que el campo de la arquitectura se reduce al proyecto y la construcción. Para estos, la crítica en general es tarea de filósofos o de historiadores, pero no de arquitectos.

miércoles, enero 01, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia I/VI

POR MARIO ROSALDO




INTRODUCCIÓN


Fuera de las regulaciones orgánicas u oficiales del Estado, que por lo común obedecen a un proyecto de nación, esto es, a una política de desarrollo económico, en el diseño actual de ciudades y viviendas no parece haber ningún interés por sujetarse en la práctica a principios de arquitectura, en tanto reglas o leyes de arte, como se hacía en épocas anteriores a la irrupción de la arquitectura nueva o moderna de los años 1910-1920. En la actualidad, en lugar de estas reglas, que por su carácter preceptivo desaniman en especial a aquellos arquitectos que se conciben ellos mismos como artistas libres de todo condicionamiento, como creadores o diseñadores capaces de remontar cualquier obstáculo, tenemos métodos con los que se intenta determinar, ya no las necesidades físicas apremiantes de los habitantes de una ciudad o una casa, sino las formas geométricas más puras que pudieran ayudarles —psicológica o simbólicamente— a sentirse libres de tensiones y preocupaciones, a encontrar acaso la mayor satisfacción posible en la simple experimentación de la belleza circundante de los diversos materiales y de las audaces estructuras resueltas técnicamente con evidente maestría; es decir, ahora se piensa, más que en un espacio arquitectónico y urbano propicio para la convivencia, en la coincidencia enriquecedora de formas heterogéneas que por sí mismas debieran poder ayudarnos a expresar individualmente tanto nuestras emociones como nuestras aspiraciones. En general no parece hacer falta ya la elección única o combinada de los órdenes griegos y las aportaciones romanas, ni, por lo tanto, de las reglas que los acompañan; en parte porque estas reglas, casi inmediatamente después de Vasari, a partir del siglo XVII, se volvieron académicas, o lo que es lo mismo, preceptivas u obligatorias en la enseñanza y en la práctica oficiales de los arquitectos, pero igualmente porque junto a su difusión se dio un fuerte rechazo a su carácter impositivo, reacción antiacadémica que continuó hasta el siglo XIX e inicios del XX.

domingo, noviembre 24, 2024

Las tendencias actuales de la crítica de arquitectura

POR MARIO ROSALDO



Cuando nos conduce a un feliz evento, la marcha del tiempo nos parece, no inexorable, sino oportuna y propicia, pues ello significa que alcanzamos —con o sin problemas— los objetivos trazados, que redondeamos el trabajo justo a tiempo o incluso antes de lo planeado. Dentro de lo que cabe, ese es hoy el caso nuestro. Hemos podido terminar estudios cuya dilación era necesaria, por un lado porque había que criticar no sólo frases aisladas, sino ensayos completos, y por el otro porque un procedimiento de varios años y un resultado bastante extenso podría ahuyentar, si no a todos, a algunos de los que viven de plagiar a otros, para ahorrarse el esfuerzo de pensar y producir ideas por cuenta propia y, de paso, para ganarse un dinero, una aprobación o un reconocimiento que no se merecen.

En efecto, hoy cumplimos 19 años de haber iniciado el trabajo en Ideas Arquitecturadas, ojalá podamos seguir publicando unos años más. A continuación les compartimos algunas observaciones escritas a vuela máquina, como se decía antes de la computadora.



LAS TENDENCIAS ACTUALES DE LA CRÍTICA DE ARQUITECTURA


Leyendo algunas de las publicaciones editoriales de los tres últimos años (2022-2024), relacionadas directamente con la práctica profesional de los arquitectos o con la enseñanza en las escuelas de arquitectura, vemos que se tiende a evaluar el presente contrastándolo con el pasado, así se dice que hemos ido de una forma de hacer y pensar a otra que sería su contraparte o su mejora. Esto desde luego puede significar o bien que es algo afortunado porque es la superación de una práctica y una teoría indeseables desde el punto de vista estrictamente técnico y empírico, o bien que no lo es porque implica la pérdida de aspectos humanos que son irrenunciables para la arquitectura entendida como arte, o incluso como arte y ciencia. Este sería el caso de quienes ven que se ha perdido esa relación entre lo humano y lo racional para favorecer, en cambio, una práctica positivista o mecanicista, despojada de toda espiritualidad. Pueden atribuir esta pérdida a que la concepción de arte y ciencia no es suficiente porque en ella no tiene cabida la autocrítica. Es decir, hay que pensar una y otra vez en la teoría y la práctica arquitectónicas, no darlas por hecho. A diferencia de la autorreflexión romántica, que se apoyaba en lo más íntimo, en lo puramente espiritual, la base de esta reflexión urgente, de esta autocrítica, tendría que ser científica, práctica o real. Esa sería una tarea para quienes forman a las nuevas generaciones de arquitectos, pero —se entiende— también para los mismos formadores, los propios docentes. Igualmente, se entiende que la fuerza propulsora sería ese conocimiento claro de las cosas adquirido por medio de la reflexión, la autocrítica. El asunto dependería entonces del individuo, de su compromiso ético-profesional.

