Hoy día muy pocos arquitectos ven en la añeja autonomía del arte la salida a la supuesta o comprobada falta de libertad en la consumación de sus proyectos o diseños, pero, de un modo u otro, la mayoría sigue considerando que su actividad creativa es propia de un selecto grupo de personas, de aquellos que, o bien han nacido con todas sus habilidades artísticas, o bien las han desarrollado casi por cuenta propia en determinada etapa de sus vidas, cultivando acertadamente su gusto o inclinación por las formas bellas. No se plantean la asociación del arte y la libertad como un problema ni filosófico, ni científico, mucho menos moral. Para ellos, la profunda relación entre uno y otra es más que evidente; basta reconocer que sólo se puede crear algo nuevo si se prescinde por unas horas de toda restricción física y emocional, es decir, si durante el proceso creativo se consigue abstraerse de las necesidades más apremiantes y si conjuntamente se rompe el círculo vicioso de las viejas ideas dominantes en el arte y la arquitectura. Este desplazamiento de la libertad absoluta a la libertad de los momentos creativos impide que los arquitectos se extravíen en las eternas discusiones en torno del arte, pues pasan inmediatamente de una pura idealización a una solución más bien práctica, precisión que exige la naturaleza de su oficio, cuando la obra arquitectónica no se reduce a la mera propuesta gráfica, sino que también incluye su construcción real y cabal. Igualmente, aunque se declaran de acuerdo con la idea de que debería haber un equilibrio entre ciudad y naturaleza, entre vivienda y medio ambiente, que la vida natural merece y demanda respeto y protección, los arquitectos raramente discuten acerca de la naturaleza humana, si se es libre por naturaleza, o si se nace irremediablemente determinado por nuestras condiciones sociales. Para ellos, como para prácticamente cualquier otro gremio, lo evidente es que se responda a las necesidades sociales, no a las naturales, pues lo común y corriente es que se actúe de acuerdo a los derechos y obligaciones que se han ganado con la formación profesional, o que se han perdido por no contar con ella. Esta es desde luego la división social del trabajo, que determina quién tiene el privilegio de combinar las actividades físicas e intelectuales, quien puede ser sólo un intelectual y quién debe dedicarse exclusivamente a tareas físicas. Los arquitectos se centran en los problemas urbanos y de vivienda, lo mismo para establecer el programa arquitectónico de la obra a construir que para apelar a esas horas de libertad creativa del proyectista o diseñador, en primer lugar porque —aun queriéndolo— no podrían demostrar en los hechos que la división social del trabajo mantiene escindida y oprimida la verdadera naturaleza humana y, en segundo lugar, porque esa discusión sumamente abstracta, que exige técnicas discursivas, retóricas o argumentativas, que por lo común escapan a su campo específico de trabajo y conocimiento, no les conduce directamente a soluciones arquitectónicas aplicables en la realidad acuciante de la ciudad y su construcción, donde todo se mueve a causa de la economía y la política, no de las teorías humanistas, ni revolucionarias. En otras palabras, los arquitectos no se plantean los problemas que podrían ser de las ciencias sociales o de la filosofía, no porque no se interesen en ellos, no porque no se sientan capaces de emprender una detenida y profunda investigación al respecto, no porque no deseen cambiar gradual o abruptamente el orden establecido, sino porque están muy conscientes de que ellos solos no pueden dar respuestas definitivas a estos problemas existenciales y económico-políticos, que ellos más bien necesitan enfrentar esa parte de la realidad que, como arquitectos, les toca entender y resolver. Y este trabajo especializado puede ocurrir de manera individual o colectiva, esto es, con la participación de una sola firma de arquitectos o de varias de ellas; o también en coordinación con otros grupos de profesionales pertenecientes a las distintas ramas de la producción y del conocimiento humano y social. La mayor o menor incidencia en lo urbano-habitacional dependerá no sólo de la eficacia de los arquitectos en la compresión de tal fragmento de la realidad y en la objetivación tipificada y especificada de sus propuestas, ni sólo de la cabal integración de los diversos esfuerzos, si se trata de un trabajo colectivo o interprofesional, sino también de los objetivos e intereses de los políticos y los inversionistas, quienes suelen ser los contratantes, pues estos objetivos e intereses son los que al final decidirán si se persigue una solución de raíz del problema o si todo se reduce a una solución inmediata y superficial, o cuando mucho a una presunta primera etapa de una empresa que habrá de terminarse en un futuro no del todo determinado. Las pruebas de todo esto las encontramos en los libros que los arquitectos críticos han publicado en varios momentos de la historia reciente, aunque cada uno de ellos exponga las cosas en los términos con los que más las entiende, esto es, con ideas y palabras que no siempre discernimos todos en su completo alcance; en especial cuando los arquitectos críticos reducen al mínimo la comunicación oral o escrita, intentando hacer que las imágenes solas o los hechos desnudos hablen por sí mismos.
