Una de las propuestas hechas a los arquitectos modernos y contemporáneos, empeñados en ser realistas respecto a la solución de los problemas que les atañen, directa e indirectamente, es la elección de una consideración intermedia: o bien ir por la vía del eclecticismo, o bien por la del pragmatismo. En el primer caso, se busca elegir lo mejor de dos mundos, de dos extremos, o de dos posibilidades, en principio irreconciliables. En el segundo caso, la idea es elegir lo que es más eficiente, más efectivo, o más funcional, sin perder el tiempo en los aspectos filosóficos, ni morales. Estas dos tendencias del pasado se han vertido, por separado o combinadas, en las teorías más recientes de la interpretación filosófica y literaria, que ha influido deliberadamente en la crítica de arquitectura actual, pues mientras algunos arquitectos contemporáneos entienden que el interpretar subjetivamente los textos de las fuentes clásicas da amplio margen para introducir ideas propias, ideas que son válidas sólo para ellos; otros entienden contrariamente que todo trabajo creativo es en esencia conceptual, es decir, que por lo común arranca a partir de una base conceptual clara y convincente, por lo que se justifica acudir a las teorías sociológicas y psicológicas que exploran el análisis lingüístico, o incluso a las que únicamente se limitan a explicar y resolver de modo metafórico, simbólico, el problema de la interpretación del discurso. Pocos son los arquitectos contemporáneos que cuestionan la supuesta novedad de las teorías que intentan conciliar los extremos, la diversidad, etc., frecuentemente dan por hecho que esas teorías hablan con una verdad irrefutable, que han descubierto áreas completamente inexploradas del conocimiento, o que han sido capaces de actualizar o renovar, y desde luego superar, los viejos pensamientos en las que se inspiran. Proceden así por falta de tiempo, por abrazar abiertamente el subjetivismo, o por suponer que todo mundo entiende que un autor de cualquier disciplina trabaja siempre con términos provisionales, hipotéticos, no definitivos, ni absolutos. Pero incluso en esta aparente mayoría, hay quienes se consideran realistas o no teoricistas, ni exageradamente fantasiosos; quienes no confían a ciegas en las ideas de los filósofos, los humanistas o los empiristas, porque saben que éstos pueden estar equivocados, o que se guían más por prejuicios económicos y políticos que por pruebas empíricamente corroborables. Este saber no impide que ellos construyan críticas y teorías arquitectónicas apoyados en esas mismas ideas precarias pues las tratan como fundamentos relativamente sólidos, o no definitivos. A veces los arquitectos que proceden así olvidan enfatizar ese carácter provisional o tentativo de sus escritos; otras, son sus seguidores e intérpretes los que dan por sentado que están frente a una verdad irrefutable. No está de más recordar que, pese a la aparente popularidad de estas presuntas soluciones ambiguas, mixtas, multivalentes o polifónicas, los extremos u opuestos continúan manifestándose en la realidad, porque no son un invento de la mente humana, sino que forman parte de nuestra naturaleza y de nuestra organización social. A continuación, pues, vamos a trazar un rápido bosquejo para siquiera entrever cómo se han dado o cómo han influido en la historia de la arquitectura moderna y contemporánea tanto las contradicciones sociales, que son reales, como las teorías de la conciliación o de la anulación de estas contradicciones sociales, teorías que son, a decir verdad, más supuestas, imaginarias, ilusorias o quiméricas que reales. De entrada digamos que el primer momento de esta tendencia conciliadora moderna o «vía conciliatoria», es el debate o la querella de los antiguos y los modernos, que tiene lugar en Francia, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVII, pues en ella se discuten ya las relaciones que pueden y deben haber entre el arte y la ciencia moderna. El segundo momento es el de la Enciclopedia y la Ilustración, que tiene lugar en Inglaterra y en Francia durante el siglo XVIII, empresa y época que hablan de las relaciones entre las artes y las ciencias clásicas y las ciencias modernas. El tercer momento se da con la reformulación de las ciencias humanas, que en Alemania —antes y después de Wilhelm Dilthey— se llaman ciencias del espíritu. Dilthey quiere establecer unas ciencias propias del conocimiento humanista en general, independientes, pero no del todo alejadas de las ciencias naturales. Así, el último y más reciente momento de estas teorías de la conciliación o la «vía conciliatoria» es el que vivimos hoy día —en diferentes países del mundo— con las teorías de la complejidad, la diversidad, la inclusión, etc., etc. Dicho lo anterior, pasemos al asunto.