viernes, noviembre 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo

POR MARIO ROSALDO



PRÓLOGO


Antes de que hablemos de nuestra investigación y su método, que es el objetivo de este prólogo, expliquemos el por qué elegimos estudiar a Bertrand Russell y Georg Lukács, e incluso a Karl Popper e Isaiah Berlin, a quienes teníamos contemplado examinar como parte de las generaciones de estudiosos que han participado en el debate crítico contemporáneo. La primera razón es que se trata de teóricos cuya influencia se ha extendido desde el siglo XX hasta la época actual, no sólo en la crítica filosófica, sociológica o literaria, sino también en la crítica arquitectónica. Russell, porque representa el positivismo que ve en la solución lógico-matemática del problema de la comunicación la clave para superar cualquier conflicto social, y Lukács, porque, a pesar de ser un marxista ortodoxo, su aislamiento político le confiere un aura de crítico disidente o rebelde del marxismo-leninismo. La Historia de la filosofía occidental de Russell aparece en 1947 y compendia tanto la filosofía basada en la lógica clásica como los intentos antiguos y modernos de su actualización. En su Introducción a la filosofía de la cultura, Larroyo identifica a Russell con la crítica de la ciencia, que se manifiesta a fines del siglo XIX con Mach, Poincaré, Boutroux, Duhem y otros, pero también con el análisis filosófico de Wittgenstein, del Círculo de Viena, del empirismo lógico de Carnap, Popper, Ayer y Morris; es decir, con el positivismo lógico, del cual, el atomismo lógico russelliano, sería el primer momento. Según Larroyo, Russell considera que la lógica clásica se limita a proposiciones enunciativas del tipo de «el hombre es un ser racional»; para romper ese límite, él sugiere una lógica de proposiciones relacionales del tipo «A es mayor que B», o «si llueve, bajará la temperatura». Russell opone el empirismo al idealismo, pues comparte la idea de que la lógica, que para él es sinónimo de matemática, sólo puede corroborar lo que ya se conoce por experiencia. El asalto a la razón de Lukács se publica en 1953 y reúne a un gran número de filósofos idealistas para acusarlos de ser aliados de la reacción burguesa. Lukács considera irracionalista todo aquel pensamiento que no reconozca la experiencia como única fuente del conocimiento científico. Pese a ello, se ciñe más al racionalismo filosófico que al empirismo de las ciencias naturales. Asimismo, aunque constantemente declara que estudia la filosofía burguesa desde el marco del materialismo dialéctico e histórico, pone mucho más énfasis en el aspecto superestructural o ideológico, que para él es sinónimo de conciencia o de procesos psicológicos conscientes e inconscientes.

martes, octubre 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo; orígenes del irracionalismo 28

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Conclusiones)



Al compartir con Russell el interés por desentrañar cómo, cuándo y por qué surge en Europa el fascismo o esa manera irracional de pensar que, en personajes como Hitler y sus ideólogos, raya en la locura, Lukács hace patente un conflicto moral que en ese momento crucial mueve a sinnúmero de filósofos a escribir al respecto desde diversas y a veces contradictorias perspectivas. Al pronunciarse desde el comienzo por el partido, por un marxismo ortodoxo, por el marxismo-leninismo de su época, Lukács intenta anticiparse, en la Introducción de El asalto a la razón[1], no sólo a cualquier acusación de revisionismo burgués, sino, también, a cualquier exceso que pudiera considerarse como un enfoque puramente moralizante. El estigma de revisionista persigue a Lukács desde 1924 hasta 1959, como mínimo, sobre todo dentro de la Unión Soviética, lo que no impide que sus publicaciones como Historia y conciencia de clase, El joven Hegel y los problemas de la sociedad capitalista y Sobre la historia del realismo[2] sean nombradas allá en las revistas de filosofía. Por otro lado, Lukács está convencido de haber elegido el bando correcto, el moralmente solvente, por eso es que en su enfoque partidista reaparecen los buenos y los malos bajo la forma de los progresistas y los reaccionarios, los democráticos y los aristocráticos, los de derecha y los de izquierda, etc., etc. También desde el comienzo, Lukács aprovecha la oportunidad para dejar en claro que Hegel, pese a una cierta ambigüedad en su pensamiento, está muy lejos de ser el irracionalista que los críticos como Wilhelm Dilthey[3] y Richard Kroner[4] no hacía mucho habían asegurado que era. Como está convencido de que en la cronología de la filosofía clásica alemana, ni Jacobi, ni Hamann, merecen ser tratados como los promotores originarios del irracionalismo, en aparente simple deducción se queda con Schelling para proponerlo como el precursor del irracionalismo fascista. A fin de demostrar que su deducción es objetiva o correcta escribe los dos primeros apartados de El asalto a la razón para exponer en ellos sus argumentos. Lukács nos indica que en ambos apartados vuelve un poco a lo que ya había dicho antes —en El joven Hegel— acerca de la relación amistosa y filosófica entre los jóvenes Schelling y Hegel y del rompimiento entre ellos[5]. Lukács construye su esquema apoyado en una serie de supuestos, que da por demostrados, pero que ni entonces, ni ahora, resisten una confrontación con la realidad de los documentos o con la inexistencia de ellos. Así, supone que el joven Hegel deja de irradiar su positiva influencia sobre el joven Schelling y que éste prácticamente se extravía bajo el influjo negativo de sus nuevas amistades en Jena. Supone igualmente que la teoría del conocimiento del joven Schelling es aristocrática porque éste no abraza como Hegel la causa de la revolución francesa y habla en cambio con desprecio de la plebe en la filosofía, y que esta tendencia aristocrática se hace todavía más evidente en el viejo Schelling, en particular después de que el Kaiser mismo le nombra catedrático de la universidad para sustituir a Hegel, diez años después de su muerte; pues, en opinión de Lukács, el hegelianismo ya había permeado en el movimiento popular revolucionario en los años 1840. De esta suerte, siempre dentro de la suposición lukacsiana, se le nombra para ser cabeza del anti-hegelianismo. Es decir, creyendo entender correctamente las teorías marxistas de la lucha de clases y de la base y la superestructura, Lukács asegura que, al aceptar el cargo de profesor catedrático de la Universidad de Berlín, consciente o no, Schelling elige políticamente el bando de la reacción burguesa, el del movimiento contrarrevolucionario o anti-progresista. A partir de ese momento, en este esquema preconcebido por Lukács, con base al marxismo ortodoxo que practica y defiende, aquel joven Schelling que compartiera con Hegel la gloria de ser uno de los precursores de la dialéctica materialista, va a quedar en entredicho en lo tocante a su sincero interés por la ciencia y la naturaleza, para convertirse por lo contrario en alguien sin carácter y sin un proyecto claro de filosofía, cuya esencia en todo caso no pasa de ser un puro misticismo, un mero irracionalismo que se opone a todo progreso. En la lógica de Lukács, la realidad del presente de los años 1930-1950, esto es, el triunfo militar y político de la revolución socialista, el innegable progreso de la economía soviética y la difusión mundial del marxismo-leninismo como la conciencia o la ideología revolucionaria de la clase proletaria, prueba sobradamente que él tiene razón: que Schelling vive un absurdo, un sinsentido, en contra de la dialéctica de la historia. Actuando de la misma manera que Lukács, esto es, aplicando la retrospectiva histórica, podemos argumentar que la realidad de hoy nos demuestra de modo irrefutable que ese triunfo, ese progreso y esa ideología de las que Lukács habla no existen más y que, por lo tanto, la estructura argumental de sus ensayos carece de fundamentos reales, empíricos, sobre los cuales sostenerse indefinidamente. Pero preferimos proceder de modo distinto a él, pues si algo nos enseña su error es que la realidad del presente nunca permanece inmutable como en una situación ideal o en un esquema fijo, sin importar si éste es un esquema histórico al que se considera real o dialéctico e irreversible.