Cuando los arquitectos eligen asociar sus actividades con el arte, la ciencia o la poesía, por separado o en una mezcla multidisciplinaria o transversal —como se prefiere decir desde no hace mucho— tampoco es porque se consideren completamente independientes de las determinaciones sociales que intervienen a diario en sus vidas, sino que más bien intentan subrayar que pertenecen por entero a la sociedad moderna, pues quieren ser reconocidos como individuos exitosos y confiables representantes de ella y, por lo tanto, indispensables para su desarrollo y progreso. Además del problema de las mezclas entre actividades que para algunos son discordantes y para otros más bien coincidentes, está el dato de que el arte y la poesía no pueden definirse como actividades unívocas, pues se manifiestan como corrientes o tendencias no pocas veces contradictorias. Incluso la actividad científica, por estar sujeta a los intereses de los grupos dominantes económica y políticamente, puede dividirse en ocasiones o de modo permanente en corrientes independientes y hasta rivales. Es inevitable que los arquitectos actúen bajo la influencia de la ciencia o de la filosofía, o, para decirlo más exactamente, bajo la influencia de las tendencias que las intentan conciliar y de las que, por lo contrario, o bien las consideran incompatibles, o bien prefieren mantenerlas completamente separadas, porque se han formado —no sólo profesionalmente, sino desde su infancia— conforme a las teorías educativas, que en vano han intentado combinar dos corrientes opuestas: el empirismo y el racionalismo; o, dicho de un modo quizá más ambicioso, que continuamente han insistido en que el desarrollo físico y espiritual de los jóvenes sea integral. Del mismo modo, es inevitable que encuentren en la vía poética o la vía intuitiva esa aparente opción que les ayudaría a escapar tanto de las contradicciones formativas como de las forzadas combinaciones que se han hecho de ellas, pues esta oposición romántico-intuicionista al empirismo y al racionalismo es históricamente parte de todo este debate en torno de la ciencia y la filosofía, que se presenta como metodológico, epistemológico y crítico; no aparece al margen de él. Y es precisamente dentro de este debate que ya se ha argumentado que existe una absoluta independencia entre la intuición como conocimiento a priori y la experiencia como conocimiento a posteriori. Pero también se ha demostrado por la vía del experimento que la experiencia es mucho más que un simple conocimiento a posteriori, más que un simple dato empírico verificador de las abstractas proposiciones lógicas. Se ha demostrado que las intuiciones, las abstracciones matemáticas, los conceptos o las creaciones del espíritu humano, se adelantan a la experiencia en la construcción de nuevas teorías explicativas del cosmos o de la materia, sólo en la misma medida en que se valen como mínimo de algunos de sus datos experimentalmente corroborados. Por eso viene al caso repetir que las intuiciones matemáticas sólo valen para la ciencia cuando pueden ser corroboradas en los hechos, en la realidad, en la experiencia. Es decir, los arquitectos pueden volver al viejo argumento filosófico de que las intuiciones se dan libremente, sin la influencia de la experiencia humana, porque provienen si no del espíritu absoluto por lo menos de una conciencia pura, trascendental, que existe fuera de este mundo, fuera del mundo empírico. Pero ellos se estarán basando únicamente en sus creencias, en sus apreciaciones personales de las cosas, no en la experiencia diaria, no en la vida práctica en la que laboramos el común de los mortales. Estarán dando la espalda a la realidad social y natural sobre la que ellos quieren incidir con sus propuestas arquitectónicas, con su arte y con su poesía. Se recluirán en la pura subjetividad. Si esta confrontación con la cotidianidad no los devuelve a la realidad, serán de los pocos que se pronuncien por las soluciones transitorias meramente simbólicas. Es verdad que algunos no tienen problemas para adaptarse a las circunstancias imperantes y parecen integrarse fácilmente a las reglas del juego establecido, esto