viernes, marzo 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 24

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács pone una vez más a Schelling frente a Hegel, para resaltar en éste las cualidades que le harían falta al primero[1]. Insiste en presentarnos la imagen de que uno es reaccionario y el otro progresista, asociando a Schelling con la nobleza feudal y a Hegel con los movimientos revolucionarios populares, a pesar del idealismo que en realidad ambos comparten. Si antes sostenía Lukács que Schelling había renunciado a llevar a cabo la misión que le encomendaba la filosofía, ser el paladín de la dialéctica, huyendo de tal responsabilidad y recluyéndose en el romanticismo y la reacción, ahora nos dice que la filosofía clásica alemana —o su máximo representante, Hegel— no sólo había cumplido con la misión que se le había asignado, sino que, venciendo el límite idealista, esto es, por medio del idealismo absoluto, había podido incluso reconocer en la práctica humana el aspecto objetivo de la historia, la economía y la sociedad. No perdamos de vista que Lukács contrasta la vuelta al origen de Schelling con la apuesta por el progreso [Fortschritt] de Hegel porque, a pesar de sus grandes y numerosas coincidencias, esta es la diferencia fundamental que decide y trastoca todo de acuerdo a la perspectiva marxista-leninista. Siendo un progresista declarado, es natural que Lukács se identifique con Hegel, y no con Schelling, pero, como veremos en seguida, la concepción filosófica de aquél no deja de ser tan abstracta como la de éste, pues ambas filosofías supeditan la realidad al mundo de las ideas: Hegel abogando por la evolución del concepto, de la razón, de la conciencia o del espíritu hacia lo absoluto o hacia su propia realización, y Schelling por el regreso de la filosofía y el pensamiento en general a la unidad originaria, a lo absoluto o incondicionado, donde sólo existe el equilibrio, la armonía, la libertad. Esta diferencia fundamental entre uno y otro se explica asimismo como la conversión de Dios en un infinito proceso de perfección espiritual de todo lo existente, de Hegel, que haría que los curas europeos y americanos de esa época le satanizaran, mientras que los deístas y los ateos por lo contrario le mostraran su simpatía, y como la vuelta de Schelling a Dios. Siguiendo esta misma línea argumental, Lukács nos dice algo aparentemente nuevo, a saber: que había en Schelling «un marcado retroceso reaccionario con respecto a la filosofía clásica alemana»[2], mientras que esta misma filosofía —que en Lukács es sinónimo de Hegel— «había intentado, dentro de sus limitaciones idealistas, desentrañar, en lo económico, en lo histórico y en lo social, la objetividad de la práctica humana»[3]. Nuestro crítico inmanente acepta sólo en parte que, por su idealismo, aquél no llega «a comprender la estructura real de clases de la sociedad burguesa»[4], pues está convencido de que, a pesar del límite, en Hegel ya se manifestaba sin lugar a dudas un conocimiento objetivo de las cosas: «se advierte claramente en él la tendencia a concebir filosóficamente la socialidad objetiva [die objektive Gesellschaftlichkeit] como un rasgo esencial inseparable de la vida del hombre, de la práctica humana»[5]. Esta observación de Lukács, como es natural, nos recuerda mucho a la que hiciera Marx al señalar cuál era la grandeza de Hegel, en el escrito que los editores han titulado entre corchetes Crítica de la dialéctica hegeliana y la filosofía en general, que pertenece a los Manuscritos Económico-filosóficos de 1844; sólo que Marx no dice ahí que Hegel concibe la realidad objetiva «filosóficamente», sino, por lo contrario, que se apoya en una ciencia empírica en ascenso, en la economía nacional o economía política, para captarla:

lunes, enero 01, 2024

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 23

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Por otro lado, Lukács cree ver una reposición del «irreductible antagonismo interno» de la teología escolástica en «la famosa separación entre la filosofía negativa y la positiva»[1], pues entiende que Schelling procede como el viejo teólogo doctrinario que separaba tajantemente el mundo en lo bueno y lo malo, lo material y lo ideal, lo objetivo y lo subjetivo o lo sensual y lo espiritual, para acabar con cualquier discusión en el seno de la Iglesia. Proceder teológico que habría sido completamente superado; es decir, que para un progresista como Lukács, no habría forma de volver atrás, de resucitar un viejo dualismo que ya no interesaría a nadie que no fuera reaccionario, esto es: que sería de interés sólo para aquél que se opusiera al desarrollo social. Lo que sucede aquí es que, mientras Schelling propone el estudio del arte, la mitología y la religión, con un nuevo criterio filosófico, que no reemplace al racionalista, sino que lo complemente, pues en su opinión son temas y áreas carentes de interés y utilidad para el científico naturalista y el filósofo empírico-racionalista, Lukács piensa por lo contrario que la propuesta schellingiana, en la primera mitad del siglo XIX, no es sino dar un paso atrás, hacia lo metafísico y lo teológico, puesto que —en la opinión general de quienes apostaban entonces al progreso positivo, esto es, al progreso irreversible e infinito— la ciencia basada en la experiencia ya no tenía un verdadero rival que se le opusiera en el terreno del conocimiento objetivo y de sus aplicaciones técnicas. Con esta presunción, Lukács presenta la siguiente cita de la Filosofía de la Revelación como prueba de lo que sería el anticuado o superado escolasticismo schellingiano. Para su mejor comprensión trascribamos directamente a Schelling, incluyendo las líneas iniciales que Lukács omite (Lukács en lugar de comenzar con saber, invierte la redacción de Schelling y comienza con «son», que escribe con mayúscula):

viernes, noviembre 24, 2023

Ideas Arquitecturadas cumple hoy 18 años de publicaciones

POR MARIO ROSALDO



Aunque en Ideas Arquitecturadas estudiamos autores y obras lo mismo del siglo XX que del XIX, no hemos dejado de estar atentos al desarrollo de la crítica del siglo XXI. Hay ciertamente algunos autores recientes, que llaman nuestra atención, no para convertirnos en sus devotos e incondicionales seguidores, sino para estudiarlos imparcialmente, objetivamente, esto es, para confrontar sus ideas con la realidad social que dicen tomar en cuenta, no sólo para averiguar si son congruentes o no con ella, sino también para establecer el alcance de sus propuestas, si se quedan en el discurso o si aspiran a soluciones prácticas, realizables. A continuación apuntamos algunas de las ideas que nuestro encuentro con ellos ha suscitado. Omitimos nombres y títulos de libros para hacer más ágil la lectura, de por sí demandante para quienes no están familiarizados con el tema.


La conjunción crítica imaginaria


Ya hemos visto antes que, en la bibliografía de crítica de arquitectura de los años recientes, de cuando en cuando se retoman las viejas discusiones que en otras épocas animaban a los círculos de críticos literarios y artísticos, para reformularlas con presuntos «nuevos términos» o para estudiarlas con supuestos «nuevos enfoques», inspirados unas veces en los descubrimientos del campo matemático-tecnológico, otras en el discurso de la filosofía «neorrealista», aquélla que propone transformar la realidad mediante las palabras y sus arbitrarias redefiniciones o mediante la deseada «nueva conciencia» que en teoría tales «novedades semánticas» debieran suscitar. No es desconocida, pues, la percepción de que las actuales propuestas —presumiblemente más críticas que las anteriores— manifiestan las mismas limitaciones de los viejos enfoques y esquemas de la investigación en torno del hombre, de su sociedad y de su cultura, independientemente de que sean monistas, dualistas o pluralistas. Ni es inédita la solución que se ha dado a tales limitaciones tradicionales en el campo de las artes y de las humanidades. Por lo contrario, se ha difundido ahí durante mucho tiempo, de manera lenta, pero continua, la creencia de que las posiciones ambiguas son mejores que las claramente partidarias o contradictorias. Se ha promovido con ello, no sólo la disolución simbólica de las fronteras entre lo físico y lo metafísico, entre el método experimental y los juicios de valor, entre la crítica de lo real y la interpretación subjetiva, etc., etc., ni sólo la identificación del concepto con la existencia material misma, sino también el reemplazo de la una por el otro. Y aunque no son las únicas ideas y posiciones que se defienden en este campo, el efecto de la promoción académica, editorial y mediática, o cultural, nos hace creer que son las que más influencia han tenido debido al respaldo institucional directo e indirecto que habrían recibido a lo largo de por lo menos un siglo. Pero, el hecho de que entre los arquitectos y otros profesionales del arte y las humanidades no se haya dejado de manifestar la exigencia de un hacer y un pensar preferiblemente práctico, en el sentido de provechoso y realizable, no-metafísico, no-retórico, nos convence de que ésta es la verdadera influencia dominante y no la otra. No podemos decir que la reiterada exigencia a favor de lo técnico y lo materialmente productivo sea un simple rezago de la llamada «actualización» de la teoría y la práctica, que se ha llevado a cabo en las instituciones públicas y privadas desde por lo menos la segunda mitad del siglo XIX, porque incluso los planes de estudio más actuales tampoco han podido deshacerse completamente de ella. Sin embargo, sería exagerado afirmar que es una resistencia más o menos consciente a los cambios de forma o aparenciales que impulsa el discurso «posmoderno», o «transmoderno», de los filósofos considerados —en especial por algunos universitarios— como autoridades indiscutibles en la materia, porque no todos los representantes de las artes y las humanidades, que respaldan la exigencia con regular frecuencia, coinciden en su apreciación. Es decir, mientras que unos se encierran en el laconismo y el mutismo, como formas de protesta o de simple indiferencia, otros prefieren creer que vivimos en el mejor de los mundos posibles, que los conflictos se irán superando con el transcurrir de los años, o que no resta sino preocuparse exclusivamente de uno mismo o, por lo contrario, sostienen ufanos que la oposición ya tradicional a la «teorización» o a la «intelectualización» del problema social es la comprobación empírica de que la realidad no se deja atrapar por frases ocasionalmente de moda como «ambigua y confusa», o «compleja y contradictoria». Sin que falten desde luego quienes ven con diversos grados de claridad —en lo teórico y en lo práctico— que la descripción y la explicación de la realidad no sólo obedece al método científico, ni sólo a las figuras de la retórica, sino también a los intereses individuales y colectivos, que inevitablemente entran en juego en toda lucha por el poder económico, político y moral.