El jurisconsulto, como dice el frontispicio de su libro, Giovanni Vincenzo Gravina equipara en 1708 «la ciencia de la arquitectura» con «la ciencia de la poesía» porque ve que la geometría clásica es la razón de la arquitectura, razón que ésta transmite a toda obra bella, de la misma manera que las reglas de la poética son la razón de la poesía y comunican su belleza. Gravina es uno de los primeros que intenta dejar atrás el debate entre los modelos antiguos y los modelos modernos, no para tomar partido por los modernos, ni para invitar a conciliar los extremos, sino, por lo contrario, para demostrar de manera indiscutible que el modelo clásico es superior a cualquier otro posterior. Así, encuentra en Homero el arquetipo insuperable que la modernidad debe imitar. Gravina habla de una razón poética, no para conciliar las artes y las ciencias clásicas con las ciencias naturales, sino para demostrar con el estudio de la Ilíada y la Odisea, que la poesía sigue sus propias reglas, sigue un orden propio a la vez lógico y fantástico (mitológico), un orden completo en sí mismo que no requiere de introducir en él nada que no sea poético en el sentido clásico-homérico, nada que sea moderno, nada que sea actual. En este mismo tenor, el de salvaguardar la tradición clásica frente el avance de la modernidad, en 1745, el arquitecto del rey de Francia y de la Academia Real de Arquitectura, Germain Boffrand extrae de la Epístola a los Pisones de Quinto Horacio Flaco (también conocida como Arte poética de Horacio), una serie de principios o preceptos que —le parece— tienen tanta relación con la arquitectura que podrían aplicarse a los preceptos ya dados por los arquitectos antiguos y modernos, e incluso enriquecerlos con un carácter más sublime. La fama que precedía a Horacio justificaba de manera más que suficiente e indiscutible que estos arquitectos extendieran sus exclusivas recomendaciones para la poesía y la tragedia a la composición y la creación arquitectónicas, donde se podía aplicar por ejemplo el consejo sobre la congruencia y la coherencia que debería existir entre las partes y el todo de un escrito de poesía lírica. En la segunda mitad del siglo XVIII —en la entonces habitual retrospectiva conservadora— se veía a Horacio como parte sustancial de ese pasado clásico que tanto se defendía contra la nueva historia, que las ciencias naturales y los pueblos modernos estaban escribiendo. Para la Iglesia, la única verdadera historia era la de las Sagradas Escrituras; la historia liberal y positivista —que emergía gradualmente con la influencia de las ciencias naturales— era por lo contrario una deformación, una desviación de la fe cristiana, era necesariamente un historicismo. Para el humanista, por otro lado, la historia no podía ni debía prescindir del legado grecorromano; en su opinión, éste era de hecho el arquetipo insuperable a respetar y seguir. Para las ciencias naturales, en cambio, contaba el pasado para entender los procesos físicos y químicos de la formación biológica y geológica del mundo y de la vida, pero también el presente para su corroboración y el futuro para su proyección y cálculo en lo inmediato o lo mediato, así como para la predicción de sus transformaciones. Los tres puntos de vista tenían a su vez sus representantes extremistas, para los que no había término medio; esto es, o todo era blanco o todo era negro: o se regresaba a la historia de las Sagradas Escrituras, o a la historia de la Antigüedad, para evitar abrazar los historicismos liberales y positivistas, condenables de por sí por su presunta ilegitimidad e impiedad, o se aceptaba que la evolución del mundo y de la vida y el progreso humano eran la base de la historia real, y con ello —aseguraban religiosos y humanistas— se perdía toda la riqueza espiritual que se había ganado con el cristianismo y la tradición milenaria. Aunque también estaban quienes decían conciliar o armonizar los extremos; para éstos, el mundo físico y el mundo espiritual podían convivir, coexistir, porque a su juicio estaban separados y a la vez unidos. Pero sus voces se perdían en las corrientes dominantes. En 1788, el arquitecto romano Girolamo Masi, no sólo comenta —como otros antes que él— la propuesta de Boffrand, sino que también la secunda, aceptando sin más el arquetipo insustituible de la poesía lírica de Horacio, no sólo porque en éste encuentra reglas, preceptos, leyes o consejos relacionados con la belleza y la coordinación de las particularidades con el todo, ni sólo porque Horacio se ve a sí mismo como ese modelo inigualable a seguir, sino también porque la idea dominante de la época es que toda la Antigüedad, que todo el pasado grecorromano, resulta irrepetible; lo más a que se aspira en ese presente es a imitarlo burdamente, a acercarse a él apenas un poco. En parte porque se creía que ni las más precisas lecciones de arte podían producir poetas, pintores o escultores, pues hacía falta la genialidad que no todos poseían, un talento innato dado por Dios sólo a unos cuantos, pero también porque había el convencimiento de que era imposible volver al pasado, a las condiciones sociales en que el verdadero arte se había