domingo, septiembre 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 27

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)

Toca el turno al párrafo final de Lukács. Lo inicia diciéndonos que para él la exposición de Schelling no es más que una «desenfrenada mística», una «consecuencia lógica de la fanática negación de la idea del desarrollo en la historia de la naturaleza y de la humanidad», que «nos sitúa en el centro mismo de la construcción schellingiana del universo»[1]. Y agrega, más que convencido: «El punto culminante del sistema no pretende ser otro, en efecto, que la “prueba” filosófica de la Revelación»[2]. Es decir, Lukács lee la Introducción a la filosofía de la mitología suponiendo que la meta perseguida por Schelling es, como Lukács mismo ha dicho antes: «presentar la Revelación como el verdadero objeto» de la experiencia. Cosa que es absolutamente falso pues ya hemos visto que Schelling separa de modo tajante la experiencia que se desarrolla en el mundo sensible, en el mundo real, del conocimiento ajeno y anterior a toda experiencia (la intuición pura, no sensible o no-empírica), que tiene lugar en el mundo de las ideas y sus representaciones. Por otra parte, a Lukács le parece que este buscar schellingiano de «pruebas» se relaciona de alguna manera con lo que sería el «carácter aristocrático»[3] de Schelling. Pero este parecer no es más que el abusivo método lukacsiano de relacionar a Schelling —sin prueba alguna— con algo o con alguien que en general se considera negativo o reprobable, política o moralmente, tan sólo para mancharlo y sembrar la duda respecto a las intenciones reales de aquél. Así que, sin profundizar en este infundioso comentario, se desentiende del asunto saltando de ahí a su reiterada idea de que Schelling «trata de apuntalar siempre sus decretos irracionalistas con argumentos seudorracionales o supuestamente “ajustados a la experiencia”»[4]. Como presunto ejemplo de lo anterior, Lukács asegura que Schelling «declara allí que la Revelación necesita probarse por medio de un hecho independiente de ella. “Y este hecho independiente de la Revelación no es otro, cabalmente, que la aparición de la mitología.”»[5]. Ese «allí», si bien se refiere a los «argumentos seudorracionales», al mismo tiempo nos remite a la Octava conferencia de la Introducción a la Filosofía de la Mitología, que es de donde Lukács extrae estos últimos fragmentos de citas de Schelling. Lukács cierra su estudio dedicado a Schelling con estas palabras: «Vemos, pues, que “el tiempo al margen del tiempo” del nacimiento de la mitología aporta la “prueba” de la verdad de la Revelación cristiana»[6]. De esta manera, según Lukács, ha quedado demostrado por enésima vez a lo largo de las páginas con las que fustiga al viejo Schelling, que éste es, por un lado, el precursor del irracionalismo y, por el otro, un místico del que no vale la pena ocuparse en estudiar a detalle. Leamos directamente a Schelling y confrontemos lo anterior con lo que en verdad dice en ese pasaje de su mencionada conferencia:

lunes, julio 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 26

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


En el siguiente párrafo, y ya rumbo al final de los dos apartados dedicados a Schelling, Lukács insiste en mostranos que el discurso schellingiano está plagado de incongruencias internas como resultado de haber prescindido de la realidad social. Así, en un aparente ejercicio de objetividad, Lukács no sólo enfrenta una parte con otra del mismo pasaje de Schelling, sino también una obra con otra, la Filosofía de la Revelación con la Introducción a la filosofía de la mitología, para presuntamente mostrar el absurdo en el que éste cae al reducir objetos reales a objetos ideales o al sustituir la razón con la sinrazón, la experiencia en la vida real con el conocimiento a priori de la intuición y la imaginación. Decimos presuntamente porque el problema aquí es que sólo podemos ver esta reducción, esta sustitución o este absurdo si pasamos la exposición de Schelling por el tamiz del enfoque marxista-leninista de Lukács. En cambio, si leemos a través de nuestros propios ojos y de acuerdo al objeto intuitivo de Schelling, veremos algo muy cercano a lo que en verdad éste plantea, no lo que un tercero —sea quien sea— entiende desde su exclusiva perspectiva o incluso desde la múltiple perspectiva de una teoría materialista y sus variantes. Asimismo, el uso que Schelling hace de los conceptos está determinado en primer lugar, no por el uso generalizado del medio social en que vive, ni por el uso especializado de la filosofía de su época, conservadora o progresista, sino por el sentido que le sugiere precisamente ese objeto no realista, no empírico, que pone como condición previa desde el inicio de su investigación. Lukács, como es natural, tiene dificultades para entenderlos porque se atiene, más que al objeto real, al rígido esquema preconcebido o prefabricado con el que lo ha reemplazado y, desde luego, al uso que él como marxista-leninista les impone. Lukács cree interpretar correctamente a Schelling, porque al tomar el mencionado esquema como referencia y rasero, cree incluir de nuevo lo que éste presumiblemente expulsa, la realidad social. Por eso, Lukács asegura que, con los escasos fragmentos de la conferencia de Schelling que acaba de presentar, éste trata «directamente, de privar de su valor esencial a toda la trayectoria anterior de la existencia humana, de despojarla de objetividad»[1]. Para convencernos de que esto es así, nos ofrece una paráfrasis que confirmaría esas presuntas intenciones negadoras de la objetividad del mundo material, de la cosa en sí independiente de la conciencia del hombre: «Sus acontecimientos, dice Schelling, “carecen de sentido y finalidad, cuando no guardan relación alguna con el hombre”»[2]. Confrontemos la lectura sugerida por Lukács con el pasaje de la Vigesimoprimera conferencia, que da sentido a la idea schellingiana:

miércoles, mayo 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 25

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Para entender a qué se refiere Lukács con esa declaración inicial del siguiente párrafo, que reza: «Siendo que en sus escritos tardíos Schelling vuelve a subjetivar el tiempo, hay que destacar dos cosas de ello»[1], regresemos a la discusión en torno de la supuesta tendencia de Hegel y la filosofía clásica alemana progresista a «concebir filosóficamente» los aspectos objetivos de la cosa en sí kantiana, de la realidad en general o de la sociedad en particular, que ya aludimos, pero esta vez cotejando a Lukács consigo mismo y con los autores señalados por él, ahondando un poco más en lo dicho por Schelling y Kant. Expliquemos de entrada cuál es el concepto contradictorio o acaso dialéctico, que, en distintas partes de El asalto a la razón, Lukács declara tener de Kant. Por un lado, estima que Kant subjetiva el tiempo y el espacio al definirlos como conceptos derivados de la intuición o como un conocimiento a priori, esto es, anterior a cualquier experiencia externa. Según Lukács, pues, Kant subjetiva el tiempo y el espacio al no confrontar el discurso lógico, o el razonamiento, más que con la intuición, nunca con la realidad misma[2]. Por el otro lado, pese a postular la inaccesibilidad a la cosa en sí por la vía del razonamiento, para el Lukács de El asalto a la razón, hay en Kant una contribución nada despreciable a favor del progreso de la filosofía alemana, en la trayectoria de ésta al conocimiento objetivo o dialéctico[3]. Es decir, detrás de tal postulado se escondería una innegable concesión al materialismo: el reconocimiento de que la cosa en sí existe y se desarrolla en el tiempo y en el espacio independientemente de que creamos o no en su existencia, al margen de que tengamos o no un presentimiento de ella[4]. Y esto es lo que —a juicio de Lukács, ciertamente— salvaría a Kant del puro subjetivismo; no así a Schelling, quien «vuelve a subjetivar el tiempo» y el espacio, pero sin admitir la existencia independiente de la realidad, de la cosa en sí, quedándose tan solo con la confrontación kantiana entre el discurso y la intuición[5]. Otro que se salvaría —también según Lukács— sería Hegel, quien habría rechazado esta incognoscibilidad idealista de la cosa en sí, al «concebir filosóficamente» que la realidad existe en tanto objeto que se opone a la conciencia del sujeto[6]. Es, pues, esa admisión presuntamente implícita en Kant la que hace a Lukács verlo como un representante del progresismo filosófico, mientras que a Schelling sólo puede verlo como el iniciador del irracionalismo, como el titubeante cabecilla ideológico de la reacción burguesa. Por otra parte, también llama la atención cómo invierte Lukács la estructura de la oración subordinada alemana para enfatizar que va a señalar dos cosas acerca del proceder schellingiano, no por otra razón que por el puro interés filosófico por la verdad, acaso objetiva e histórica, ya que el pensamiento místico-idealista del viejo Schelling le tiene completamente sin cuidado. Y este mensaje lo dirige exclusivamente desde luego a sus lectores marxista-leninistas, que podrían ver con suspicacia las muchas páginas que dedica a quien él mismo acusa de ser como mínimo un antihegeliano. Hasta aquí sólo hemos considerado la primera parte del contenido de esta declaración inicial, veamos ahora cuáles son esas dos cosas que Lukács quiere destacar en contra de Schelling a propósito de su presunta subjetivación del tiempo (y del espacio).