es, supuestamente sin renunciar del todo a sus ideales. La mayoría, sin embargo, es más obvia: o se rinde a la influencia, o se divide entre lo que cree y lo que necesita hacer para subsistir. Así, los arquitectos prefieren hablar de arte y poesía como sinónimos de libertad más que de las imposiciones del mercado de materiales de construcción, más que de los lineamientos económicos y políticos de sus contratantes o más que de sus propias limitaciones como profesionales y como individuos. La gran interrogante entonces es ¿por qué esta atracción por la libertad?, ¿por qué se ve en el arte o en la poesía no sólo un medio para expresar los anhelos de libertad, sino también como el fin mismo con el que puede expresarse plenamente? Lo primero que viene a la mente de uno es que, o son ideales que han permeado toda la historia moderna, o son realidades que nadie puede negar sin caer en contradicciones, porque se plantan frente a nosotros como verdades eternas. Aunque los arquitectos no den muestra de conocer los debates que se han dado en torno de la libertad como concepto histórico y como conquista social, eso no implica que los desconozcan o que no se interesen en ellos. La aparente indiferencia tiene mucho que ver con su decisión de dar prioridad a la ejecución de sus propuestas, no sólo porque ponen en ellas toda su inteligencia y su creatividad, sino también porque están convencidos de que haciendo honestamente su parte colaboran con la transformación positiva del mundo; porque al igual que los reformistas quieren vivir en una sociedad más amable, más sensible, más humana, más libre.
Esta vocación por la realidad a la par que les sujeta los pies a la tierra, les obliga a concebir la ciencia, el arte y la poesía más como instrumentos de los que puede valerse que como fines elevados a los que puede aspirar, o con los que puede justificar la restitución simbólica del caos, la destrucción de la civilización. Pues si la poesía puede hacer florecer la frágil belleza del sentimiento en medio del metafórico desorden universal, como si se tratase del germen mismo de la transformación o de la vuelta perenne al origen cuando nada tenía nombre, ni sentido, esa vocación positivista, ese compromiso con la realidad, les impide a los arquitectos dar el salto al vacío; les empuja a buscar el camino directo que va de la idea a su puesta en práctica. Si el artista tiene la opción de convertir sus ideas en objetos reales o virtuales, presuntamente fieles a la naturaleza o superiores a ella, el arquitecto en cambio tiene que asegurarse de que su propuesta sea factible, que se pueda construir con la tecnología y los materiales existentes o que se puedan desarrollar y producir en el corto plazo. Debe dejar fuera de ella, por lo menos de lo propiamente estructural, todo lo que sea suposición, especulación o fantasía. Hay desde luego arquitectos que optan por la vía de la utopía, y aunque no dejan de ejercer una poderosa influencia sobre todos sus colegas en general, no sólo sobre los menos utilitaristas, se les ve más como excepciones que como la regla o pauta a seguir. Los arquitectos declaran constantemente esta vocación por la realidad para convencer a propios y a extraños de que se les debe tomar en serio, que no son unos soñadores. Eso es así, porque se les percibe comúnmente más como artistas que como técnicos, incluso más como líricos que como profesionales. Esto afecta también la estimación económica de su trabajo, pese a que haya muchos arquitectos que no tienen ningún problema para cobrar lo que quieren, no sólo porque son muy buenos para hacer negocios, porque saben rodearse de gente indispensable para el despegue y el sostenimiento de su carrera, sino también porque han podido aprovechar las oportunidades, las pocas o las muchas veces que se les han presentado. La gente tiene la idea de que los arquitectos deben saber dibujar, deben saber representar visual u objetivamente sus ideas; y en parte, la gente tiene razón, pero dibujar no es lo único que caracteriza a los arquitectos. Su meta profesional —para lo que se les formó en la universidad— es pasar de la ideación a la realización, y