miércoles, noviembre 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 22

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


El pasaje anterior de la exposición de Lukács nos ha llevado directamente a la discusión de lo que éste considera el problema de la teoría y la práctica, pero como una pretendida intervención de Schelling para desviar el desarrollo histórico de su correcta solución. Sujeto a la visión dialéctica del progresismo, Lukács considera necesario o natural que las contradicciones vayan siendo sustituidas continuamente y de modo irreversible por las nuevas etapas del desarrollo, de ahí que no conciba en ningún momento que los opuestos filosóficos, que representaban en su tiempo Schelling y Hegel, puedan coexistir en el siglo XX. Para Lukács, ubicado en los años 1940-1950, Schelling ya había sido superado y sepultado de una vez y para siempre por Hegel, del mismo modo en que éste lo había sido, por lo menos en sus aspectos más idealistas, por Feuerbach, Engels y Marx; o como la producción feudal había sido superada y sepultada definitivamente por la producción capitalista. Aunque Lukács se empeña en convencernos de esto, los hechos históricos demuestran que está equivocado: las contradicciones tanto teóricas (filosóficas, morales y religiosas) como prácticas (económicas y políticas), no sólo se dieron en el siglo XIX o a principios del XX, sino que se manifestaron constantemente a lo largo de todo el siglo pasado —y desde luego desde el arranque de este nuestro siglo XXI— sujetas a los intereses de los grupos en permanente pugna; el panorama deja de ser nítido y se enturbia en especial en las épocas de crisis hasta el punto de confundir a cualquiera, o casi a cualquiera, pero las contradicciones sociales no desaparecen en ningún momento. Una cosa es la visión filosófica marxista-leninista de la Aufhebung hegeliana, según la cual la superación es al mismo tiempo conservación de los contrarios y otra muy distinta la realidad: las múltiples contradicciones individuales y colectivas no desaparecen con tan sólo evocar la teoría o asegurar que se combate con ella; la lección histórica sigue siendo que, sin transformaciones reales, todo sigue igual o empeora. Asido a este esquema progresista, Lukács resume su pasaje diciendo que si «tomamos estas formulaciones en su simple generalidad abstracta, no cabe duda de que Schelling muestra, en ellos, cierto vislumbre de la verdadera crisis filosófica de su tiempo»[1]. Pero —presume— esta misma «generalidad abstracta» habría hecho que Schelling percibiera «vagamente que es en la prioridad del ser sobre el pensamiento, en la práctica como criterio de la teoría, donde se halla la clave para la solución de sus problemas»[2]. Es decir, Schelling habría estado todavía lejos de ver las cosas con la claridad que sólo podía permitirle un punto de vista que no fuera el suyo, sino uno de tipo científico o materialista, como el punto de vista marxista-leninista de esos años 1950; lo que es igual a decir que si Schelling en vez de idealista hubiese sido materialista y revolucionario —acaso, si Schelling no hubiese sido Schelling—, la claridad habría estado a su completo alcance. Para Lukács, la razón por la que Schelling no puede ir más allá de esa «generalidad abstracta», de esa percepción vaga, de tal mero vislumbre, es su propia intención política, a saber: dar «certeramente en el blanco de las verdaderas flaquezas idealistas de la filosofía hegeliana [die wirklichen idealistischen Schwächen der Hegelschen Philosophie[3], antes que elaborar una verdadera filosofía del conocimiento fundada en la práctica, no en el pensamiento contemplativo. El objetivo político schellingiano, que según Lukács «es lo característico del nacimiento de toda filosofía irracional llamada a influir históricamente»[4], habría sido «desviar la trayectoria de aquel paso hacia adelante que la filosofía de su tiempo se disponía a dar», para evitar que el contenido se renovara y se volviese social y naciera una «filosofía dialéctica capaz de expresarlo adecuadamente»[5]. El Schelling lukacsiano habría deseado que la filosofía desembocara por lo contrario «en una mística irracionalista a tono con las miras sociales y políticas de la reacción», lo que habría estado de acuerdo «con las exigencias de su tiempo»[6]. Así, pues, tenemos que este Schelling no sólo rompe con su filosofía juvenil, sino que además es víctima de sus circunstancias, se ve llevado y traído por las corrientes dominantes de su tiempo, por las exigencias reaccionarias de que todo vuelva a ser como antes de la aparición de la producción capitalista. A este Schelling, no le queda más que aprovechar la ocasión para volver al interés del público y conseguir si es posible un lugar distinguido en la historia de la filosofía.

viernes, septiembre 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 21

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


A pesar de que Lukács escribe en alemán literalmente «crítica teórica del conocimiento», Wenceslao Roces evita traducirlo con la expresión «crítica epistemológica», que inmediatamente nos remitiría a Kant, emplea en cambio «crítica gnoseológica»[1], que es un concepto anterior a Kant y por lo tanto puede tener un sentido mucho más general. Pero, ¿es verdad que la presunta crítica de Schelling a Hegel tendría el carácter de una crítica a la teoría hegeliana del conocimiento? En el sistema doble de Schelling no hay el interés por explicar el origen del pensamiento del hombre, ni de su conciencia, mediante la teoría de la identidad sujeto-objeto (idealismo objetivo), sino a través de la filosofía práctica (el estudio deductivo y trascendental de las leyes morales). El tema de la existencia, el tema del Ser, y la conciencia primigenia lo aborda ya el joven Schelling, no es algo que surge espontáneamente al calor de la presunta disputa con el viejo Hegel. Schelling no habla en la Introducción en la filosofía de la mitología[2] del Ser en cuanto ser humano, sino en cuanto contradicción de razas [Racen] o estirpes [Geschlechter] capaces sin embargo de pensar —cada una en su diversidad física [physiche Verschiedenheit]— en el hombre, en el ser general, universal o absoluto. Y desde luego, en el Ser divino. Lo mismo sucede con la conciencia: el hombre es capaz de pensar en lo general e infinito, es decir: en lo abstracto, no porque sea un hombre real, no porque sea un ser real, sino porque recibe su conciencia de lo más elevado, de la Unidad; de lo primigenio —diría el joven Schelling; porque en Schelling no hay tal identidad sujeto-objeto, entendida como una teoría del conocimiento humano de la realidad física en torno, sino por lo contrario como la revelación de Dios o de lo absoluto al ser humano. Como ya hemos visto[3], cuando Schelling afirma que en el mundo real —individualmente múltiple— siempre tenemos una idea de algo, no quiere decir otra cosa que, aun en este mundo, irremediablemente separado del mundo ideal o espiritual, llega a nosotros, pervive en nosotros, la conciencia originaria: porque para Schelling hay un enlace intuitivo y permanente con Dios, con lo absoluto, porque se da la tendencia perpetua del retorno a lo infinito, a lo originario. Lo que es igual a decir que estamos determinados por ese Dios, ese absoluto, pues nos hemos desprendido de él. Lukács se mofa de Schelling creyendo que incurría en una ilusión al comparar su «filosofía negativa» con «las concepciones de su juventud»[4], creyendo que Schelling perdía de vista que, «sin transformarlas», era imposible «limitarse a complementarlas con una filosofía positiva»[5], cuando es Lukács quien ha dado por sentado que el joven Schelling había aspirado junto a Hegel a ser un campeón de la dialéctica. De tal suerte que llega a la equivocada conclusión de que «lo que [el viejo] Schelling hacía, en realidad, era abandonar el punto de vista de la identidad sujeto-objeto»[6]. ¡Schelling nunca asumió tal teoría en el sentido puramente realista! Esa fue la percepción fallida de Hegel, que los no tan entusiasmados, ni convencidos, jóvenes Marx y Engels hasta cierto punto aceptaron. Con base en esta percepción fallida, Lukács asegura que, al enfrentar la filosofía hegeliana, Schelling «se ve obligado a plantear el problema de la prioridad del ser o la conciencia»[7], como si este asunto no lo hubiera discutido el joven Schelling también, o como si fuera una contradictoria concesión del viejo Schelling al supuesto idealismo objetivo, a la presunta teoría de la identidad de su juventud. Además, —asegura Lukács— la claridad y la decisión de su exposición sólo serían aparentes[8], porque para él, Schelling se mueve todo el tiempo en el doble discurso, en la ambigüedad, en la confusión. Es decir, no sólo no está convencido de la sinceridad de Schelling, sino que tampoco cree que éste proceda de manera metódica, de forma sistemática y congruente; para Lukács, Schelling sólo improvisa tratando de asestar un golpe al hegelianismo:

«Habla por ejemplo, de la suma contraposición y de la suprema unidad en la filosofía, para llegar a esta conclusión: “Ahora bien, en esta unidad, la prioridad no corresponde al pensamiento: el ser es lo primero, el pensamiento lo segundo o lo derivado”. Y con mayor claridad todavía en este otro pasaje: “Pues no existe el ser porque exista el pensamiento sino que, por el contrario, el pensamiento debe su existencia al ser”»[9].

sábado, julio 01, 2023

Antecedentes del debate crítico contemporáneo: orígenes del irracionalismo 20

POR MARIO ROSALDO



2. LA DESTRUCCIÓN DE LA RAZÓN
(Continuación)


Lukács considera en seguida que, al tratar la dialéctica hegeliana como «una filosofía atea, revolucionaria y plebeya», Schelling presenta una «denuncia», por un lado, porque —en opinión de Lukács— tal dialéctica era «la forma más elevada alcanzada hasta entonces», que amenazaba a la burguesía reaccionaria, y, por el otro, porque esta presunta delación en contra del pensamiento renovador,

«estaba llamada a tener una importancia especial por el hecho de que arrancaba precisamente de Schelling, del compañero de la juventud de Hegel y cofundador de la dialéctica idealista objetiva, cuya filosofía anterior (la que el llama ahora filosofía negativa) había sido, según el propio Hegel, el punto de entronque histórico directo para la construcción del método dialéctico hegeliano»[1].

Lukács resume aquí dos argumentos, que ha venido defendiendo a lo largo de su exposición. Uno: que Schelling no procedía como un filósofo, sino como un delator, un denunciante reaccionario y burgués, o más exactamente: como un político que tomaba partido por la monarquía y la vuelta al pasado feudal; que dejaba a un lado su tarea principal de filósofo científico para ponerse al servicio de las fuerzas conservadoras, sin importar si era consciente o no de ello; que habría renunciado a sus principios filosóficos, abandonando el idealismo objetivo juvenil, para oponerse —bajo la poderosa influencia del Estado prusiano— al hegelianismo en tanto avanzada teórica de las clases revolucionarias. Y dos: que el público en general sabía de alguna manera que Schelling y Hegel eran ambos los fundadores de la dialéctica, lo que revestía de importancia al presunto ataque de Schelling, porque éste insistía en que su nueva filosofía no era más que la continuación de su filosofía juvenil, que había sido admirada por muchos. Para complementar este resumen, Lukács lanza en seguida una hipótesis que, obviamente, atribuye a Schelling: éste creía[2] que si conseguía demostrar «que la dialéctica hegeliana no era más que una falsa concepción de la filosofía negativa» habría dado «un golpe demoledor» a «los partidarios de Hegel» y, además, «atraería a éstos —con excepción de los hegelianos ya irremediablemente radicalizados, es decir, de los liberales más o menos decididos— al campo reaccionario de Federico Guillermo IV»[3]. No nos extrañe que esta atribución no tenga fundamento en la filosofía de Schelling, sino únicamente en el rígido esquema que Lukács ha preparado para exponerlo como enemigo de la revolución y del progreso, pues, además de que le permite repetir con aparente justificación la presunción de que Schelling no era un filósofo, sino una especie de ideólogo en campaña política en contra del hegelianismo y los revolucionarios en general, a Lukács no le interesa en lo más mínimo corroborar su opinión confrontando su esquema preconcebido con lo que de hecho pensaba Schelling. En efecto, el interés de Lukács nunca está en Schelling, nunca en el doble sistema filosófico de éste, sino únicamente en lo que, para él, sería la correcta interpretación marxista-leninista de la obra schellingiana, que al final —en Lukács, se entiende— no es sino reunir fragmentos o datos aislados que en conjunto pudieran dar la impresión de que forman un todo perfecto, sin irregularidades, sin interrupciones. Desde luego, es Lukács quien realmente cree o supone, que este y no otro es el pensar schellingiano. Pero no está dispuesto a reconocer error alguno en la lectura de Schelling, si acaso solamente en la lectura —que debiera ser ortodoxa— de los clásicos de la dialéctica. Para Lukács, la crítica inmanente no es cuestión de tanteos, de ensayos, menos de poner a prueba los principios base, sino de tomar partido de manera resuelta por la solución que el marxismo-leninismo ya ha puesto en marcha. Esta presunta creencia schellingiana, que, de acuerdo a Lukács, se lanza contra los hegelianos para convertirlos —sólo parcialmente— en seguidores del Kaiser, se apoya tanto en la tesis declarada —y asumida por Lukács desde el inicio— de que «no hay ninguna ideología “inocente”»[4] como en la teoría supuestamente marxista de que la obra de Schelling —o de cualquier otro autor— puede entenderse perfectamente si se comprenden sus condiciones materiales de vida y las ideas dominantes de su época. Así, prescindiendo del estudio a fondo de la obra del enjuiciado, hasta se puede saber lo que él creía o pensaba de modo subjetivo o inconsciente.

miércoles, junio 07, 2023

Nuestra crítica al libro de Paolo Portoghesi en PDF

POR MARIO ROSALDO




Advertencia al lector


Cuando el acercamiento a los libros de crítica arquitectónica se hace por obligación escolar o curricular, no como consecuencia del desarrollo físico y espiritual del estudiante de licenciatura o del aspirante a un posgrado, las prisas y los atajos conducen a resultados paupérrimos, a lo más, a simples simulaciones de investigación. El dilema en la educación profesional ha sido hasta el día de hoy si los estudiantes deben expresar solos sus emociones e intereses o si por lo contrario deben ser guiados preceptivamente, esto es: dentro de límites protocolarios y académicos muy estrechos; lo que en realidad significa alejarlos de tales emociones e intereses personales con el argumento de que la escuela ofrece, o bien una opción más organizada y sistemática, o bien una respuesta mucho más científica, que las experiencias meramente individuales o subjetivas.

El profesor que deja solos a sus estudiantes ve un panorama desalentador. Puestos en libertad para expresarse, éstos no tienen nada que decir o solamente repiten viejos clichés. Se suele perder de vista que todo el proceso formativo anterior al profesional ha sido preceptivo, al punto de que el estudiante que llega a la universidad trae consigo el hábito de contenerse, de no dejar libre su propia manera de ser y pensar; de primero halagar a sus profesores para recibir a cambio la recompensa de la simpatía y la aprobación adulta y social, antes que defender sus puntos de vista acerca de cualquier tema o problema que se le plantee. El reto natural de la evolución, que es transformación al mismo tiempo que adaptación, se ha reducido en él, a través de la educación, a través del presunto refinamiento civilizador, a la sola posibilidad de incorporarse a lo existente y dominante, esto es, a la inserción laboral en la producción capitalista, en la sociedad burguesa, en el mundo actual. Aunque alguno que otro estudiante ve en la etapa profesional el momento para dejar atrás ese lastre reduccionista, el resto prefiere irse por lo trillado y seguro, no quiere arriesgar ese futuro que ha imaginado y que —calcula— se consigue en buena medida con los éxitos profesionales y con la aceptación de lo dado, lo común y corriente, lo adocenado.

lunes, mayo 01, 2023

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Vigésima Parte)

POR MARIO ROSALDO




2

ESTRUCTURAS SOCIALES GAUCHAS Y ARQUITECTURA

(Continuación)