producido. Esta percepción pesimista, que desechaba todo método que no fuera la imitación de los viejos modelos, contrastaba con la avidez con que se leían las obras clásicas. Se buscaba en ellas respuestas a las preguntas acerca de cómo reproducir el arte de Grecia y de Roma en el presente, no para desarrollarlo en nuevas direcciones, no para superarlo de una vez por todas, sino para someterse a su grandeza e imbatibilidad, a su modelo o arquetipo irreemplazable. Se buscaba reconstruir en el presente una pálida proyección del glorioso pasado de la Antigüedad grecorromana. Pareciera que eran los menos los arquitectos que buscaban respuestas en el método experimental de las ciencias naturales. Leonardo da Vinci lo había hecho de manera parcial en sus estudios de anatomía o incluso con la creación de modelos aerodinámicos, que nunca construyó a escala real para probarlos. El método de la perspectiva y la tercera dimensión supone el manejo hábil de la geometría, la matemática y la lógica, además de las técnicas de dibujo y pintura. Y con el progreso de las ciencias naturales la geometría y la matemática se fueron asociando más y más con ellas. Pero en los siglos XVII y XVIII tal asociación no se veía tan claramente. La idea predominante era la recomendación de reproducir el pasado de la Antigüedad Clásica. Y esta idea, aunque ahora —a algunos— nos resulta ilusoria, poco práctica o nada realista, en ese entonces —a muchos— parecía viable, factible, asequible, por eso los arquitectos no dudaban en seguirla, aprobarla y buscar la mejor manera de justificarla. No importaba nada que los tratados de Vitruvio, Alberti, Filarete y Serlio no tuvieran a Horacio y su Arte Poética como el punto de partida, porque se trataba, no de complementarlos con algo inadecuado, sino de aplicarles una preceptiva sublime, romana, propia.
En el siglo XVIII, pues, se pensaba que el artista podía comenzar de nuevo yendo a un origen clásico indudablemente genuino. Pero, ¿era esto lo que buscaban los arquitectos más realistas? ¿Se interesaban los arquitectos seriamente por lo poesía de Horacio o por la poesía clásica en general? O, ¿sólo buscaban soluciones prácticas, factibles, al problema de la conservación de las tradiciones en un mundo social que de repente comenzaba a cambiar de manera irreversible? En ese momento, la disyuntiva real para muchos arquitectos es, o bien se transita por la vieja y segura vía de la tradición, de la imitación de los arquetipos clásicos, físicos y morales, o bien se toma a las Sagradas Escrituras como única fuente de conocimiento e inspiración moral. Se entiende que junto a esta idea tradicionalista, que aunaba la concepción clásica del arte con la aritmética y la técnica constructiva, había esa nueva tendencia a basarse en el experimento y en la matemática, no sólo porque en el oficio mismo era imperativo aplicar la experiencia y los conocimientos matemáticos, sino también porque las transformaciones constantes de las condiciones sociales la hacían posible. La vía científica se iba fortaleciendo poco a poco y algunos arquitectos se esforzaban para ponerse al día, pero había todavía imprecisiones respecto a lo que era científico-natural y lo que era científico en el sentido clásico-humanista. Eso se puede apreciar en los tratados escritos por los arquitectos más reconocidos de los siglos XVI, XVII y XVIII. Desde el boloñés Sebastiano Serlio (I sette libri dell'architettura, publicado en 1531-1551) y el aretino Giorgio Vasari (Le vite de' più eccellenti pittori, scultori e architettori, publicado en 1550-1568) hasta el oritano Francesco Milizia (Le vite de' più celebri architetti d'ogni nazione e d'ogni tempo, 1768, Memorie degli architetti antichi e moderni, 1768, Principj di architettura civile, 1781 y Dell'arte di vedere nelle belle arti del disegno, 1781 y 1786), pasando desde luego por el paduano Andrea Palladio (I quattro libri dell'architettura, 1570) y el vicentino Vincenzo Scamozzi (L'idea della architettura universale, 1615), se va esbozando poco a poco una teoría y una práctica arquitectónicas en las que la reproducción de la arquitectura clásica y sus elementos fundamentales es un límite a la vez que un reto a vencer, sin abandonar ni la racionalidad, ni el método constructivo ya establecido, y sin introducir elementos demasiado extraños a la misma. El ejemplo más conocido de este proceder, por sus obras abundantes y por la admiración que otros expresaron por ellas, es ciertamente Palladio. El manejo hábil de la proporción le permite enriquecer las vistas externas y la combinación de masas y vanos sin tener que agregar ni materiales, ni decoraciones completamente ajenas al principio rector clasicista. Esta reproducción elemental de la arquitectura clásica permite asegurar la calidad del resultado, pues el diseño general y de detalles constructivos —por más novedoso o moderno que busque ser— se ciñe siempre al modelo clásico: tiene que ser parte de él, no su perfeccionamiento, ni