para eso necesitan no sólo imaginar todos los aspectos del problema, sino al mismo tiempo solucionarlo de manera completamente práctica, factible. Aquellos quienes quieren reducir la actividad de los arquitectos a la simple elaboración de planos o a la satisfacción únicamente de la demanda de vivienda uni- y multifamiliar, o bien están equivocados en su definición de la profesión, o bien quieren ubicar a los arquitectos en áreas de trabajo donde no resulten una amenaza al sistema imperante, al orden de cosas vigente; porque la búsqueda de la solución integral del problema obviamente les va a llevar tarde o temprano a cuestionar todo eso que se da por válido y suficiente, tradicional o normal. En parte por esta contención externa, los arquitectos no suelen involucrarse más allá de los aspectos realizables al corto y mediano plazo del problema urbano-arquitectónico, pero también porque parecen preferir soluciones a su alcance, que no estén sujetas a la burocracia. Es importante esa identificación que hacen entre el programa urbano-arquitectónico, o solamente arquitectónico, y el problema económico. No es concebido necesariamente como una cuestión social en la que ha de asegurarse la supervivencia del género humano, de la sociedad humana. Para los arquitectos es en primer lugar un problema de diseño, en el que se ha de conjugar lo económico, lo profesional y lo utilitario. De tal suerte que, además de declarar continuamente su vocación por la realidad, también tienen que especificar con la misma frecuencia que esta realidad no es otra sino la de la vida productiva que organiza a la sociedad y le impone los fines a perseguir y alcanzar; esto es, que en el sector de la construcción se está muy lejos de cualquier salida quimérica o impracticable, porque esto no es propio de los arquitectos contemporáneos. Podemos preguntarnos desde luego si este permanente esfuerzo de mostrarse como realistas no es un desgaste físico y emocional, que se suma a cualquier otro conflicto semejante que experimentamos en la lucha diaria por la supervivencia en tanto individuos mejor adaptados y en tanto sociedad más competente. Los arquitectos, al igual que cualquier otro gremio, poseen la información de que vivimos en un medio social donde prevalece la enajenación, que suele verse más como algo proveniente de nuestra propia naturaleza humana, que como un efecto externo e impuesto por la organización del trabajo, base del tipo de sociedad en la que vivimos. Pero, por eso mismo, encuentran que el mundo material de la economía y la política es mucho más práctico que el perderse en discusiones acerca de si se puede o no se puede cambiar la naturaleza humana para comenzar a pensar en un nueva sociedad y en una correspondiente nueva arquitectura.
Si hemos de hablar específicamente de los utopistas o de aquellos quienes reclaman una vuelta al pasado, a los conceptos tradicionales de arte y poesía, a la metafísica y a Aristóteles, comencemos por decir que incluso en ellos predomina la tendencia a conciliar los opuestos, esto es, la razón y la poesía, entendida una como gobernada por el mundo material y la otra por el mundo espiritual o suprasensible, las verdaderas excepciones serían aquellos quienes las consiguieran separar de tajo como si entre la razón y la poesía hubiera una frontera infranqueable o como si una fuera creación humana y la otra mayormente divina. Hay documentos históricos que demuestran el uso de la expresión «razón poética» lo mismo para insinuar esa conciliación, que para darla ya por hecho. En los siglos XV y XVI se oponía la poesía a la razón obtenida por la medida, por la matemática, en discusiones acerca del discurso, acerca de si éste era claro o ambiguo. Las traducciones latinas de Aristóteles de esos siglos incluyen en apariencia la expresión «poetica ratione», pero el traductor no formula nunca la expresión aislada o en sí, ni propicia una paradoja con ella, tampoco agrupa solidariamente en esa su presunta coincidencia discursiva un par de opuestos, que fuera de ella sería irreconciliable. Identifica más bien una parte o porción que puede pertenecer o no a un conjunto, a un sistema. En