El primer apartado se llama El inicio de la administración autónoma. Weimer arranca aquí con un esquema que subraya la diferencia entre el tiempo que los portugueses controlan el este, el centro y el norte del país, y el que les toma ocupar el territorio sur en disputa con España. Con esto Weimer señala tres puntos sobre los cuales desarrollará algunas ideas. El primero es que, con el fin de la guerra de independencia y con el establecimiento autónomo-administrativo de la provincia de San Pedro, se cierra un ciclo de suma inestabilidad en el extremo más meridional de Brasil, durante el cual se forma «un estamento militar dominante». El segundo, que cuando se consuma la independencia, el territorio tenía ya suficiente tiempo en las manos de los portugueses que no podría ponerse en duda el carácter legal de su incorporación al Estado lusitano-brasileño. Y el tercero, que este ciclo de gran inestabilidad repercute también y por bastante tiempo en la vida independiente del territorio. Del «estamento militar» nos dice que, si bien su primera misión fue conquistar u ocupar el «territorio para la corona portuguesa», a fin de legitimar la posesión individual de la tierra, con el paso del tiempo estos militares se convirtieron ellos mismos en terratenientes, pues eso aseguraba su influencia sobre la administración de la provincia. De suerte que, a juicio de Weimer, esta presencia y esta conversión de una clase a otra «garantizaba y ratificaba toda la violencia practicada por la posesión de la tierra»[1]. Intentando precisar su narración histórica y, al parecer, también como una muestra del rigor con el que estudia las fuentes bibliográficas, Weimer rechaza que «la concesión de sesmarias»[2] se haya basado «en las virtudes guerreras y la capacidad de trabajo de los coroneles». Para Weimer, esta aseveración «no tiene fundamento histórico», esto es, no tiene un respaldo documental del cual pueda deducirse un argumento universalmente válido o de aceptación unánime. Asume que lo más lógico es lo siguiente: «En la medida que se organizaba una vida económica estable, basada en la cría de ganado, la legitimidad de las tierras dependía más de la astucia que de la valentía, más de la relación familiar y de favores que del desempeño militar, más de la “protección” de los generales que de la camaradería de barraca»[3]. De modo que, si se admite lo anterior, se puede aceptar igualmente que, para el estamento militar, volverse un «terrateniente significaba tener influencia en la administración provincial». Weimer nos hace en seguida una descripción esquemática de lo que en su opinión originaba la situación inestable de San Pedro: «Como el aparato administrativo era débil, el cuadro de la organización social tenía un aspecto celular»[4]. Pero —puntualiza Weimer— los latifundios eran independientes gracias a la existencia de «una rígida estructura militar» encabezada por «el coronel», a quienes apoyaban «peones, indios y esclavos». Entre las células o los latifundios, deduce Weimer, «se daba el espacio suficiente para la vida de los gauchos». Según Weimer, los gauchos de esa época eran «personas errantes, que vivían del contrabando, del robo y del asalto». Es decir, estos gauchos, a los que Weimer —siguiendo a sus fuentes documentales— califica también de «marginales» y «malhechores», eran la causa de la inseguridad que se experimentaba en todas partes, tanto en el campo como en los «conglomerados urbanos». ¿Insinúa Weimer que los gauchos habían medrado a causa de la precariedad social, del aislamiento casi feudal en el que se vivía, a pesar del carácter originalmente militar de la clase dominante? Esperemos poder responder esto más adelante.

miércoles, marzo 01, 2023

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Decimonovena Parte)

POR MARIO ROSALDO




2

ESTRUCTURAS SOCIALES GAUCHAS Y ARQUITECTURA



Comencemos el estudio crítico del segundo ensayo de Weimer[1], primero, resumiendo lo que declara en el apartado inicial, que es el de los objetivos, y, luego, haciendo nuestras observaciones a su proceder metódico y expositivo en tal declaración. A manera de preámbulo, Weimer nos remite a los 4 volúmenes de la Estética I de Georg Lukács donde éste —asegura Weimer— desarrolla «la tesis de que la arquitectura expresa, antes que otra cosa, la lucha de una sociedad concreta para someter la naturaleza a sus necesidades»[2]. Sin darnos ni la cita exacta, ni el contexto al que pertenece, Weimer comenta simplemente que con esta tesis «el primado de la lucha de clases dentro de una organización social tiende a un plano secundario»[3]. Y le parece que no puede ser de otra manera porque el mismo Weimer nos aclara que la lucha por el dominio de la naturaleza es una empresa que involucra a «la sociedad, como un todo»[4], teniéndose que hacer a un lado, o incluso poniendo esa lucha común por encima de «los intereses conflictivos dentro de los diversos estratos que la componen»[5]. Weimer encuentra la tesis «un tanto extraña» pues no se explica el por qué «un autor reconocidamente marxista» abraza la lucha por el dominio del medio físico y no la lucha por el predominio de una o varias clases sociales[6]. El extrañamiento, sin embargo, no le impide rescatar lo que sería el lado valioso del razonamiento lukacsiano. De modo que, en su opinión, la tesis «no deja de ser estimulante para una reflexión sobre el fenómeno arquitectónico ya que le atribuye características especiales y peculiares que la diferenciaría de las demás formas de expresión»[7]. Aunque uno se interrogaría por los aspectos sobreentendidos de este juicio lapidario, Weimer no nos da mayores datos de lo que piensa al respecto. Antes bien, toma esta opinión como una sólida base para plantear la pregunta, que intentará responder a lo largo del ensayo consultando la abundante documentación histórica disponible: «¿Será que la lucha de clases es irrelevante en la materialización de la obra arquitectónica?»[8] En seguida, Weimer nos explica que esta documentación, «referida a las realizaciones en el sector de obras públicas en Rio Grande do Sul», está «prácticamente inexplorada», y que al abarcar desde el período imperial hasta la Segunda Guerra Mundial, incluyendo las dos etapas del período republicano (la República Vieja y la República Nueva), le permiten suponer que ya tendrían aislados «los intereses de la o de las clases dominantes en este Estado» y, además, que podrían «examinar —a la luz de los datos empíricos— las transformaciones estructurales de una sociedad concreta y las eventuales relaciones que se procesaran en la evolución arquitectónica»[9]. Weimer cierra este apartado inicial con una larga advertencia y su correspondiente justificación: «Para efectos de este ensayo no avanzaremos más allá de la Segunda Guerra Mundial puesto que la arquitectura que se implantó desde entonces —la llamada arquitectura moderna— trajo consigo un corpus teórico bastante revolucionario. Temíamos que la profunda transformación sufrida por la arquitectura nos acarreara problemas que, a falta de una perspectiva histórica más alejada, podrían complicar la sencillez de la cuestión que queríamos examinar. Por esto, dejamos este tema para un estudio posterior»[10]. Pasemos ahora a nuestras observaciones o críticas. Aunque a Weimer le parece incongruente que un marxista, es decir, un defensor de la vía revolucionaria encabezada por el proletariado, ponga en segundo lugar la estrategia de lucha práctica que precisamente habría de llevarle al poder, no hace absolutamente nada para demostrarnos que efectivamente este es el punto de vista de Lukács y no la muy simplificada interpretación del propio Weimer. Este desinterés por cotejar lo que él entiende con lo que de hecho dice Lukács, le hace suponer también que Lukács concibe el arte y la arquitectura como «formas de expresión», cuando en realidad Lukács se refiere a dos aspectos diferentes que sin embargo forman una unidad dialéctica: «las tendencias artísticas descritas y las estructuras de obra artística correspondientes no nace una de otra, sino que son reflejos estéticos y formas de expresión de una complicada evolución histórica»[11]. Donde Lukács une, Weimer separa, reduce el arte y la arquitectura, con la simple idea de «formas de expresión», a sus aspectos meramente materiales o infraestructurales. Por otro lado, nos queda claro que Weimer no reclama a Lukács este aparente abandono de la teoría de la lucha de clases, porque no busca devolverla a lo que sería su sitio central, sino resaltar la participación de la arquitectura en la construcción de la realidad social brasileña. Ya veremos como lleva a cabo esta tarea propuesta y si tenemos razón en nuestra primera impresión.

domingo, enero 01, 2023

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Decimoctava Parte)

POR MARIO ROSALDO




1

LA ARQUITECTURA RURAL DE LA INMIGRACIÓN ALEMANA

(CONCLUSIONES)

Para finalizar nuestro estudio crítico del primer ensayo de Weimer cotejaremos el «resumen libre»[1] del libro Arquitetura da Imigração Alemã[2], cuyo antecedente directo es la disertación de maestría en historia de la cultura de 1980, no con la primera edición de 1983 del citado libro, de la cual hemos leído en línea sólo algunos fragmentos, sino con la segunda edición de 2005, con cuya versión impresa contamos. Weimer asegura ahí, en la Nota para a nova edição, que, a pesar de haber revisado y ampliado el libro, o incluso haber cambiado el título, no ha sucumbido a la tentación de modificar el «corpus teórico» original. Eso sí, aclara que ya no sostiene ese «corpus teórico»[3], pero olvida especificar cuál es el que defiende ahora. De modo que, dentro del límite que establecimos desde el inicio (no extender nuestra crítica a toda la bibliografía de Weimer, que no está a nuestro alcance), es válido hacer este cotejo para comprender mejor lo que se acentuó en el «resumen libre», o lo que desapareció en él, pero que aparece todavía en la edición revisada y ampliada, acaso por ser fundamental. Entremos en materia haciendo una aclaración.