su presunta corrección. Es dentro de estos límites que Scamozzi, por otro lado, llega a considerar la arquitectura como una ciencia que exige la precisión y el cumplimiento de sus reglas. No habla, pues, de ciencias naturales, ni de ciencias empíricas, sino de la ciencia racional que se ha heredado de la Antigüedad Clásica. Ahora bien, para cuando Milizia publica sus volúmenes ya se había demostrado con el regreso del cometa Halley, en 1759, que el cálculo de Newton era correcto. Acaso por eso Milizia se pregunta retóricamente si la óptica newtoniana moderna tendrá más adelante alguna influencia en la arquitectura, si la ciencia clásica es la última cima del conocimiento y si Newton eclipsará de algún modo a Rafael y Palladio, o si ambos se mantendrán a pesar de esta nueva y poderosa influencia. De acuerdo a dos versiones de Las vidas [Le vite], Milizia llama a Palladio «el Rafael de la arquitectura» o «el Newton de la arquitectura». En la primera versión no hay ninguna referencia a Newton, pero en la segunda se le menciona en varias ocasiones. Y este tratamiento es el que se resalta en la traducción al inglés de 1826. Sin embargo, Milizia parece ser una excepción entre los arquitectos de su época, pues las ciencias naturales encuentran una fuerte oposición en las creencias religiosas de las distintas clases sociales: hay una corriente conservadora que se niega sistemáticamente a reconocer la validez de los descubrimientos científico-naturales, una corriente de pensamiento que más bien intenta desacreditar a Newton —y desde luego a cualquier otro representante de la entonces llamada filosofía natural— únicamente por la vía de la lógica tomista o por la vía religiosa del dogma, nunca mediante una presentación de pruebas reales, corroborables en la práctica, en los hechos. El sarcasmo, la ironía y la burla del que cree saber todas las respuestas por anticipado sustituye al verdadero interés por el conocimiento objetivo. En parte esta actitud característica de los siglos XVII y XVIII, e incluso de más de la mitad del siglo XIX, se debe al prolongado dominio que sobre la sociedad había ejercido la visión religiosa de la vida, pero también a las dificultades y la lentitud con que el poder estatal o de las clases gobernantes (aristócratas y burgueses financieros) se había ido independizando del poder de la Iglesia y de las antiguas formas sociales de producción. En sus inicios, la nueva ciencia había tenido que mantener una relación ambigua con la teología y la filosofía. La ruptura se hace evidente sólo cuando las revoluciones burguesas y el pensamiento económico y político burgués se imponen en la mayor parte de Europa. Lo que se conoce como la reacción conservadora del siglo XIX, es el intento de volver al pasado, de restaurar las viejas formas de producción y gobierno de la época señorial o medieval, reacción que tiene un éxito parcial al devolver la monarquía y la Iglesia al poder, pero ya no puede evitar la expansión capitalista, ni la difusión del pensamiento liberal con todas sus consecuencias. La llamada restauración, pues, hace confuso y ambiguo lo que por un breve instante parece claro y seguro: el camino del progreso. Así, pese a los profundos cambios estructurales en la economía y la política, en las condiciones materiales de vida, las artes y las ciencias, en el sentido clásico, se van a conservar desde entonces como una supuesta referencia alterna a las ciencias naturales, pero, sobre todo, como una parte complementaria y por eso mismo indispensable del equilibrio entre lo tradicional y lo actual.
Como hemos dicho, el segundo momento de la tendencia conciliadora moderna corresponde a la Enciclopedia y por extensión a la Ilustración, o más exactamente, a la Cyclopædia de Chambers, de 1728, y la Encyclopédie de Diderot y D'Alambert, de 1751-1772. Ambas publicaciones contribuyen de modo importante para que se difunda la idea de que entre las ciencias naturales y las ciencias clásicas o ciencias humanas se da una conciliación y un equilibrio reales, pues en estas obras se presenta a las unas y a las otras coexistiendo en la vida práctica e intelectual de la sociedad moderna. Igualmente, podemos suponer que estos Diccionarios razonados son una primera respuesta conciliadora al debate o a la querella entre los partidarios de los antiguos y los modernos, que tiene lugar sobre todo en el seno de la Academia Francesa. Nuestra impresión es que Chambers es más conciliador que Diderot y D'Alambert, pues aquél reúne las ciencias humanas con las ciencias divinas, mientras que éstos dos se perfilan preferentemente por las ciencias naturales y las matemáticas. Ahora bien, en la medida que se pasa de la producción feudal a la producción capitalista, entre el siglo XV y el siglo XVIII, la burguesía se fortalece frente a la nobleza y con ella el pensamiento liberal. Surge en Inglaterra y Europa el interés científico por la economía de las naciones, por la economía política, pero igualmente por el