viernes, marzo 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 24

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács pone una vez más a Schelling frente a Hegel, para resaltar en éste las cualidades que le harían falta al primero[1]. Insiste en presentarnos la imagen de que uno es reaccionario y el otro progresista, asociando a Schelling con la nobleza feudal y a Hegel con los movimientos revolucionarios populares, a pesar del idealismo que en realidad ambos comparten. Si antes sostenía Lukács que Schelling había renunciado a llevar a cabo la misión que le encomendaba la filosofía, ser el paladín de la dialéctica, huyendo de tal responsabilidad y recluyéndose en el romanticismo y la reacción, ahora nos dice que la filosofía clásica alemana —o su máximo representante, Hegel— no sólo había cumplido con la misión que se le había asignado, sino que, venciendo el límite idealista, esto es, por medio del idealismo absoluto, había podido incluso reconocer en la práctica humana el aspecto objetivo de la historia, la economía y la sociedad. No perdamos de vista que Lukács contrasta la vuelta al origen de Schelling con la apuesta por el progreso [Fortschritt] de Hegel porque, a pesar de sus grandes y numerosas coincidencias, esta es la diferencia fundamental que decide y trastoca todo de acuerdo a la perspectiva marxista-leninista. Siendo un progresista declarado, es natural que Lukács se identifique con Hegel, y no con Schelling, pero, como veremos en seguida, la concepción filosófica de aquél no deja de ser tan abstracta como la de éste, pues ambas filosofías supeditan la realidad al mundo de las ideas: Hegel abogando por la evolución del concepto, de la razón, de la conciencia o del espíritu hacia lo absoluto o hacia su propia realización, y Schelling por el regreso de la filosofía y el pensamiento en general a la unidad originaria, a lo absoluto o incondicionado, donde sólo existe el equilibrio, la armonía, la libertad. Esta diferencia fundamental entre uno y otro se explica asimismo como la conversión de Dios en un infinito proceso de perfección espiritual de todo lo existente, de Hegel, que haría que los curas europeos y americanos de esa época le satanizaran, mientras que los deístas y los ateos por lo contrario le mostraran su simpatía, y como la vuelta de Schelling a Dios. Siguiendo esta misma línea argumental, Lukács nos dice algo aparentemente nuevo, a saber: que había en Schelling «un marcado retroceso reaccionario con respecto a la filosofía clásica alemana»[2], mientras que esta misma filosofía —que en Lukács es sinónimo de Hegel— «había intentado, dentro de sus limitaciones idealistas, desentrañar, en lo económico, en lo histórico y en lo social, la objetividad de la práctica humana»[3]. Nuestro crítico inmanente acepta sólo en parte que, por su idealismo, aquél no llega «a comprender la estructura real de clases de la sociedad burguesa»[4], pues está convencido de que, a pesar del límite, en Hegel ya se manifestaba sin lugar a dudas un conocimiento objetivo de las cosas: «se advierte claramente en él la tendencia a concebir filosóficamente la socialidad objetiva [die objektive Gesellschaftlichkeit] como un rasgo esencial inseparable de la vida del hombre, de la práctica humana»[5]. Esta observación de Lukács, como es natural, nos recuerda mucho a la que hiciera Marx al señalar cuál era la grandeza de Hegel, en el escrito que los editores han titulado entre corchetes Crítica de la dialéctica hegeliana y la filosofía en general, que pertenece a los Manuscritos Económico-filosóficos de 1844; sólo que Marx no dice ahí que Hegel concibe la realidad objetiva «filosóficamente», sino, por lo contrario, que se apoya en una ciencia empírica en ascenso, en la economía nacional o economía política, para captarla:

lunes, enero 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 23

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Por otro lado, Lukács cree ver una reposición del «irreductible antagonismo interno» de la teología escolástica en «la famosa separación entre la filosofía negativa y la positiva»[1], pues entiende que Schelling procede como el viejo teólogo doctrinario que separaba tajantemente el mundo en lo bueno y lo malo, lo material y lo ideal, lo objetivo y lo subjetivo o lo sensual y lo espiritual, para acabar con cualquier discusión en el seno de la Iglesia. Proceder teológico que habría sido completamente superado; es decir, que para un progresista como Lukács, no habría forma de volver atrás, de resucitar un viejo dualismo que ya no interesaría a nadie que no fuera reaccionario, esto es: que sería de interés sólo para aquél que se opusiera al desarrollo social. Lo que sucede aquí es que, mientras Schelling propone el estudio del arte, la mitología y la religión, con un nuevo criterio filosófico, que no reemplace al racionalista, sino que lo complemente, pues en su opinión son temas y áreas carentes de interés y utilidad para el científico naturalista y el filósofo empírico-racionalista, Lukács piensa por lo contrario que la propuesta schellingiana, en la primera mitad del siglo XIX, no es sino dar un paso atrás, hacia lo metafísico y lo teológico, puesto que —en la opinión general de quienes apostaban entonces al progreso positivo, esto es, al progreso irreversible e infinito— la ciencia basada en la experiencia ya no tenía un verdadero rival que se le opusiera en el terreno del conocimiento objetivo y de sus aplicaciones técnicas. Con esta presunción, Lukács presenta la siguiente cita de la Filosofía de la Revelación como prueba de lo que sería el anticuado o superado escolasticismo schellingiano. Para su mejor comprensión trascribamos directamente a Schelling, incluyendo las líneas iniciales que Lukács omite (Lukács en lugar de comenzar con saber, invierte la redacción de Schelling y comienza con «son», que escribe con mayúscula):

viernes, noviembre 24, 2023

Ideas Arquitecturadas cumple hoy 18 años de publicaciones

POR MARIO ROSALDO



Aunque en Ideas Arquitecturadas estudiamos autores y obras lo mismo del siglo XX que del XIX, no hemos dejado de estar atentos al desarrollo de la crítica del siglo XXI. Hay ciertamente algunos autores recientes, que llaman nuestra atención, no para convertirnos en sus devotos e incondicionales seguidores, sino para estudiarlos imparcialmente, objetivamente, esto es, para confrontar sus ideas con la realidad social que dicen tomar en cuenta, no sólo para averiguar si son congruentes o no con ella, sino también para establecer el alcance de sus propuestas, si se quedan en el discurso o si aspiran a soluciones prácticas, realizables. A continuación apuntamos algunas de las ideas que nuestro encuentro con ellos ha suscitado. Omitimos nombres y títulos de libros para hacer más ágil la lectura, de por sí demandante para quienes no están familiarizados con el tema.


