INTRODUCCIÓN
Fuera de las regulaciones orgánicas u oficiales del Estado, que por lo común obedecen a un proyecto de nación, esto es, a una política de desarrollo económico, en el diseño actual de ciudades y viviendas no parece haber ningún interés por sujetarse en la práctica a principios de arquitectura, en tanto reglas o leyes de arte, como se hacía en épocas anteriores a la irrupción de la arquitectura nueva o moderna de los años 1910-1920. En la actualidad, en lugar de estas reglas, que por su carácter preceptivo desaniman en especial a aquellos arquitectos que se conciben ellos mismos como artistas libres de todo condicionamiento, como creadores o diseñadores capaces de remontar cualquier obstáculo, tenemos métodos con los que se intenta determinar, ya no las necesidades físicas apremiantes de los habitantes de una ciudad o una casa, sino las formas geométricas más puras que pudieran ayudarles —psicológica o simbólicamente— a sentirse libres de tensiones y preocupaciones, a encontrar acaso la mayor satisfacción posible en la simple experimentación de la belleza circundante de los diversos materiales y de las audaces estructuras resueltas técnicamente con evidente maestría; es decir, ahora se piensa, más que en un espacio arquitectónico y urbano propicio para la convivencia, en la coincidencia enriquecedora de formas heterogéneas que por sí mismas debieran poder ayudarnos a expresar individualmente tanto nuestras emociones como nuestras aspiraciones. En general no parece hacer falta ya la elección única o combinada de los órdenes griegos y las aportaciones romanas, ni, por lo tanto, de las reglas que los acompañan; en parte porque estas reglas, casi inmediatamente después de Vasari, a partir del siglo XVII, se volvieron académicas, o lo que es lo mismo, preceptivas u obligatorias en la enseñanza y en la práctica oficiales de los arquitectos, pero igualmente porque junto a su difusión se dio un fuerte rechazo a su carácter impositivo, reacción antiacadémica que continuó hasta el siglo XIX e inicios del XX.
A pesar de esa especie de antifuncionalismo con el que se educó a muchos de los arquitectos de las últimas décadas del siglo pasado, algunos de ellos siguen discutiendo la validez o la invalidez del principio o tesis rectora de la arquitectura moderna: «form follows function»; eso sí, o bien supeditan la función a la forma, o bien declaran buscar el equilibrio ideal entre la una y la otra. Pero nunca desechan por completo esa, digamos, regla de oro. Estos arquitectos, activos durante los veinte años del cambio del siglo XX al XXI y todavía hoy, aseguran ocasionalmente que la forma de sus obras más prestigiadas fue determinada por la función a la que se destinaron desde el comienzo, no para dar a entender que defienden el principio funcionalista, sino, todo lo contrario, para dejar en claro que no se afilian a él, ni son arbitrariamente formalistas, que buscan un equilibrio razonable entre lo interno y lo externo, entre la estética y la economía de cada diseño. Estas puntualizaciones esporádicas parecieran probar que les preocupa ser tildados de formalistas, pero no es así. Ellos no prestan mucha atención a los señalamientos teóricos, pues caminan por dos vías, a veces prefiriendo exclusivamente una, otras mezclando las dos asumiendo que lo ambiguo, lo multivalente o lo complejo es lo real: la empírica, que reduce al mínimo la teoría o incluso se esfuerza por prescindir de ella, y la subjetiva o intuitiva, que reduce la experiencia y el conocimiento científico al punto de vista individual, al estado de ánimo circunstancial o al mero gusto personal. Los arquitectos que abrazan la vía empírica sienten que proceden experimentalmente, a saber, sin ideas fijas, ni esquemas preconcebidos, porque se someten al método de prueba y error, esto es, a la generación de múltiples opciones arquitectónicas que les sirven para averiguar cuál se acerca más a la solución efectiva del problema; en otras palabras, sienten que no eligen anticipadamente el objeto arquitectónico que presentan al público, porque dicho objeto habría resultado completa y directamente de una investigación en la cual presuntamente no tuvo cabida ningún prejuicio porque fue seria, empírica y, por consecuencia, objetiva. Así, en los noventa, cuando rompen efusivamente con el llamado funcionalismo de los años 1930-1960, estos mismos arquitectos se valen de procedimientos empíricos que supuestamente establecen de una vez por todas, que en arquitectura —a diferencia de lo que sucede en un órgano del cuerpo humano o incluso en una máquina o, como decimos en esta era, en un dispositivo electrónico—, la forma no se deriva de la función específica al que se destina un edificio; que, más bien, la función es irrelevante porque las actividades humanas se adaptan a cualquier espacio existente, a cualquier