cambio, para fines del siglo XVI, se apunta ya expresamente la idea religiosa de que la poesía, en tanto «poetica ratione», o en tanto una porción especial de un todo, atempera por orden divina el movimiento del universo: le da equilibrio y sentido, pero también apacigua al hombre. Este mismo uso de moderación y consentimiento, si bien con otras palabras, aparece en las discusiones académicas acerca de las ciencias y las artes de los siglos XVII y XVIII. Se argumenta entonces que las artes son indispensables para el ser humano, que para la vida espiritual de éste no bastan las ciencias naturales. Los filósofos del arte luchan vehementemente para no ser desplazados por las ciencias naturales, que en ese período se fortalecen con el apoyo continuo de los gobernantes y los representantes de las clases más liberales, así como por los experimentos y descubrimientos que se llevan a cabo en nombre del progreso y el bien común. Tal vez más de uno puede pensar que los utopistas o los románticos no aspiraban a conciliar el pasado con el presente, o la organización real de la sociedad moderna con una mítica edad de oro de la civilización, o con un modelo idealizado de una ciudad antigua, sino a romper definitivamente con toda historia y todo sueño. No podemos excluir esta posibilidad, pero no es la tendencia dominante entre ellos. Acaso porque es absurdo el deseo de fundar una nueva cultura o una nueva sociedad creyendo que se puede borrar de un plumazo cualquier precedente o prejuicio que se tenga al respecto. ¿De dónde viene esta creencia pues de que se puede hacer tabla rasa del pasado y partir de cero? La historia desde luego pone ante nosotros dos explicaciones probables. Si admitimos que el conocimiento de la naturaleza está determinado por los objetos reales que nos rodean, y que en cambio la intuición, el presentimiento y los valores morales dependen tan sólo de nuestro fuero interno, de nuestro aspecto más subjetivo, es lógico concluir que suprimiendo enteramente el mundo material nos quedaremos tan sólo con el espiritual. Recordemos que Husserl por ejemplo decía, en la segunda década del siglo XX, que la conciencia pura podía sobrevivir a la extinción del mundo material. Y proponía además a los simpatizantes de las ciencias naturales que dejaran trabajar en forma aislada a los filósofos de la fenomenología, que no los sometieran a las exigencias empiristas, pues el fin que aquellos perseguían nada tenía que ver con éstas. De la misma manera, si aceptamos que una revolución puede transformar el mundo y consecuentemente a su esencia espiritual, nos parecerá más que lógica la ilusión de que pueden surgir de la nada una ciencia y una cultura alternas capaces de reemplazar a las existentes. Eso sucedió en los años veinte de la extinta Unión Soviética, donde un grupo de literatos y poetas se propusieron disolver por completo la realidad prerrevolucionaria para darle la bienvenida a una cultura literaria y artística nueva, sin lazo alguno con la cultura burguesa en supuesta decadencia. Esta aspiración, que muchos consideraban seriamente proletaria, fue criticada en seguida y con dureza por Lenin y varios de los encargados de la cultura, para quienes la transformación del arte y la cultura tenía que ser dialéctica, es decir, debía alcanzarse a través de la confluencia total de los contrarios, asimilando y transformando lo anterior, lo precedente, no rechazándolo en su totalidad. Por otro lado, algunos artistas y arquitectos soviéticos concibieron un arte y una arquitectura antiburgueses, oponiendo lo industrial a lo tradicional. Tuvieron un relativo éxito pues sus propuestas eran más comprensibles e inmediatas que las de los literatos y poetas, que se quedaban en lo puramente discursivo. Fuera de estos casos no conocemos otros donde los arquitectos hayan pretendido literalmente deshacerse de la realidad para reemplazarla por una alternativa supuestamente mejor. Nuestra impresión actual es que esta tentación desaparece en los arquitectos contemporáneos tan pronto como toman en cuenta los parámetros económicos y políticos, de los cuales el programa de proyecto y obra no puede prescindir.