efecto moral del progreso en la sociedad moderna e industrial. Los pensadores liberales ingleses no se oponen al progreso económico de las naciones, sino a sus excesos, al descuido de los aspectos morales. En Alemania (entonces rezagada respecto de Inglaterra y Francia en la difusión del proceso de industrialización y del pensamiento liberal en materia económica), por lo contrario, se va a proponer un regreso al debate anterior a Kant, quien había establecido —siguiendo a Hume en el tema de la percepción sensorial del objeto físico—, que, para la filosofía, era imposible determinar la cosa en sí, conocer el objeto real en sí. Había que volver a la metafísica que Kant había dejado en segundo plano. La poesía y la literatura alemanas, por su parte, van a sugerir un retorno a la época de la producción feudal, a la Edad Media. No extrañe entonces que, desde fines del siglo XVIII hasta el inicio de la segunda mitad del siglo XIX, los filósofos alemanes se enfocaran particularmente en el estudio de la naturaleza, ya no como el objeto empírico a ser determinado, a ser medido o calculado, sino como el conocimiento, el concepto puro o la categoría, que se constituía en el pensamiento humano de un modo independiente, trascendental. Oponían a las ciencias naturales o empíricas diversas teorías idealistas del conocimiento, un concepto general o abstracto de las ciencias, donde —por supuesto— la batuta la llevaba la filosofía. Tenemos entonces que, para Johann Gottlieb Fichte, la filosofía es la ciencia que se plantea y resuelve el problema sobre cuál es la base de las representaciones y de la necesidad, el fundamento de toda experiencia (tanto interna como externa), pues para explicarla elabora una teoría. Para Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, en cambio, la filosofía como ciencia del idealismo trascendental colabora de modo independiente con las ciencias naturales: aquélla trabaja con la intuición pura y el mundo ideal, y éstas con la experiencia determinada por la actividad del hombre en el mundo real o material. La visión de Schelling no es dualista, sino monista, pues está convencido de que el objeto real sólo puede explicarse por la conciencia primigenia, originaria. Para Georg Wilhelm Friedrich Hegel también hay una colaboración entre la filosofía —como ciencia que explica el desarrollo dialéctico del espíritu absoluto— y las ciencias naturales o físicas, pero también ve el predominio lógico y espiritual de la primera sobre las últimas. En medio de este debate abstracto acerca del tipo de ciencia que el filósofo podía y debía practicar, resurge poco a poco la vieja idea de las ciencias humanas o las ciencias del espíritu, pero se la presenta como algo nuevo, como la aparente solución final de los problemas que Fichte, Schelling y Hegel habían planteado; entre ellos, desde luego, la completa constitución teórica de una sólida alternativa filosófica y moral al ascenso de las ciencias naturales y el pensamiento liberal. Es el tercer momento de la tendencia conciliadora moderna. Esta vez se recomienda el desarrollo de un conjunto de ciencias intuitivas, racionales y metódicamente rigurosas, cuya meta principal sea conocer el espíritu humano y sus obras. El ánimo es por supuesto mantenerse independientes tanto de la discusión teológica como del avance de las ciencias naturales y de sus explicaciones materialistas. Lo que esta tendencia idealista quiere de manera categórica o absoluta es poner a resguardo ese saber primigenio u originario —las ideas eternas— que presuntamente heredamos, no de nuestra parte física, sino de la espiritual. Y con ello recuperar poco a poco la solvencia de las ciencias y las artes clásicas, que habían regido por siglos. Obviamente, ni todos los filósofos, ni todos los arquitectos, de la época, entienden del mismo modo los fines independientes que las ciencias humanas o del espíritu proclaman. Los arquitectos de todo este período de tiempo, por inercia o por convicción, no dejan de vincular la arquitectura con la tradición, con las ciencias y las artes clásicas. Aunque reconocen que los logros de las ciencias de la física, la química y la medicina, se traducen en un gran progreso para la sociedad moderna, no dejan de señalar que la arquitectura es un arte, no una ciencia natural, y que si bien es decisivo que los arquitectos se ubiquen en el presente o prevean el futuro, no menos importante es que respeten el pasado.