Desde el comienzo de este estudio crítico manifestamos nuestra impresión de que la posición de Weimer respecto a Marx era ambivalente y que haríamos el intento de corroborarla. Para ello nos valimos de la tesis de que Weimer aceptaba, por lo menos en parte, la teoría de la base económica y la superestructura de Marx o, mejor dicho, el esquema determinista que él entendía como la interpretación correcta, no sólo porque en un apartado del ensayo se refería específicamente a la teoría, sino igualmente porque, a primera vista, se podía decir que ella era el fundamento equívoco de toda su exposición: Weimer asumía la teoría marxiana, sólo que en su forma invertida o idealista. Además, desde el inicio del «resumen libre», Weimer acotaba, en una nota a pie de página, que «muchas veces, la creación poética expresa mejor la realidad que la frialdad científica»[4]. En otras palabras, desde el comienzo Weimer ya está convencido de que muchas veces el punto de vista «superestructural» explica mejor la realidad que el «infraestructural». De esta suerte, recurrimos a expresiones como «en ocasiones», «inversión ocasional» y «tesis ocasionalista» para subrayar la conservación de la interpretación errónea de la teoría y la supuesta modificación llevada a cabo por Weimer, entendiendo desde luego que ésta y no otra era en efecto la perspectiva weimeriana. Ahora que confrontamos este «resumen libre» con el libro que lo origina, podemos decir que no estábamos en absoluto equivocados, pues durante la confrontación se hace mucho más evidente que Weimer evita pronunciarse de manera tajante en contra de la teoría de Marx. Acepta lo que él entiende como el concepto de trabajo de Marx y asegura que, al examinarse la arquitectura desde el punto de vista de la teoría de Marx, el fenómeno se vuelve mucho más inteligible[5]. Pero le parece que hay cosas a las que esta teoría no responde: «Marx tiene amplia razón al afirmar que el espíritu no puede vivir fuera de la materia. La Arquitectura teuto-brasileña no podría haber nacido disociada de las condiciones socioculturales de la comunidad inmigrante. Pero si la infraestructura determina la superestructura, es difícil entender por qué la Arquitectura presenta matices entre las diversas corrientes inmigrantes... ¿Si las condiciones infraestructurales eran las mismas, cómo entender que lo Sitios de las diversas corrientes presentan características diferentes?»[6]. No está claro si en las muy breves conclusiones del libro Weimer incluye la teoría de Marx entre las «teorías de la cultura» a las que tacha de «insuficientes»[7], pero es probable que sí. Como a Weimer le parece que la «superestructura» es más compleja que la «infraestructura»[8], estima que estas «teorías de la cultura» no explican cabalmente el fenómeno de la arquitectura teuto-gaucha, la cual, en tanto «resistencia cultural», sería prueba palpable o empírica de que la «superestructura», si no muchas veces, por lo menos en este caso, habría determinado al medio social lusitano-brasileño y no al revés como presuntamente ocurre en la teoría de Marx, a la que Weimer imagina estar aludiendo. Es verdad que Weimer nunca dice expresamente que la inversión de la teoría de Marx sea ocasional, pero tampoco dice que sea única, excepcional, simultánea ni alterna, mucho menos que sea definitiva o para siempre. No afirma, como haría un popperiano, que el caso de la arquitectura teuto-gaucha —y la «resistencia cultural» implícita— sea prueba de la falsedad o del error de la teoría de Marx, ni que por ello deba descartarse, sino solamente que no da todas las respuestas o que es insuficiente; esto es, que su presunto determinismo económico no explica todos los casos, en especial no explica el de los colonos teuto-gauchos. Sin embargo, al invertirla durante la exposición de su tema cultural o «superestructural» para demostrar que la teoría marxista no se cumple todo el tiempo, da a entender que, por ocasión o contingencia, o incluso por accidente o casualidad, la «superestructura» también puede tener un efecto sobre la «infraestructura». Esto equivale a decir que Weimer deja abierta la posibilidad de que, en un momento dado, la «superestructura» sea considerada de tanta o de mayor importancia que la propia «infraestructura». Con ello estaría sugiriendo que el enfoque o el tratamiento histórico-cultural de un fenómeno espiritual podría ser tanto o mucho más científico que el marxista. Pero Weimer mismo no da ese paso, se queda en la simple presentación argumental del acontecimiento que probaría la insuficiencia de una teoría de la «infraestructura» y la «superestructura», que —como veremos en estas conclusiones— erróneamente adjudica a Marx.

jueves, noviembre 24, 2022

17 años - La disolución actual de lo real

POR MARIO ROSALDO



Cada año, al escribir el mensaje de aniversario, leemos al azar libros de crítica de arquitectura de publicación reciente, con el ánimo de enterarnos de las novedades que promueve la producción académica, editorial o independiente, por la vía impresa o digital. E invariablemente encontramos que, aun cuando se habla de «arquitectura actual», de «actualidad arquitectónica» o de «realidad arquitectónica actual», no se piensa en lo que está aconteciendo en el instante mismo en que se escribe o publica, sino en el discurso documentado del debate filosófico-literario que tuvo lugar durante el siglo XX, con un interés especial en aquellos términos del debate que más resonancia tuvieron entre los artistas, los poetas, los psicólogos, los antropólogos o los historiadores de aquella época. Y esto no puede ser de otro modo, en parte porque el debate considerado actual de hecho es el intento de acabar en algún momento presente o futuro con una discusión que lleva siglos de duración, entre quienes defienden el empirismo científico o el puro-racionalismo (más generalmente: el materialismo o el idealismo). Pero también porque en estas décadas recientes el medio intelectual dominante ha eclipsado a sus adversarios más radicales. Así, ha podido difundir con mayor amplitud el pensamiento de los filósofos y los llamados científicos-humanistas aumentando la influencia de éstos y aquéllos en las nuevas generaciones de investigadores y estudiantes. Los más reacios entre estos filósofos o humanistas a aceptar el orden establecido, pero también los más tradicionalistas, han podido convencer a quienes les escuchan —y quieren creer en sus argumentos— que los clásicos idealistas siempre tuvieron razón respecto a la presunta inexistencia independiente de la realidad. Para el idealista de los siglos XVIII y XIX, si la realidad no se reducía al puro-racionalismo, no tenía por qué ser un punto de referencia, ni una fuente confiable e imparcial para dirimir controversias; no es una novedad, pues, que ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, se quiera sustituir la realidad del mundo, de la sociedad y del individuo con el simple discurso idealista del viejo debate revestido de nuevas definiciones o incluso de nuevas palabras. En efecto, el idealismo más refractario a la ciencia quiere erigirse en nuestros días en juez sancionador de sus propias elucubraciones. Negando de paso cualquier derecho a la ciencia para diferenciar entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la realidad y la ficción o entre el pasado y el presente. Cuando mucho, acepta poner a la par la ciencia y la filosofía, o la ciencia y el arte. Es decir, aunque parezca estar criticando sus puntos de partida, sus propios fundamentos, o dé la impresión de que sólo habla para sí, este idealismo más bien niega que las teorías y las demostraciones científicas tengan ventaja alguna respecto a la epistemología, la ontología o la ética y la moral. Y aunque toda esta toma de posiciones en apariencia neutrales y conciliadoras ocurre sólo en el discurso de un sector de la filosofía, el apoyo abierto o disimulado del medio intelectual dominante lo fortalece cada vez más frente a las opciones realistas, sean clásicas, sean de renovada presentación. No extrañe entonces que ahora algunos jóvenes pretendan actualizar la definición y la explicación del pensamiento científico valiéndose exclusivamente de dicho discurso idealista.

martes, noviembre 01, 2022

Arquitectura, cultura y lucha de clases en Brasil (Decimoséptima Parte)

POR MARIO ROSALDO



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LA ARQUITECTURA RURAL DE LA INMIGRACIÓN ALEMANA

(continuación)