Aunque los arquitectos soviéticos estaban de hecho sujetos a condiciones económico-políticas, como invariablemente le ocurría a cualquier profesional de Occidente, sus programas constructivistas y futuristas no se sometían estrictamente a ellas, sino más bien a fines de propaganda, pues les interesaba sobre todo difundir sus ideas y convencer al pueblo y a las autoridades de que su visión era correcta y renovadora, y —lo más importante— que se había liberado de todos los lastres del pasado. Vivían en una época en que especialmente los jóvenes querían cambiar el mundo literalmente al instante, no querían esperar más. Unos proponían volver al pasado romántico donde se creía que imperaba la inocencia y la comunidad, pero otros apuntaban al porvenir, donde la imaginación dibujaba un mundo libre de enfermedades y de guerras. El futurismo es producto de estas prisas por cambiar el mundo, por lo pronto de manera simbólica, mediante las fugaces imágenes del poema y la pintura. La suya es quizá la propuesta arquitectónica más cercana a la República de Platón o a la Utopía de Tomás Moro y, desde luego, de la mayoría de las utopías que les siguieron. Aunque era consecuencia de la industrialización que se vivía a comienzos del siglo XX, y traducía hasta cierto punto los anhelos de progreso que las naciones más rezagadas tenían, el futurismo ofrecía soluciones ideales, no reales. Muy pocos arquitectos intentaron llevar el futurismo más allá del fuerte efecto que produjeron en ellos los dibujos de Antonio Sant'Elia, o de las ilusiones que su potencial visual les hacía forjar, pues el primer obstáculo a superar era la dificultad de su edificación con los materiales y las técnicas constructivas de la época y sobre todo con las limitaciones económicas de Italia y la Unión Soviética que, en las primeras décadas del siglo XX, no eran países industriales, sino campesinos. Muchos de los futuristas soviéticos se volvieron pronto constructivistas, y aunque constructivistas y futuristas coexistieron y convivieron, los primeros preferían no ser confundidos con los segundos, pues para ellos no se trataba simplemente de exaltar el progreso económico e industrial, como hasta cierto punto se limitaba a hacer la arquitectura futurista, sino de producir un efecto real y contundente en la nueva organización social que se estaba construyendo a marchas forzadas. Ese era el verdadero reto de entonces, participar activa y directamente como arquitectos, no quedarse en las meras intenciones, en los puros programas. Sin embargo nada de esto fue suficiente para que las autoridades soviéticas vieran en sus propuestas las soluciones que buscaban, aquéllas optaron por una arquitectura más acorde a las necesidades económicas y políticas del momento, una arquitectura que pudiera desarrollarse conforme a los avances del Estado y la planeación económica que tarde o temprano iba a implementarse, no sujeta a la idea preconcebida y paradójicamente fija de la fluidez y la interminable renovación de las cosas promovida por un grupo de artistas. Futurismo y constructivismo se enfrentaron a las tendencias dominantes de su tiempo, por un lado el pesimismo de los grupos que se veían desplazados del poder y, por el otro, el optimismo de que quienes se fortalecían en sus posiciones o llegaban ufanos por primera vez a ellas. Al observar las imágenes de sus propuestas, pese a que se manifiestan en contra de la más profunda ruptura con el pasado inmediato, nos hacen ver muy claramente que los límites que uno y otro respetaba eran un mínimo de realismo y un máximo de audacia. Abrazaban la realidad que más les entusiasmaba para imaginar a partir de ella todas sus posibilidades de desarrollo. Es decir, no trabajaban en el vacío. No arrancaban de la nada. Intentaban hacer coincidir el presente con las proyecciones futuristas y constructivistas que resultaban de aquel mismo. En otras palabras: no obstante que los arquitectos italianos y soviéticos se vieron arrastrados por la ola revolucionaria, que prometía el surgimiento de una nueva sociedad, de un nuevo modo de vivir y pensar, de una nueva humanidad, nunca abandonaron del todo esa vocación por la realidad, así fuera como un mero esbozo que todavía debía ser perfeccionado. A la distancia podemos suponer en efecto que había mucha impaciencia en viejos y jóvenes por ver consumados estos cambios profundos e irreversibles que ya se prometían desde hacía siglos. Eran días de grandes turbulencias sociales que hacían pensar a muchos que, o se estaba por caer en otra crisis económica y política todavía más profunda, o se estaba por comenzar de nuevo, pero esta vez creando Estados de bienestar nunca antes establecidos en ningún momento y en ninguna parte. Los arquitectos no escapaban a estas contradicciones. Los menos creyeron en los discurso incendiarios, los más se fueron adaptando a las circunstancias, según si éstas cambiaban por completo o permanecían por lo menos parcialmente. Esta actitud, pues, que es muy conservadora, ha caracterizado a los arquitectos modernos y contemporáneos, no es un asunto ni nuevo, ni extraordinario. Y ha permitido a los arquitectos tomar decisiones justo en los instantes más cruciales de su existencia profesional o gremial. Lo que significa que, pese a comportarse en ocasiones como un alma libre o un lírico, en los hechos, cada arquitecto se ve sujeto a premisas realistas, que le impiden perder el piso, el contacto con la realidad. Cada uno de ellos tiene que resolver ese conflicto entre la libertad y la realidad, entre los ideales y los materiales, entre la poesía y las necesidades económico-políticas de todo proyecto o diseño. Por eso un arquitecto puede decir con acierto que la arquitectura es poesía, pero también algo más.

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