No faltan sin embargo los autores modernos (siglo XIX) para quienes la arquitectura es la «ciencia de bien construir», sin rechazar la historia que la ha originado, pero también sin reducirla a lo puramente clásico o grecorromano. El método comparativo, que se aplica desde el siglo XVII, les permite destacar los aspectos más esenciales de la arquitectura, revelar lo que en su opinión une a ésta con otras ciencias y artes. No tanto porque quienes así la definen crean en que posee sólo aspectos objetivistas, sino porque la comparación con las ciencias naturales pone de manifiesto algunos puntos de coincidencia, algunas relaciones de semejanza. De esta suerte, durante la primera mitad del siglo XIX, los representantes del gremio de los arquitectos ingleses, o bien entienden que las ciencias humanas se complementan necesariamente con las ciencias naturales, o bien creen que la unión entre las ciencias de origen divino y las ciencias humanas es innegable. Por un tiempo, las ciencias humanas (a veces confundidas en la actualidad con las humanidades en el sentido de las bellas letras), fueron vistas por los arquitectos como el medio más adecuado en el que podía desenvolverse y prosperar una teoría arquitectónica, así fuera apenas a nivel muy abstracto o sólo simbólicamente, porque, más que interesarse en una filosofía o una sociología completas, a los arquitectos les atraían únicamente algunos fragmentos, algunas frases, o puras ideas sueltas, acaso deslumbrantes o audaces. En parte como oposición a las generalizaciones de las ciencias humanas, pero también como consecuencia del partidismo teórico y político que se vivía, dentro y fuera del debate artístico y filosófico, se dio por diferenciar entre las viejas y las nuevas ciencias, entre las ciencias de base racional o lógica y las de base empírica o experimental, identificando a estas ultimas como las ciencias sociales, que, además de la sociología, incluían la economía, la política, la historia y disciplinas que querían ser consideradas aplicadas, experimentales o empíricas. A causa de esta especialización de las áreas del conocimiento, pocos eran los arquitectos que en verdad profundizaban en sus lecturas. La mayoría daba por hecho que lo que se decía sobre este o aquel autor era cierto. Parecía obligado que sus escritos teóricos mencionaran a autores reconocidos de las viejas o de las nuevas ciencias. Esto ocurría también entre los propios autores sociales modernos, no se diga entre sus lectores, o entre los lectores que procedían de otras disciplinas. Ya en el siglo XX, Husserl intenta superar las contradicciones que la presunta conciliación kantiana del empirismo y el racionalismo había suscitado. Busca refugio del asedio de las ciencias naturales o empíricas en la conciencia pura, en la depuración de las ideas de todo residuo empírico o material, sosteniendo que en efecto la conciencia y la realidad nunca se unen, porque permanecen separadas permanentemente como las dos orillas de un río o de una corriente infinita, pero que, al mismo tiempo, el predominio le corresponde a la conciencia, ya que el objeto en sí o real es sólo el correlato de aquélla como representación o forma trascendental del mismo, aunque ya no como género sumo, como conciencia que ha alcanzado plena pureza y trascendentalidad. No es un hecho aislado, pues, que, en la Inglaterra donde se origina el empirismo moderno, los arquitectos se pregunten en 1859 —y de modo muy semejante a Milizia— si pronto surgirá el Shakespeare o el Newton de la arquitectura, pensando más en la literatura y la filosofía que en las ciencias naturales, más en lo humanamente lógico o racional que en la experimentación científica. Pese a esta ambigüedad circunstancial, los aportes de Newton en la óptica —especialmente su teoría de la luz y los colores— o indirectamente en la elaboración de concreto armado (a veces llamado también concreto reforzado y, desde fines del siglo XVIII, hormigón armado), basada en una cada vez mejor comprensión científica de las leyes del movimiento de los cuerpos (el comportamiento mecánico del cemento y el acero: la resistencia a la comprensión de uno y a la tensión y deformación del otro), van a permitir que haya por lo menos la posibilidad de una relación bastante cercana entre la arquitectura y la ciencia, no sólo entre ésta y la ingeniería. Sin embargo, un siglo después, en 1959, (como si en los años 1910, 1920 y 1930, no hubiesen intentado los arquitectos constructivistas rusos y los arquitectos alemanes de la Bauhaus, unir el arte y la industria, los primeros de un modo efímero, y los segundos con un éxito parcial, sobre todo en el diseño industrial de objetos domésticos), los arquitectos de habla inglesa buscan todavía al genio de la arquitectura que conjugue las habilidades de un artista y de un técnico, o de un científico. Es decir, no reconocen los logros de los rivales, por sus vínculos con las supuestas tendencias antiacadémicas y antihistoricistas, pero igualmente por razones políticas (por la germanofobia heredada de la Segunda Guerra Mundial y porque en los años 1950 los EEUU y la Rusia soviética sostenían la llamada Guerra Fría). Pero a diferencia del terreno político, en el arte y la arquitectura, no se opta por uno solo de los extremos del debate artístico y filosófico, sino que con prudencia se insiste en mezclar arbitrariamente —claro está— lo «mejor» de ambos mundos, el antiguo y el moderno, el conservador y el liberal, el reaccionario y el progresista, el laico y el religioso. Pero