Toca el turno del sexto apartado del ensayo de Weimer. Se titula La arquitectura en las colonias aisladas[1] y es breve. Si por un lado, reconoce Weimer que estas colonias sufrieron mucho más fuertemente las influencias del «medio cultural lusitano-brasileño» que les rodeaba, por el otro no deja de enfatizar —en los casos que él y sus asistentes estudiaron— los detalles que a su juicio demostrarían lo que él llama aquí y en todo el ensayo la «resistencia cultural» emprendida por los colonos germanos. Un punto importante, que Weimer no señala con suficiencia, es el por qué sólo se aplicaba el nombre de «colonia vieja» a las colonias del conjunto más unido, pues por lo menos una de las colonias «aisladas» se había formado justo «en los primeros años de la inmigración». ¿Tiene que ver con el tipo de arquitectura centroeuropeo que construían? ¿Daba esa arquitectura la impresión de algo «viejo»? Por otro lado, Weimer llama «colonias aisladas» a aquellas que adoptaron en parte la arquitectura lusitano-brasileña, por estar físicamente apartadas de ese viejo conjunto. Pero en su explicación teórica, en la defensa de su tesis, trata de integrarlas culturalmente resaltando estos rasgos centroeuropeos que probarían que, incluso bajo el predominio cultural de lo lusitano-brasileño, o solo de lo azoriano, los germanos habrían conseguido «imponer» algunos elementos constructivos ancestrales, conservando así la característica que Weimer subraya en su interpretación histórico-culturalista del modelo de Marx de la base y la superestructura: resistirse culturalmente a la total absorción del medio constructivo-arquitectónico en el que se desarrollaban. Weimer explica que en Tres Horquillas, en Torres, la construcción había corrido a cargo de alguien llamado «el portugués», porque los colonos no habían contratado artesanos germanos especializados. Asegura Weimer que él y su equipo de trabajo tuvieron que prestar mucha atención a las construcciones de esta colonia para poder descubrir lo germano en medio de la aplastante influencia lusitano-brasileña. Descubrieron sobre todo que la estructura era portuguesa, pero el material germano: madera. Y que la viga maestra se había hecho o montado «al gusto germano». Así, «el inmigrante conseguía imponer al constructor “portugués” algunas condiciones: que la construcción fuese de entramado y que tuviese una viga maestra»[2]. Weimer encuentra más interesante «lo que aconteció con la segunda generación», pues ésta fue capaz de «construir en un lenguaje formal más próximo al alemán»[3]. Desafortunadamente, esta evolución llevó a la pérdida de «algunos conocimientos fundamentales»[4]. Y explica: «En la manera constructiva portuguesa, la estática se conseguía fijando los nabos [postes] en el suelo; en la forma alemana, a través de la triangulación por piezas inclinadas»[5]. «En las construcciones de la segunda generación se abolieron los nabos y la estructura se apoyó sobre cimientos de piedra sin uso del contraviento. En estas condiciones, la estática sólo se puede conseguir transfiriendo al cerramiento de los tramos el endurecimiento de la estructura que se desconoce tanto en la técnica portuguesa como en la alemana»[6]. El caso de San Lorenzo, cercano a Pelotas, confirma en apariencia la tesis de Weimer. Los germanos se establecieron en una región donde los habitantes eran oriundos de Las Islas Azores. Aunque repitieron con mucha semejanza el partido de la casa azorita (cocina, sala-de-estar y cuarto-de-camas), hicieron cambios en las «funciones», lo que debía ser la cocina se convirtió en cuarto, mientras que la cocina se fue a un predio o construcción independiente. Así tuvieron sala en el centro y cuartos a los lados, más la cocina independiente. Satisfecho de la presunta demostración de su tesis, Weimer cierra el párrafo con esta consideración: «En todos estos casos se evidencia la misma técnica de resistencia cultural: someterse a las condiciones ambientales y, en la medida de lo posible, regresar a las tradiciones culturales que les eran propias. Este proceso de adaptación quedó a medio camino: no regresó a las condiciones plenas de cultura ancestral pero hizo lo que pudo para no renunciar a ella»[7]. Resulta absurdo suponer como Weimer que estos cambios obedecieron a una pura «resistencia cultural», en especial tratándose de gente con una vida dedicada al trabajo físico. Resolvían en primer lugar problemas reales, apelando a su experiencia como gente práctica o trabajadora. Se adaptaban lo mejor que podían a sus nuevas condiciones de vida. Tomaban la experiencia de otros, cuando era posible, y la propia para adaptarse mucho más eficientemente al medio físico y social. Es más lógico pensar que las necesidades físicas y económicas determinaron que en San Lorenzo se optara por repetir la costumbre germana de la cocina exterior, y se tuvieran en consecuencia dos cuartos que demandaba el crecimiento de la familia. Lo simbólico era muy secundario y llegaba sólo después de haber satisfecho lo más importante en la adaptación y la supervivencia.

jueves, septiembre 01, 2022

Nuestro más reciente estudio crítico en PDF

POR MARIO ROSALDO





Sin cambios significativos en su redacción, publicamos hoy en PDF el «dilatado» estudio crítico que hemos dedicado al breve, pero interesante, ensayo de Simón Marchán Fiz, La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas, que, como hemos indicado tantas veces, pertenece al libro colectivo, El descrédito de las vanguardias artísticas , cuya coordinación a fines de los setenta corre a cargo de Victoria Combalía, porque el anuncio introductorio según el cual ahí «exponemos ... nuestras reflexiones sobre los primeros tres trabajos... » es una idea a la que no hemos renunciado del todo. Solo que no sabemos con toda seguridad cuándo podremos realizarla cabalmente. Por lo pronto, nos ha parecido importante reunir todas las 25 partes de esta crítica al primer trabajo, no sólo porque es independiente de los otros restantes, sino también porque de este modo el conjunto de fragmentos puede convertirse en un más apropiado objeto de crítica, esto es: puede ser puesto en el banco de pruebas de la realidad de manera más práctica. Con esto queremos decir que diferenciamos básicamente dos tipos de crítica, la que se somete al imperio de los presentimientos y prejuicios, rechazando la ciencia y el conocimiento objetivo, y la que acepta el reto de confrontar todo concepto, toda categoría, con la realidad del presente y de la historia. La primera descarta de un plumazo aquello que se opone a sus condiciones subjetivistas, a quienes no creen en su discurso idealista, mientras que la segunda cuestiona a fondo incluso sus propios puntos de partida.

viernes, julio 01, 2022

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Vigesimoquinta y última parte)

POR MARIO ROSALDO





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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONCLUSIONES



En estas conclusiones a nuestro estudio crítico del ensayo de Marchán, queremos destacar el proceder interpretativo de éste; para poder hacerlo, primero tenemos que bosquejar cómo llega Marchán a la concepción de una emancipación humana que tendría que pasar forzosamente por la emancipación estética y, al mismo tiempo, cómo llega a la concepción estetizante de una teoría de la base y la superestructura, que sería la parte complementaria de la versión marxista-materialista, que según Marchán habría faltado hasta la fecha en que escribe su ensayo. Cuando Marchán plantea que sin una emancipación estética, la sola emancipación económica no nos lleva a ningún lado, no sólo quiere remitirnos a lo que sería el fracaso potencial o real de la entonces existente Unión Soviética, o a lo que para él era el fracaso de algunos representantes del movimiento obrero pugnando únicamente por cambios en la estructura económica, sino también a lo que sería una muy vieja demanda anterior al marxismo: la incorporación del humanismo a cualquier proyecto de transformación social que pudiera emprenderse a escala nacional o global, entendiendo por humanismo el pulimento o refinamiento estético del espíritu humano a través del arte, la religión y la moral para contrarrestar los efectos de una vida excesivamente práctica, utilitaria y materialista. La tesis de Marchán es que Marx habría incluido en su teoría social, si no una idea clara de humanismo, por lo menos algunos rasgos que serían suficientes para justificar una interpretación esteticista. Por supuesto que a esta propuesta de Marchán se oponen un sinnúmero de autores que, mucho antes de él, ya habían alegado la existencia de un verdadero humanismo en Marx, sin necesidad de agregarle nada extraño. Por otro lado, es evidente que Marchán ve tales rasgos humanistas porque él mismo —como muchos de nosotros— ha estado inmerso todo el tiempo en esa demanda que presuntamente busca un equilibrio entre lo material y lo espiritual. Y porque junto con Della Volpe y Schmidt —a quienes reconoce casi desde el inicio de su ensayo como dos de sus más directas influencias— cree que entre un aspecto y otro no puede haber más que una relación recíproca, dialéctica. Esta suposición de que todo se opone y se determina mutuamente, les hace creer a los tres que cualquier par de opuestos se debe entender como una antinomia a superar por la «vía práctica», esto es: mediante el razonamiento filosófico. De esta forma, sin más vueltas, concluyen erróneamente que entre la base económica y la superestructura hay una relación dialéctica que, en el caso de Marchán, resulta ser una serie de mediaciones o instancias casi infinitas cuyos diferentes momentos son tan importantes como la famosa «última instancia» de Engels. Esto por supuesto no existe en la teoría de Marx y Engels, sino que ha sido agregado por los intérpretes de los años sesenta y setenta principalmente. Con esta reposición del sofisma de la tortuga y Aquiles, se desdibuja la determinación que Marx establece entre lo económico y lo superestructural y se queda en libertad de hacer con las «instancias» lo que se quiera. Otro error que comparten Della Volpe, Schmidt y Marchán es confundir la superestructura o ideología con la conciencia. En La ideología alemana, se define la superestructura de varias formas, pero en especial como «falsa representación de la realidad» y como «representación invertida» de la misma. También como el pensamiento impuesto por la clase social dominante, el interés del individuo sobre el del grupo, justificando la imposición como un mal necesario o como el sacrificio de los menos por los más, por el bien común. En la Introducción de 1859, en Hacia una crítica de la economía política, Marx opone conciencia objetiva o real a representación fantástica de la realidad, inscribiendo específicamente el arte y la religión en este tipo de representaciones. Y distingue entre arte como actividad en la vida real y arte como forma ilusoria, así como conciencia real y sus formas ideológicas o ilusorias. Es decir, Marx no identifica conciencia con ideología, ni las actividades prácticas con las formas ilusorias o institucionales que adquieren a través del tiempo. Cuando Engels explica en sus cartas que la ideología puede ser definida como una «falsa conciencia», no dice jamás que sea una conciencia, sino que no lo es. Con las cartas de Engels queda perfectamente claro que no se trata de resolver una dialéctica entre la base y la superestructura, sino de demostrar que las determinaciones nacen siempre en la base real, en la base económica, aunque se valgan de formas ilusorias o ideológicas para influir en las clases sociales. ¿Qué es pues lo que hace entender a Della Volpe, Schmidt y Marchán que están justo frente a una cristalización de sus propias ideas? ¿Por qué ven sólo aquello que quieren ver?

