jueves, noviembre 24, 2022

17 años - La disolución actual de lo real

POR MARIO ROSALDO



Cada año, al escribir el mensaje de aniversario, leemos al azar libros de crítica de arquitectura de publicación reciente, con el ánimo de enterarnos de las novedades que promueve la producción académica, editorial o independiente, por la vía impresa o digital. E invariablemente encontramos que, aun cuando se habla de «arquitectura actual», de «actualidad arquitectónica» o de «realidad arquitectónica actual», no se piensa en lo que está aconteciendo en el instante mismo en que se escribe o publica, sino en el discurso documentado del debate filosófico-literario que tuvo lugar durante el siglo XX, con un interés especial en aquellos términos del debate que más resonancia tuvieron entre los artistas, los poetas, los psicólogos, los antropólogos o los historiadores de aquella época. Y esto no puede ser de otro modo, en parte porque el debate considerado actual de hecho es el intento de acabar en algún momento presente o futuro con una discusión que lleva siglos de duración, entre quienes defienden el empirismo científico o el puro-racionalismo (más generalmente: el materialismo o el idealismo). Pero también porque en estas décadas recientes el medio intelectual dominante ha eclipsado a sus adversarios más radicales. Así, ha podido difundir con mayor amplitud el pensamiento de los filósofos y los llamados científicos-humanistas aumentando la influencia de éstos y aquéllos en las nuevas generaciones de investigadores y estudiantes. Los más reacios entre estos filósofos o humanistas a aceptar el orden establecido, pero también los más tradicionalistas, han podido convencer a quienes les escuchan —y quieren creer en sus argumentos— que los clásicos idealistas siempre tuvieron razón respecto a la presunta inexistencia independiente de la realidad. Para el idealista de los siglos XVIII y XIX, si la realidad no se reducía al puro-racionalismo, no tenía por qué ser un punto de referencia, ni una fuente confiable e imparcial para dirimir controversias; no es una novedad, pues, que ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, se quiera sustituir la realidad del mundo, de la sociedad y del individuo con el simple discurso idealista del viejo debate revestido de nuevas definiciones o incluso de nuevas palabras. En efecto, el idealismo más refractario a la ciencia quiere erigirse en nuestros días en juez sancionador de sus propias elucubraciones. Negando de paso cualquier derecho a la ciencia para diferenciar entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la realidad y la ficción o entre el pasado y el presente. Cuando mucho, acepta poner a la par la ciencia y la filosofía, o la ciencia y el arte. Es decir, aunque parezca estar criticando sus puntos de partida, sus propios fundamentos, o dé la impresión de que sólo habla para sí, este idealismo más bien niega que las teorías y las demostraciones científicas tengan ventaja alguna respecto a la epistemología, la ontología o la ética y la moral. Y aunque toda esta toma de posiciones en apariencia neutrales y conciliadoras ocurre sólo en el discurso de un sector de la filosofía, el apoyo abierto o disimulado del medio intelectual dominante lo fortalece cada vez más frente a las opciones realistas, sean clásicas, sean de renovada presentación. No extrañe entonces que ahora algunos jóvenes pretendan actualizar la definición y la explicación del pensamiento científico valiéndose exclusivamente de dicho discurso idealista.

Lo anterior afecta en particular a los arquitectos que identifican la arquitectura con el arte y con la estética, pues esto les conecta inmediatamente con la filosofía, pero también a los arquitectos que la comparan con la ciencia, entendida como el estudio del hombre y de la sociedad (economía, historia, sociología, antropología, psicología, etc.), no como el estudio de la naturaleza. Debido a que los arquitectos en general prefieren expresar sus ideas con modelos a escala —reales o virtuales— y desde luego mediante edificaciones materiales, se ignora cuántos de ellos ven hoy la arquitectura como una ciencia empírica. Se sabe ciertamente que en el pasado hubo varios intentos teóricos y prácticos —positivistas y no positivistas— de aproximarse a métodos científicos y técnicos, a veces demarcándose por completo de lo intelectual y lo teórico, equiparando la arquitectura con la ingeniería, otras señalando una imprescindible convivencia entre lo artístico y lo técnico, entre lo bello y lo eficiente o entre lo platónico y lo materialmente productivo. De esos intentos derivaron los arquitectos puro-funcionalistas y puro-formalistas, pero también los arquitectos organicistas e integralistas, algunos de los cuales aspiraron a unir lo espiritual y lo material. Y un poco más tarde los estructuralistas, los pragmáticos y los fenomenólogos, cuyos escritos continúan siendo leídos y comentados, más con admiración gratuita que con crítica debida. Por un tiempo pareció imponerse el proceso de aproximación y conciliación entre los opuestos, pero pronto se lo reemplazó por otro que abogó por la vuelta simbólica al punto anterior a la irrupción de organicistas e integralistas, al predominio de la subjetividad, del gusto, de lo estético, sobre sus contrarios. En estos días el proceso se ha vuelto más bien una confusión total, donde todo se vale y es relativo, complejo, contradictorio, multivalente y ambiguo. La tendencia es disolver lo real en lo ideal. Ni siquiera los arquitectos que en los sesenta y setenta propusieron métodos matemáticos para el diseño se libraron del todo de la influencia idealista, aunque bajo la forma de la filosofía analítica, que reclamaba presuntos nexos con el empirismo y las ciencias naturales. Es de alabar que los arquitectos que todavía hoy abrazan la fenomenología lo hagan suponiendo que el concepto conciliador merleau-pontyano de cuerpo-sujeto ahuyenta en gran medida cualquier asomo de especulación en el vacío. Pero, la pregunta es, si en verdad se exige el rigor de lo corpóreo u orgánico, ¿por qué no ir directamente a las ciencias de la naturaleza, por qué apelar a una teoría filosófica del conocimiento cuya base ya no es la realidad material en sí, sino su representación puramente lógico-discursiva? ¿Es por esa identificación previa de la arquitectura con el arte y la estética? ¿Es por tener un concepto desfavorable de la ciencias empíricas? Cualquiera que sea la respuesta, queda claro que se trata de una toma de partido por lo filosófico, no por lo científico. Esta toma de partido se plantea también entre los arquitectos que buscan un sustento concreto y convincente en la historia o en el psicoanálisis, pues la una y el otro son auténticos campos de batalla entre quienes justifican el subjetivismo en boga y quienes lo rechazan expresamente. Nótese que no es el carácter práctico de su trabajo el que de por sí les obliga a elegir un bando, sino la apuesta por el extremo dominante, por la terminación de ese dominio o por la tercera vía cuya solución —inédita e inesperada— debería dejarnos contentos a todos.

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