el problema planteado por la reacción conservadora no desaparece en ningún momento. Desde el siglo XVII hasta la primera mitad del XX, los arquitectos y los filósofos conservadores, que se oponen abiertamente a la mezcla de los extremos, no sólo perciben esta relación cercana entre las artes y las ciencias naturales como una pérdida de los aspectos sensibles o clásico-humanistas de la arquitectura concebida como arte, sino también como una verdadera amenaza para la vida y la moral tradicionales y cristianas. Mientras que para los defensores —liberales o revolucionarios— de una alianza entre arquitectura y ciencias naturales ésta es posible y necesaria, para los detractores es más bien desafortunada, pues ellos entienden que, por su carácter objetivista, las ciencias naturales no pueden reemplazar por sí solas la base teórica y práctica de la arquitectura, que se funda —aseguran— mucho más en el idealismo, en la aspiración a la libertad, en la intuición, en la preferencia individual y en la emoción singular, que en la técnica impersonal y en el rigor empírico o realista de los conocimientos científicos.
En el siglo XX, los arquitectos modernos y contemporáneos vuelven en múltiples ocasiones a la idea de una poética del arte o de una poética de la arquitectura, en el sentido que se entendía sobre todo en los siglos XVIII y XIX, mencionándose expresamente la obra de Horacio o la poesía en general. Un uso menos recurrente ha sido el de poesía arquitectónica. Pero el término poética también adquiere un nuevo significado. En la crítica de arquitectura italiana, por ejemplo, va a usarse para definir la primera etapa de un movimiento artístico, no para restarle importancia, sino por lo contrario para subrayar el valor de sus aportaciones teóricas y prácticas, para rescatarlas del olvido académico. También puede referirse a una propuesta filosófico-estética independiente que no se integra nunca a un movimiento de artistas plásticos de gran importancia, pero que influye directamente en él, en lo que podría considerase como sus postulados teórico-prácticos. En esta misma crítica de arquitectura puede entenderse poética como el preámbulo no del todo maduro, o como los comienzos algo titubeantes e imprecisos, de un movimiento en el arte o en la arquitectura, que aspira a consolidarse y ser reconocido. Según estos usos, una poética estética o arquitectónica participa en la crítica y en el debate artístico y filosófico precisamente porque posee coherencia interna y reglas o leyes propias vigentes, por lo menos durante el tiempo de su aparición. Por eso, Bruno Zevi habla de una poética neoplasticista, donde la perspicacia o la inteligencia analítica da como resultado sorprendente una efervescencia poética, es decir, se da completamente libre del análisis inicial. Por su parte, Renato de Fusco habla de varias poéticas, por ejemplo: la de Sant'Elia, la del art nouveau, la purista, la expresionista, la del Proun, la figurativa del neoplasticismo, etc., como partes fundacionales o fases previas o, incluso, ya propias de la evolución del Movimiento Moderno. Por otro lado, desde los años 1980 y 1990 los arquitectos modernos y contemporáneos también usan con regular frecuencia la frase o expresión noción poética. Pero el uso tradicional de noción poética en realidad nos remonta hasta el siglo XVII. Es desde entonces que la frase se emplea para remarcar claramente que se está ante una idea o una representación de la poesía más ligada a los libres e íntimos sentimientos humanos que al frío y meticuloso análisis o razonamiento filosófico y científico. La expresión noción de poesía no enfatiza, pues, que la idea o el conocimiento que se pueda tener de la poesía sea vago, confuso o poco riguroso, poco científico, sino que es intuitivo, emocional, subjetivo, acorde a las reglas de la poesía, no de las ciencias experimentales, no de las ciencias de la naturaleza. En este estrecho sentido, pues, se entiende que una cierta palabra o un pequeño grupo de ellas son un recurso compositivo, e incluso retórico, que pertenece a la poesía clásica o a la poesía moderna. Por lo anterior podemos pensar que quienes abrazan la noción poética como recurso explicativo de los problemas de la arquitectura contemporánea, son arquitectos señaladamente conservadores, porque se estarían oponiendo a la participación de las ciencias naturales en el proceso de diseño arquitectónico, pero en los hechos no es exactamente así. Veamos un solo ejemplo, el del arquitecto colombiano, arquitecto esencialmente realista, Rogelio Salmona. Cuando Salmona sostiene que en la arquitectura prehispánica —o incluso en la arquitectura moderna en general— se percibe una noción poética, podemos creer que se refiere a que no hay en esas arquitecturas una poesía propiamente dicha, al modo académico, sino apenas un aire, un dejo de algo que puede ser, pero que no alcanza nunca su plena realización, por causas culturales o materiales, por la imposibilidad de comparar