domingo, mayo 01, 2022

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Vigesimocuarta parte)

POR MARIO ROSALDO





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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



En los noveno y décimo párrafos de este cuarto apartado, Marchán continúa la discusión sobre «la escisión trabajo/tiempo libre y oposiciones afines»[1]. Iniciemos con el noveno. Marchán está convencido hasta el final de su ensayo de que su referencia real son los pasajes de algunas obras de Marx. Pero en los hechos se centra únicamente en lo que para él tiene sentido; a saber, la presunta distinción que Marx habría establecido entre el trabajo productivo y el trabajo creativo, o entre el trabajo asalariado y la actividad artística. El arranque sería la antinomia de la actividad sujeta a la satisfacción de las necesidades físicas, o la actividad productiva, y la actuación sin los impedimentos del mundo material, del sistema económico, o el tiempo libre. Marchán tiene la impresión de que Marx ve que esta antinomia reduce el tiempo libre a una mera improductividad, de ahí que se oponga a ella e invite a su superación. Marchán también ve en retrospectiva que las vanguardias coinciden con Marx en el rechazo a «esta dualidad», pero no en «los pasos de su superación»[2]. Marchán concede que Marx no ve exclusivamente esta «dualidad» como la oposición kantiana o clásica de necesidad/libertad, porque «fue apreciada en ciertos momentos de El Capital acudiendo a la metáfora de lo lúdico en el trabajo», pero opina que, «en general, Marx analiza la superación desde la óptica de la división del trabajo»[3]. Las vanguardias en cambio, arriesga, «parecen confiar la solución al propio arte»[4]. Lo que está implícito en este esquema de Marchán es precisamente lo que hace falta discutir: la validez del carácter autonómico del arte y de la estética que la tradición hereda de Kant, que el Marx de Marchán suscribe, pero no el Marx real. Este carácter autonómico es la base de las explicaciones que Marchán encuentra en el punto de vista de su Marx y de «las vanguardias»: aquél no antepone «la emancipación estética (…) a la social»[5], éstas sí. Aquél, el Marx marchaniano, queda atrapado en la utopía del «próximo futuro», éstas, las vanguardias, fracasan en el primer capítulo de las «mediaciones históricas» (capítulo que en vano habría intentado realizar esa «utopía concreta»). Y no puede ser de otro modo porque, a decir verdad, la perspectiva kantiana no reconcilia nunca el racionalismo con el empirismo, sino que distingue más bien al uno del otro. El remontarse hasta una conciencia pura, como propone Kant, no es otra cosa que proponerse librar el discurso en sí de toda referencia física, de toda contaminación empírica. La libertad kantiana es —en teoría, desde luego— la más absoluta abstracción de la realidad, a la que de entrada le da la espalda declarándola de suyo incognoscible[6]. La «emancipación estética», de acuerdo a Kant, no es sino la persecución de esa pureza, es el querer apartar la idealizada libertad del artista de la burda necesidad, del límite empírico de la vida diaria. ¿Cómo puede pensarse entonces en que haya «mediaciones» entre la esfera estética y la realidad, de la cual por método y principio se aleja? No hay manera de «mediar» entre lo ideal y lo real mientras se considere eterna e irrenunciable la autonomía del arte y de la estética. No se resuelve una contradicción pasando de contrabando otra, cuya solución asimismo sigue pendiente. Recordemos que este enfoque kantiano de la «emancipación estética», de la recuperación de «lo estético», no es el de las vanguardias, es por entero de Marchán, aunque lo presente como planteamiento histórico de aquéllas. Cuando dice que las vanguardias privilegiaban al «arte como modelo de acción» aun cuando no se haya «superado la oposición»[7], o cuando afirma que las vanguardias se esforzaban por hallar «los procedimientos para pasar del arte a la vida»[8], e, incluso, cuando expone que las vanguardias, en cuanto «determinación de necesidades insatisfechas», delegaban «a la arquitectura, al urbanismo o al diseño, las posibilidades de dar concreciones reales a objetivos» que en otras artes «sólo eran ilusorios», si bien «en la línea racional-constructivista»[9], es fiel en apariencia a los hechos documentados de las vanguardias, pero en realidad repite un esquema condicionado por su aceptación incuestionable de la perspectiva kantiana, por la adopción de la tradición filosófica en su versión presuntamente más concreta, la del Marx marchaniano. Por lo contrario, en sus propuestas documentadas, las vanguardias rechazaban el permanecer atrapadas en ese aislamiento autonómico del pensamiento clásico alemán, preferían ubicarse en la vida práctica, no sólo como hacedoras de obras tangibles, sino también como defensoras de los ideales del humanismo. Hemos visto en la Vigesimotercera parte que las vanguardias rusas estaban dispuestas a fusionar el arte con la producción material; es decir, que en ningún momento se encerraban en la esfera de la pura idealidad. Había, de hecho, un rompimiento con esa perspectiva autonómica kantiana. Marchán no reconoce esto en absoluto, pero tampoco sostiene abiertamente que las vanguardias permanecieron siempre en la esfera pura del arte, porque habría tenido que aportar pruebas documentales, no darnos simples alusiones y generalizaciones. No las aporta porque, en efecto, nos advierte que sólo le interesa hacer sugerencias, no demostrar nada en concreto. Sin embargo, el tono de su ensayo no es el de una insinuación. Está convencido de que, por lo menos en parte, tiene razón. Y esa parte es la que tiene que ver con el «desarrollo desigual» del arte.

martes, marzo 01, 2022

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Vigesimotercera parte)

POR MARIO ROSALDO





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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



En el séptimo párrafo, Marchán distingue lo que se decía entre las vanguardias en contra del arte y del individualismo artístico y lo que a su juicio debería ser la interpretación correcta de tales declaraciones. Vuelve, pues, al tema de la liquidación del arte, aunque ahora visto desde el problema de las capacidades del hombre y su determinación por parte de la división social del trabajo en la sociedad capitalista. Ya que para Marchán la «universalidad estética» es una de las demandas esenciales de las vanguardias y del Marx marchaniano, la propone como el «marco» a través del cual «tendría que interpretarse la asustadiza tesis sobre la desaparición del artista en la sociedad comunista»[1], que se habría repetido «en algunas ocasiones en las vanguardias»[2]. Para empezar, nos parece que Marchán, o es irónico aquí, o lo ve así debido a la deformación retrospectiva de su enfoque. No es la tesis la que se asusta fácilmente, eso es obvio. Se asustan quienes se sienten aludidas en ella. Y, ¿quiénes temen desaparecer en la futura sociedad comunista? Vale decir, los individualistas a ultranza, los artistas que no conciben el arte sin su áurea elitista e intemporal, el llamado arte por amor al arte, el arte para sí mismo; y, ciertamente, los apologistas de este tipo de arte, «atrincherados» todavía en la historia y la crítica de arte. Con todo, Marchán no acude al característico individualismo del romanticismo para explicarlo, tampoco a las acusaciones de decadentismo burgués, sino que prefiere neutralizar los equívocos de la interpretación apelando a la dialéctica del paso de lo imposible a lo posible, de lo potencial a lo actual; simplemente porque: «Sería burdo y erróneo entenderla en el sentido brutal de su liquidación»[3]. Ahora bien, para hacer comprensible «la asustadiza tesis», Marchán toma como referencia, por un lado, «el contexto dialéctico y problemático del despliegue de las actividades humanas» y, por el otro, la «universalidad de lo estético en el cambio universal»[4]. Ya sabemos que este cambio universal no es más que un error de traducción de lo escrito por Marx, que éste en realidad se refiere al intercambio de bienes de consumo, que se universaliza cada vez más con la expansión de la organización económica capitalista. Pero Marchán entiende que la demanda de un arte y una estética universales es en las vanguardias el comienzo de la recuperación de la sensibilidad estética perdida o reducida por la propiedad privada y la división social del trabajo, que desplegaría las capacidades o facultades del hombre hasta su más plena totalidad, según lo pensaba el Marx marchaniano. Este comienzo sería el mencionado «primer capítulo» de las «mediaciones históricas concretas» o solamente las «mediaciones concretas», orientadas a la superación de la paradoja o antinomia. Y, más que una paráfrasis de la «asustadiza tesis», nos da su interpretación muy personal del pasaje de La ideología alemana de Marx y Engels, donde aquélla aparece: «El cuestionamiento de la concentración excesiva del talento artístico en el singular, nunca supone una negación del mismo. Ni la demagogia de la desaparición de diferencias entre los individuos singulares»[5]. A Marchán le parece que Marx en ningún momento niega la existencia del talento artístico, sólo llama la atención hacia el excesivo individualismo con que se lo concibe. Asegura que ese llamado de atención tampoco desemboca en una demagogia disolvente de las diferencias individuales y singulares. En su opinión este señalamiento de Marx «Tan sólo implica una crítica a esa especie de secuestro a estas capacidades como fruto de la división del trabajo y de su administración»[6]. Porque, en última instancia, los objetivos de la reivindicación vanguardista «eran precisamente las capacidades antropológicas de los individuos, obstruidas por una determinación histórica según el lugar que aquéllos ocupan en la producción»[7]. En consecuencia, lo que se quería —asegura Marchán— era «readmitir lo estético y creativo en plenitud, reconciliado con las restantes actividades humanas»[8]. Aquí nos muestra que si por un lado las «capacidades antropológicas» están determinadas por la «“vieja” división del trabajo», por el otro, las capacidades creadoras del artista, en cambio, acusan una existencia independiente, soslayada hasta antes de las vanguardias por el predominio del pensamiento burgués. Ellas habrían iniciado esa recuperación de la sensibilidad estética promovida por el Marx de Marchán. Como es natural, toda esta argumentación no tiene otro fin que fortalecer la posición de Marchán en el debate en torno de las vanguardias y su descrédito en los años sesenta-setenta. En los hechos, esa universalidad como referencia no corresponde a un objeto real, ni siquiera a lo que las vanguardias realmente reclamaban; no es otra cosa que la misma interpretación esteticista de Marchán. Pero, ¿qué es lo que realmente dice Marx con su «asustadiza tesis»? Veamos este asunto.