La conjunción crítica imaginaria


Ya hemos visto antes que, en la bibliografía de crítica de arquitectura de los años recientes, de cuando en cuando se retoman las viejas discusiones que en otras épocas animaban a los círculos de críticos literarios y artísticos, para reformularlas con presuntos «nuevos términos» o para estudiarlas con supuestos «nuevos enfoques», inspirados unas veces en los descubrimientos del campo matemático-tecnológico, otras en el discurso de la filosofía «neorrealista», aquélla que propone transformar la realidad mediante las palabras y sus arbitrarias redefiniciones o mediante la deseada «nueva conciencia» que en teoría tales «novedades semánticas» debieran suscitar. No es desconocida, pues, la percepción de que las actuales propuestas —presumiblemente más críticas que las anteriores— manifiestan las mismas limitaciones de los viejos enfoques y esquemas de la investigación en torno del hombre, de su sociedad y de su cultura, independientemente de que sean monistas, dualistas o pluralistas. Ni es inédita la solución que se ha dado a tales limitaciones tradicionales en el campo de las artes y de las humanidades. Por lo contrario, se ha difundido ahí durante mucho tiempo, de manera lenta, pero continua, la creencia de que las posiciones ambiguas son mejores que las claramente partidarias o contradictorias. Se ha promovido con ello, no sólo la disolución simbólica de las fronteras entre lo físico y lo metafísico, entre el método experimental y los juicios de valor, entre la crítica de lo real y la interpretación subjetiva, etc., etc., ni sólo la identificación del concepto con la existencia material misma, sino también el reemplazo de la una por el otro. Y aunque no son las únicas ideas y posiciones que se defienden en este campo, el efecto de la promoción académica, editorial y mediática, o cultural, nos hace creer que son las que más influencia han tenido debido al respaldo institucional directo e indirecto que habrían recibido a lo largo de por lo menos un siglo. Pero, el hecho de que entre los arquitectos y otros profesionales del arte y las humanidades no se haya dejado de manifestar la exigencia de un hacer y un pensar preferiblemente práctico, en el sentido de provechoso y realizable, no-metafísico, no-retórico, nos convence de que ésta es la verdadera influencia dominante y no la otra. No podemos decir que la reiterada exigencia a favor de lo técnico y lo materialmente productivo sea un simple rezago de la llamada «actualización» de la teoría y la práctica, que se ha llevado a cabo en las instituciones públicas y privadas desde por lo menos la segunda mitad del siglo XIX, porque incluso los planes de estudio más actuales tampoco han podido deshacerse completamente de ella. Sin embargo, sería exagerado afirmar que es una resistencia más o menos consciente a los cambios de forma o aparenciales que impulsa el discurso «posmoderno», o «transmoderno», de los filósofos considerados —en especial por algunos universitarios— como autoridades indiscutibles en la materia, porque no todos los representantes de las artes y las humanidades, que respaldan la exigencia con regular frecuencia, coinciden en su apreciación. Es decir, mientras que unos se encierran en el laconismo y el mutismo, como formas de protesta o de simple indiferencia, otros prefieren creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que los conflictos se irán superando con el transcurrir de los años, o que no resta sino preocuparse exclusivamente de uno mismo o, por lo contrario, sostienen ufanos que la oposición ya tradicional a la «teorización» o a la «intelectualización» del problema social es la comprobación empírica de que la realidad no se deja atrapar por frases ocasionalmente de moda como «ambigua y confusa», o «compleja y contradictoria». Sin que falten desde luego quienes ven con diversos grados de claridad —en lo teórico y en lo práctico— que la descripción y la explicación de la realidad no sólo obedece al método científico, ni sólo a las figuras de la retórica, sino también a los intereses individuales y colectivos, que inevitablemente entran en juego en toda lucha por el poder económico, político y moral.