forma arquitectónica o urbana dada, sin importar cuál haya sido hasta ese momento el uso histórico u original del sitio, asignado por el pueblo, los gobernantes y el maestro de obra. Aunque, como es natural, se podría estimar que la reutilización de sitios muy antiguos, o abandonados apenas unos años antes, debe dejar algún margen importante de ganancia económica, en la realidad eso es inexacto, porque la mayor parte —si no es que todo el presupuesto— se invierte en la solución formal del arquitecto, quien, por buscar una innovación ostentosa, frecuentemente cae en los excesos materiales y estructurales. Hablamos de arquitectos que no se consideran ni antifuncionalistas, ni formalistas, ni modernos, que aceptan ser cuando mucho rupturistas, pragmáticos, nihilistas o anarquistas; tan sólo practicantes de un diseño o una arquitectura sin adjetivos, naturalmente sin embarcarse en una discusión teórica o interpretativa al respecto, contentándose con aludir lo que sería la exactitud o fidelidad del presunto hecho desnudo, del supuesto hecho empírico: el hecho arquitectónico.
Tanto los viejos arquitectos, a los que nos referimos, como los jóvenes que los han imitado en lo que va del primer tercio del siglo XXI, se han mostrado poco o nada respetuosos del entorno cultural, en parte porque así refrendan el mencionado rompimiento con la arquitectura y el urbanismo modernos, pero igualmente porque desean demarcar un amplio campo de acción para la arquitectura, donde sin embargo no tendría cabida ni la corriente nacionalista, ni la corriente radical. Para ellos no tiene sentido una arquitectura regionalista, ni de vocación social. Eso es asunto del pasado ya liquidado. Ahora se retoma la idea romántica de «l'art pour l'art» para imaginar que la arquitectura puede mantenerse al margen de la política en la esfera autónoma del idealismo. Rechazan la formulación moderna de la función y la forma, pero no la función y la forma en sí en tanto hechos corroborables. Por eso, a la par que adaptan lo viejo a lo nuevo, o viceversa, sin que haga falta una teoría urbano-arquitectónica que justifique el diseño desenfadado de las obras propuestas, recurren a la superposición de funciones y al sacrificio de la función en aras de una presunta forma orgánica perfecta. No hablemos de los costos, que son exorbitantes, observemos nada más que en varios casos las formas ondulantes o artificiosamente naturales se consiguen recubriendo estructuras que se superponen o agregan al proyecto base. No sólo es un derroche de materiales, sino también del espacio, pues se crean áreas sin ningún uso práctico salvo el de contribuir a crear la ilusión de la forma continua y etérea, sobre todo del exterior. Estos desperdicios se justifican como supuestas inversiones en la creación de una imagen o un símbolo corporativo —o municipal— sin parangón, sin precedentes. El carácter empírico de las presuntas demostraciones antifuncionalistas ha sido el lado fuerte de estos viejos y jóvenes arquitectos que querían hacer evidente la adaptabilidad de algunos espacios construidos, como una bodega industrial o una catedral, pero, al mismo tiempo, ha sido su lado flaco pues a partir de ahí han tenido que demostrar por la misma vía que no son formalistas cuando proponen nuevos usos a viejos edificios, ni cuando derivan formas de formas, esto es, cuando toman una figura geométrica imposible de construir, un elemento geométrico que se encuentra sinnúmero de veces en la naturaleza o un diseño de la arquitectura moderna, o de la metabolista, para adaptarlos a nuevas condiciones tanto de construcción como de uso. Sugieren que, al derivarlas o trasplantarlas de una época a otra, de un lugar a otro, sin tomar en cuenta los distintos orígenes regionales de cada una de estas soluciones formales —Asia, América o Europa— simplemente están probando que tienen razón, que la forma y la función no son el verdadero problema de la arquitectura, o por lo menos que no son tan centrales como se creía a inicios del siglo XX. Al parecer, para ellos, lo decisivo en la arquitectura es poder trabajar empíricamente, no sujetos a teorías limitantes y, encima, sobrevaloradas por estar relacionadas con personajes famosos; o siguiendo únicamente sus intuiciones, sus juicios de valor, el sentido del gusto de cada uno. Por un lado, admiten en cierta medida que el arquitecto no puede trabajar prescindiendo completamente de las reglas o leyes propias del arte y de la arquitectura, ni del principio moderno de que debe existir una relación orgánica entre la forma y la función; pero, por el otro, invariablemente intentan romper todas y cada una de estas reglas y rechazan tajantemente la interpretación funcionalista de la tesis, para poder dar rienda suelta a su imaginación, al verdadero acto creativo, que se supone es libérrimo por naturaleza.