sábado, enero 01, 2022

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Vigesimosegunda parte)

POR MARIO ROSALDO





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La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Marchán comienza el cuarto párrafo (del cuarto y último apartado) de su ensayo con esta declaración: «Las vanguardias históricas son todo lo que acabo de decir, pero algo más»[1]. Luego, agrega precisando que eran «proyectos ideológicos y prácticos» cuya meta era alcanzar «una transformación radical» tanto «de la obra artística» misma, en lo tocante a su forma y constitución material, como «de la práctica artística»[2]. Ese «algo más», sin embargo, no es, como anuncia la adopción del modelo dialéctico marxista, un toma y daca entre los nombrados «proyectos ideológicos» y la vida práctica, o entre lo superestructural y el movimiento económico, sino la colisión dentro de la misma esfera del arte de su parte teórica con su complemento práctico. No se pierda de vista que con Marchán estamos permanentemente en la esfera autónoma de la estética y del arte. No en el mundo real. Éste, cuando mucho, es el desafío lanzado por el «análisis» o el «argumento» de Marx. Así tenemos que la «práctica artística» tampoco es la irrupción directa en las luchas sociales, en la revolución contra la burguesía, sino apenas la transgresión conceptual y simbólica de sus formas estético-artísticas en el solo discurso oral, escrito y plástico. Por eso, en su descripción Marchán nos dice que las vanguardias cuestionaban «lo que algunos autores llaman la institución arte, acogiendo bajo este término tanto los problemas formales o las actitudes éticas y las premisas teóricas como las condiciones de su producción y recepción»[3]. Si buscamos en las proclamas o en los manifiestos de las vanguardias no vamos a encontrar esta expresión, porque a estos movimientos artísticos no les interesa definir nada de antemano. Lo más cercano es la expresión «arte de salón» [Salonkunst] que aparece en los manifiestos de la Bauhaus. En su revista, De Stijl, publicada desde 1917 hasta 1932, los neoplasticistas hablan más bien del viejo arte, al que le oponen uno nuevo, pero también hablan de un arte del futuro. Cabe resaltar que Marchán no aclara que esos autores, introductores de la expresión «institución arte», no eran personajes de las vanguardias, sino sus posteriores historiadores y críticos; otros en cambio han hablado del arte de salón para verlo como una representación paródica de los reclamos vanguardistas: «No sólo la parodia en el arte moderno se antepone a menudo al original; La división de roles entre el arte de salón "reaccionario" y la vanguardia "progresista" tampoco es segura. El arte de salón del siglo XIX ya sueña con la vanguardia del siglo XX»[4]; se entiende que sólo es posible hablar de parodia o imitación burlesca desde una retrospectiva, pues ubicados en ella conocemos primero el arte de vanguardia, en este caso el presunto objeto imitado u original, y después el arte de salón, el objeto imitador, la copia o el remedo. No es exagerado, entonces, decir que el crítico de arte adapta el flujo de la historia a sus esquemas explicativos, alterando así el movimiento real en aras de su ideal estético. De igual modo, a fines de los setenta, Marchán hace pasar las palabras de terceros como propias de las vanguardias, lo que no ayuda a establecer la veracidad de los hechos, que son los que realmente nos atañen aquí. Siguiendo este método de argumentación, a Marchán le basta sostener que la «autorreflexión» romántica deriva hacia una «autocrítica», para darlo por demostrado en la crítica de arte y vaticinar, con base a esta pura pretensión, que las vanguardias históricas «podrán empezar a entenderse como capítulos de esta autocrítica a una situación del arte atravesada por las contradicciones de su desarrollo en la sociedad burguesa industrial»[5]. Lo primero que debemos señalar es que el uso del término de «autorreflexión» se relaciona más con aquellos los historiadores y críticos de Novalis y Schlegel que con éstos mismos, y prácticamente nada con el movimiento romántico en su conjunto. En 1842, Theodor Mundt emplea «autorreflexión» [Selbstreflexion] para referirse a Lucinde, el personaje de la novela de Schlegel: «La vida se ha apoderado de sus propias vísceras por miedo e inquietud, y expía la pasión para reconocerse ella misma y para comprenderse ella misma por último, con el infinito acto de autorreflexión, es decir, para escupirse ella misma»[6]. En 1854, el teólogo Kahnis anota lo siguiente: «La fuerza y la debilidad de Schleiermacher reside en un solo punto: individualidad. Su individualidad era una mezcla tan peculiar de fundamento pietista, autorreflexión romántica [romantischer Selbstreflexion], intuición panteísta, etc. como yo al menos he podido en cierto modo ejemplificarla para mí, con naturalezas tales como la de Novalis, en el que se hallaban elementos parecidos»[7]. En 1870, y con un sentido muy próximo al de Mundt, Rudolf Haym lo emplea al hablar también del romanticismo de Schlegel: «Los poderes más autorizados de la poesía son la fantasía y el ingenio, la genialidad que juega en una interminable autorreflexión, en una libertad irónica»[8]. Haym es todavía más explícito en este otro pasaje: «Schleiermacher no quiere saber nada de la demanda de los "artistas" de que, en la poesía y la representación, el alma debe estar del todo perdida en el valor y no debe saber qué comienza, y con esto formalmente se pone del lado de Fr. [Friedrich] Schlegel, quien, en vez de eso, había pedido una perpetua autorreflexión con el nombre de la ironía como sello de perfección para toda la poesía y la representación»[9]. Novalis se acerca a esta idea de la infinita, interminable o perpetua autorreflexión cuando dice que un tipo de dolor se soporta con la reflexión y otro se ahuyenta con la abstracción, pero hasta dónde hemos podido corroborar ni él ni Schlegel, como tampoco Fichte ni Schelling —asociados por algunos críticos con el romanticismo—, emplean un concepto semejante a lo que entienden sus críticos.

miércoles, noviembre 24, 2021

16 años - Crítica arquitectónica de confrontación constante

POR MARIO ROSALDO



Este 24 de noviembre estamos cumpliendo 16 años de trabajo de publicación en Ideas Arquitecturadas. Aunque algunos temas de estudio se han ido aclarando durante estos años, lejos estamos de dar por sentado nada. Como nuestros lectores deben saber, nuestro método crítico es una confrontación constante del pensamiento de arquitectos, historiadores o filósofos, no con cualquier opinión ajena, espontánea y sin fundamentos, ni con pretendidas voces e interpretaciones «autorizadas», o «reconocidas», sino con el referente real que le da estricto sentido, ya porque los autores lo indican directamente al asumir un punto de vista realista y científico, ya porque lo aluden al abogar por una mezcla de idealismo y realismo, o sólo por el idealismo. Se entiende en consecuencia que también confrontamos constantemente nuestro propio trabajo de investigación con la realidad histórica y actual.

Cuando los científicos sociales, como los historiadores o los arqueólogos, no cuentan con documentos suficientes, ni con los conceptos expresos de una civilización o de una cultura, para establecer cuál era el sentido o significado originario del pensamiento que las motivaba, se apoyan tanto en los escasos datos reales como en sus interpretaciones o asunciones, derivadas del estudio científico in situ y en el laboratorio de los vestigios y del terreno, a la vez que de su experiencia en la comprobación metódica —parcial o completa— de anteriores casos similares. Estas asunciones se formulan como una hipótesis, esto es, como una respuesta provisional del problema. Obviamente, sólo nuevos datos reales podrán corroborar esta hipótesis, no las puras asociaciones, pues no se trata de reemplazar el objeto real de referencia con otro distinto, mucho menos con un objeto imaginario o inexistente. Algunos de estos científicos sociales son prudentes al compartir sus hallazgos e hipótesis con los medios de información, otros sin embargo los presentan como si se tratara ya de un modelo teórico definitivo e irreemplazable. Esto no hace más que acentuar la tendencia injustificada de la gente a creer que todo lo que se publica o se difunde a través de instituciones públicas y privadas, por el simple hecho de estar firmado por alguien de renombre, o por sólo parecer razonable y convincente, es verdad irrefutable y hasta absoluta.