miércoles, noviembre 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 22

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


El pasaje anterior de la exposición de Lukács nos ha llevado directamente a la discusión de lo que éste considera el problema de la teoría y la práctica, pero como una pretendida intervención de Schelling para desviar el desarrollo histórico de su correcta solución. Sujeto a la visión dialéctica del progresismo, Lukács considera necesario o natural que las contradicciones vayan siendo sustituidas continuamente y de modo irreversible por las nuevas etapas del desarrollo, de ahí que no conciba en ningún momento que los opuestos filosóficos, que representaban en su tiempo Schelling y Hegel, puedan coexistir en el siglo XX. Para Lukács, ubicado en los años 1940-1950, Schelling ya había sido superado y sepultado de una vez y para siempre por Hegel, del mismo modo en que éste lo había sido, por lo menos en sus aspectos más idealistas, por Feuerbach, Engels y Marx; o como la producción feudal había sido superada y sepultada definitivamente por la producción capitalista. Aunque Lukács se empeña en convencernos de esto, los hechos históricos demuestran que está equivocado: las contradicciones tanto teóricas (filosóficas, morales y religiosas) como prácticas (económicas y políticas), no sólo se dieron en el siglo XIX o a principios del XX, sino que se manifestaron constantemente a lo largo de todo el siglo pasado —y desde luego desde el arranque de este nuestro siglo XXI— sujetas a los intereses de los grupos en permanente pugna; el panorama deja de ser nítido y se enturbia en especial en las épocas de crisis hasta el punto de confundir a cualquiera, o casi a cualquiera, pero las contradicciones sociales no desaparecen en ningún momento. Una cosa es la visión filosófica marxista-leninista de la Aufhebung hegeliana, según la cual la superación es al mismo tiempo conservación de los contrarios y otra muy distinta la realidad: las múltiples contradicciones individuales y colectivas no desaparecen con tan sólo evocar la teoría o asegurar que se combate con ella; la lección histórica sigue siendo que, sin transformaciones reales, todo sigue igual o empeora. Asido a este esquema progresista, Lukács resume su pasaje diciendo que si «tomamos estas formulaciones en su simple generalidad abstracta, no cabe duda de que Schelling muestra, en ellos, cierto vislumbre de la verdadera crisis filosófica de su tiempo»[1]. Pero —presume— esta misma «generalidad abstracta» habría hecho que Schelling percibiera «vagamente que es en la prioridad del ser sobre el pensamiento, en la práctica como criterio de la teoría, donde se halla la clave para la solución de sus problemas»[2]. Es decir, Schelling habría estado todavía lejos de ver las cosas con la claridad que sólo podía permitirle un punto de vista que no fuera el suyo, sino uno de tipo científico o materialista, como el punto de vista marxista-leninista de esos años 1950; lo que es igual a decir que si Schelling en vez de idealista hubiese sido materialista y revolucionario —acaso, si Schelling no hubiese sido Schelling—, la claridad habría estado a su completo alcance. Para Lukács, la razón por la que Schelling no puede ir más allá de esa «generalidad abstracta», de esa percepción vaga, de tal mero vislumbre, es su propia intención política, a saber: dar «certeramente en el blanco de las verdaderas flaquezas idealistas de la filosofía hegeliana [die wirklichen idealistischen Schwächen der Hegelschen Philosophie[3], antes que elaborar una verdadera filosofía del conocimiento fundada en la práctica, no en el pensamiento contemplativo. El objetivo político schellingiano, que según Lukács «es lo característico del nacimiento de toda filosofía irracional llamada a influir históricamente»[4], habría sido «desviar la trayectoria de aquel paso hacia adelante que la filosofía de su tiempo se disponía a dar», para evitar que el contenido se renovara y se volviese social y naciera una «filosofía dialéctica capaz de expresarlo adecuadamente»[5]. El Schelling lukacsiano habría deseado que la filosofía desembocara por lo contrario «en una mística irracionalista a tono con las miras sociales y políticas de la reacción», lo que habría estado de acuerdo «con las exigencias de su tiempo»[6]. Así, pues, tenemos que este Schelling no sólo rompe con su filosofía juvenil, sino que además es víctima de sus circunstancias, se ve llevado y traído por las corrientes dominantes de su tiempo, por las exigencias reaccionarias de que todo vuelva a ser como antes de la aparición de la producción capitalista. A este Schelling, no le queda más que aprovechar la ocasión para volver al interés del público y conseguir si es posible un lugar distinguido en la historia de la filosofía.

viernes, septiembre 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 21

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


A pesar de que Lukács escribe en alemán literalmente «crítica teórica del conocimiento», Wenceslao Roces evita traducirlo con la expresión «crítica epistemológica», que inmediatamente nos remitiría a Kant, emplea en cambio «crítica gnoseológica»[1], que es un concepto anterior a Kant y por lo tanto puede tener un sentido mucho más general. Pero, ¿es verdad que la presunta crítica de Schelling a Hegel tendría el carácter de una crítica a la teoría hegeliana del conocimiento? En el sistema doble de Schelling no hay el interés por explicar el origen del pensamiento del hombre, ni de su conciencia, mediante la teoría de la identidad sujeto-objeto (idealismo objetivo), sino a través de la filosofía práctica (el estudio deductivo y trascendental de las leyes morales). El tema de la existencia, el tema del Ser, y la conciencia primigenia lo aborda ya el joven Schelling, no es algo que surge espontáneamente al calor de la presunta disputa con el viejo Hegel. Schelling no habla en la Introducción en la filosofía de la mitología[2] del Ser en cuanto ser humano, sino en cuanto contradicción de razas [Racen] o estirpes [Geschlechter] capaces sin embargo de pensar —cada una en su diversidad física [physiche Verschiedenheit]— en el hombre, en el ser general, universal o absoluto. Y desde luego, en el Ser divino. Lo mismo sucede con la conciencia: el hombre es capaz de pensar en lo general e infinito, es decir: en lo abstracto, no porque sea un hombre real, no porque sea un ser real, sino porque recibe su conciencia de lo más elevado, de la Unidad; de lo primigenio —diría el joven Schelling; porque en Schelling no hay tal identidad sujeto-objeto, entendida como una teoría del conocimiento humano de la realidad física en torno, sino por lo contrario como la revelación de Dios o de lo absoluto al ser humano. Como ya hemos visto[3], cuando Schelling afirma que en el mundo real —individualmente múltiple— siempre tenemos una idea de algo, no quiere decir otra cosa que, aun en este mundo, irremediablemente separado del mundo ideal o espiritual, llega a nosotros, pervive en nosotros, la conciencia originaria: porque para Schelling hay un enlace intuitivo y permanente con Dios, con lo absoluto, porque se da la tendencia perpetua del retorno a lo infinito, a lo originario. Lo que es igual a decir que estamos determinados por ese Dios, ese absoluto, pues nos hemos desprendido de él. Lukács se mofa de Schelling creyendo que incurría en una ilusión al comparar su «filosofía negativa» con «las concepciones de su juventud»[4], creyendo que Schelling perdía de vista que, «sin transformarlas», era imposible «limitarse a complementarlas con una filosofía positiva»[5], cuando es Lukács quien ha dado por sentado que el joven Schelling había aspirado junto a Hegel a ser un campeón de la dialéctica. De tal suerte que llega a la equivocada conclusión de que «lo que [el viejo] Schelling hacía, en realidad, era abandonar el punto de vista de la identidad sujeto-objeto»[6]. ¡Schelling nunca asumió tal teoría en el sentido puramente realista! Esa fue la percepción fallida de Hegel, que los no tan entusiasmados, ni convencidos, jóvenes Marx y Engels hasta cierto punto aceptaron. Con base en esta percepción fallida, Lukács asegura que, al enfrentar la filosofía hegeliana, Schelling «se ve obligado a plantear el problema de la prioridad del ser o la conciencia»[7], como si este asunto no lo hubiera discutido el joven Schelling también, o como si fuera una contradictoria concesión del viejo Schelling al supuesto idealismo objetivo, a la presunta teoría de la identidad de su juventud. Además, —asegura Lukács— la claridad y la decisión de su exposición sólo serían aparentes[8], porque para él, Schelling se mueve todo el tiempo en el doble discurso, en la ambigüedad, en la confusión. Es decir, no sólo no está convencido de la sinceridad de Schelling, sino que tampoco cree que éste proceda de manera metódica, de forma sistemática y congruente; para Lukács, Schelling sólo improvisa tratando de asestar un golpe al hegelianismo:

«Habla por ejemplo, de la suma contraposición y de la suprema unidad en la filosofía, para llegar a esta conclusión: “Ahora bien, en esta unidad, la prioridad no corresponde al pensamiento: el ser es lo primero, el pensamiento lo segundo o lo derivado”. Y con mayor claridad todavía en este otro pasaje: “Pues no existe el ser porque exista el pensamiento sino que, por el contrario, el pensamiento debe su existencia al ser”»[9].

sábado, julio 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 20

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács considera en seguida que, al tratar la dialéctica hegeliana como «una filosofía atea, revolucionaria y plebeya», Schelling presenta una «denuncia», por un lado, porque —en opinión de Lukács— tal dialéctica era «la forma más elevada alcanzada hasta entonces», que amenazaba a la burguesía reaccionaria, y, por el otro, porque esta presunta delación en contra del pensamiento renovador,

«estaba llamada a tener una importancia especial por el hecho de que arrancaba precisamente de Schelling, del compañero de la juventud de Hegel y cofundador de la dialéctica idealista objetiva, cuya filosofía anterior (la que el llama ahora filosofía negativa) había sido, según el propio Hegel, el punto de entronque histórico directo para la construcción del método dialéctico hegeliano»[1].

Lukács resume aquí dos argumentos, que ha venido defendiendo a lo largo de su exposición. Uno: que Schelling no procedía como un filósofo, sino como un delator, un denunciante reaccionario y burgués, o más exactamente: como un político que tomaba partido por la monarquía y la vuelta al pasado feudal; que dejaba a un lado su tarea principal de filósofo científico para ponerse al servicio de las fuerzas conservadoras, sin importar si era consciente o no de ello; que habría renunciado a sus principios filosóficos, abandonando el idealismo objetivo juvenil, para oponerse —bajo la poderosa influencia del Estado prusiano— al hegelianismo en tanto avanzada teórica de las clases revolucionarias. Y dos: que el público en general sabía de alguna manera que Schelling y Hegel eran ambos los fundadores de la dialéctica, lo que revestía de importancia al presunto ataque de Schelling, porque éste insistía en que su nueva filosofía no era más que la continuación de su filosofía juvenil, que había sido admirada por muchos. Para complementar este resumen, Lukács lanza en seguida una hipótesis que, obviamente, atribuye a Schelling: éste creía[2] que si conseguía demostrar «que la dialéctica hegeliana no era más que una falsa concepción de la filosofía negativa» habría dado «un golpe demoledor» a «los partidarios de Hegel» y, además, «atraería a éstos —con excepción de los hegelianos ya irremediablemente radicalizados, es decir, de los liberales más o menos decididos— al campo reaccionario de Federico Guillermo IV»[3]. No nos extrañe que esta atribución no tenga fundamento en la filosofía de Schelling, sino únicamente en el rígido esquema que Lukács ha preparado para exponerlo como enemigo de la revolución y del progreso, pues, además de que le permite repetir con aparente justificación la presunción de que Schelling no era un filósofo, sino una especie de ideólogo en campaña política en contra del hegelianismo y los revolucionarios en general, a Lukács no le interesa en lo más mínimo corroborar su opinión confrontando su esquema preconcebido con lo que de hecho pensaba Schelling. En efecto, el interés de Lukács nunca está en Schelling, nunca en el doble sistema filosófico de éste, sino únicamente en lo que, para él, sería la correcta interpretación marxista-leninista de la obra schellingiana, que al final —en Lukács, se entiende— no es sino reunir fragmentos o datos aislados que en conjunto pudieran dar la impresión de que forman un todo perfecto, sin irregularidades, sin interrupciones. Desde luego, es Lukács quien realmente cree o supone, que este y no otro es el pensar schellingiano. Pero no está dispuesto a reconocer error alguno en la lectura de Schelling, si acaso solamente en la lectura —que debiera ser ortodoxa— de los clásicos de la dialéctica. Para Lukács, la crítica inmanente no es cuestión de tanteos, de ensayos, menos de poner a prueba los principios base, sino de tomar partido de manera resuelta por la solución que el marxismo-leninismo ya ha puesto en marcha. Esta presunta creencia schellingiana, que, de acuerdo a Lukács, se lanza contra los hegelianos para convertirlos —sólo parcialmente— en seguidores del Kaiser, se apoya tanto en la tesis declarada —y asumida por Lukács desde el inicio— de que «no hay ninguna ideología “inocente”»[4] como en la teoría supuestamente marxista de que la obra de Schelling —o de cualquier otro autor— puede entenderse perfectamente si se comprenden sus condiciones materiales de vida y las ideas dominantes de su época. Así, prescindiendo del estudio a fondo de la obra del enjuiciado, hasta se puede saber lo que él creía o pensaba de modo subjetivo o inconsciente.