Entre las luces de los reflectores y la penumbra de la indiferencia de este gran escenario contemporáneo, encontramos arquitectos viejos y jóvenes que se pronuncian abiertamente por una vuelta a los antiguos cauces clásicos, al menos en lo tocante a la concepción de la arquitectura como arte emparentado con la poesía y por lo tanto con una poética reguladora de sus obras y de su discurso teorético. Aquí se manifiestan otra vez dos vías o dos corrientes, a las que llamaremos tendencias para no confundirnos, la de los arquitectos que no eligen la recuperación de los órdenes griegos o las interpretaciones que de ellos hicieron los italianos del renacimiento, porque griegos e italianos les conducen contradictoriamente al teoricismo y al empirismo. Y la de los arquitectos que se definen como intuitivos y piensan en consecuencia en la poesía, que encuentran bastante más cercana al apriorismo y al enfoque espiritualista o no materialista que los órdenes griegos y latinos. Permítasenos una observación: aunque estamos presentando de manera independiente estas dos tendencias, no se pierda de vista que forman parte de los grupos de arquitectos anteriormente mencionados, pues no existe entre ellos un deslinde total, no sólo reconocemos extremos y mezclas grupales, sino también individuales, es decir, hallamos arquitectos que reúnen en su persona más de una tendencia, a pesar de que por separado tales tendencias sean contradictorias. Y eso significa que no sólo se da una mezcla entre tendencias afines, sino también entre las que son notoriamente antagónicas, inconciliables. Retomemos el hilo de nuestra exposición. A estas dos tendencias de arquitectos les interesa más bien escapar del famoso círculo vicioso exaltando el cálido humanismo de la arquitectura, antes que el frío empirismo, pues están de acuerdo en que el arquitecto debe trabajar con absoluta libertad, sólo que no apoyándose en rígidas reglas, sino en sus intuiciones más puras; en meras nociones de las cosas, más que en un conocimiento objetivo de ellas. Quizá por esto mismo, no muestran ni siquiera curiosidad por el dato de que la propuesta del regreso al pasado no es nada nueva, que de hecho es parte de ese círculo vicioso del que desean escapar emocionalmente. Con todo, es interesante la variación de estas dos concepciones de la poética. Para unos la poética es reguladora y debe auxiliar al arquitecto en su labor creativa, para los otros, más que un conjunto de tecnicismos, más que una guía rutinaria para componer poesía, la poética es un empeño constante de liberación espiritual que debe permitirles ver el mundo con una idea y una mirada permanentemente renovadas. Los arquitectos de la primera tendencia juzgan que la poética ofrece a la arquitectura reglas y ejemplos oportunos de cómo se actúa cuando se pretende expresar la belleza y en general el lado espiritual de las personas, razón por la cual tenemos que adoptarla. Los de la segunda tendencia están convencidos de que la arquitectura no se pliega estrictamente a ninguna regla, ni siquiera a las de la poética. Para estos arquitectos, se debiera pensar en la arquitectura como la forma geométrica material que despide un intenso aroma poético, sin que ella misma sea poesía, sin estar sometida totalmente al método y las reglas de la poética. Así como hay representantes en estas tendencias, que ubican la arquitectura más allá de la poesía y más allá de la ciencia, así también hay quienes creen que se debería volver a Aristóteles y su metafísica.
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