la metrópoli con la periferia, por condiciones intrínsecas insuperables, etc., etc. Salmona, sin embargo, nos demuestra que no piensa de esta manera; él mismo nos indica con claridad qué es lo que quiere decir: que la arquitectura es poesía tal cual, pero también algo más, por eso igualmente dice que la arquitectura es ciencia tal cual y algo más. Eso quiere decir, para Salmona por supuesto, que la arquitectura no se reduce ni al primer concepto, ni al segundo, sino que los trasciende a ambos porque se funda en hechos, en la solución de problemas reales, prácticos, no solamente teóricos, ni solamente emocionales. Lo que Salmona hace es llamar la atención a la complejidad de la actividad proyectiva y constructiva de los arquitectos y de lo que él llama el hecho arquitectónico. Nos dice que no basta trabajar con la ciencia y la técnica, que también hace falta el toque poético, humano y espiritual. ¿Es un conciliador de los extremos? Obviamente sí, pero también es un realista, pues busca soluciones reales para problemas reales. A pesar de las limitaciones que le impone el tratar de quedar bien con tirios y troyanos, Salmona no asume nunca que esta percepción de la arquitectura como una noción poética resuelva todo los problemas del oficio, porque en ningún momento pone el discurso por encima de la realidad, esto es, porque nunca pierde de vista que el fin es transformar el mundo real, no transportarnos a regiones abstractas, fantásticas o meramente aparenciales, creadas por medio de interminables juegos de palabras, que presuntamente cambian todo, pero que en realidad no cambian nada. Salmona, pues, a pesar de que se suma al esfuerzo de la conciliación de los extremos, no rechaza el realismo que le es propio a causa de su profesión de arquitecto, ni abraza la frase de noción poética como si fuera la fórmula más buscada en toda la historia de la arquitectura, como hacen en el presente algunos arquitectos contemporáneos que ven en ella el faro o la luz mágica que puede guiarles en el trabajo de diseño. Cierto es que Salmona pertenece al siglo XX, no al XXI, pero se forma y ejerce profesionalmente durante la etapa en que se vivía la ilusión del cambio cultural a través de los medios de comunicación de masas y de las artes. Tal ilusión era la respuesta de los técnicos y los artistas a los intentos y los fracasos de los políticos, los economistas y los filósofos en hacer de la sociedad burguesa y capitalista «el mejor de los mundos posibles» para vivir pacíficamente en él. Salmona, como la mayoría de quienes atestiguamos y experimentamos esa época, no se salvó de esta poderosa influencia social, pero pudo esquivarla un poco al tener como punto principal de referencia la realidad social de Colombia. Esa misma ilusión de cambio cultural se da hoy con la reposición de las pretendidas teorías de la conciliación.
La caída del Muro de Berlín y de la Cortina de Hierro fue la campanada que advirtió a todos que las condiciones sociales no habían cambiado con la profundidad suficiente, que hacía falta volver a plantear los viejos problemas para buscar soluciones de fondo. Si para algunos activistas y militantes de la derecha o de la izquierda esto se reducía a recuperar las viejas trincheras conservadoras o revolucionarias, para los románticos todo comenzaba admitiendo que era preferible regresar al presunto caos natural, al idealizado estado natural del hombre. Fusionar estos dos puntos de vista —partidistas y contradictorios— no era posible en la práctica, así que algunos grupos de filósofos e intelectuales optaron por una salida retórica o discursiva, una supuesta tercera vía, o «vía conciliatoria», como si nunca antes se la hubiera propuesto en la política y en la filosofía. Promovieron la antigua idea de que el logos, el pensamiento y la razón, eran la realidad misma, que ésta no era otra cosa que una simple narración, la cual además podía alterarse a gusto; hacerse y rehacerse cuantas veces fuera indispensable. Pero había que convencer a todos, en especial a los recién llegados, a los más jóvenes, de la obligatoriedad de entender la realidad de esta modo, como si fuera lenguaje literario y poético; de la conveniencia estratégica de incluir distintas opiniones o diversos enfoques, fragmentados y desligados de sus bases reales, para rescatar de ellos tan sólo aquellas palabras que en apariencia acentúan la visión que se quiere magnificar y difundir a modo de propaganda neutralizante o tranquilizadora. El caso de Salmona nos sugiere que algunos arquitectos modernos y contemporáneos se opusieron públicamente a esta burda manipulación de las fuentes y de la realidad social, pero no fueron la mayoría, ni los más influyentes. Esa mayoría, sin embargo, por la naturaleza del trabajo arquitectónico, no podía tomarla demasiado en serio por mucho tiempo. El realismo se impuso al final. Incluso en el campo de la crítica de arquitectura, no son muchos los que entonces se pronunciaron por convertir la realidad en un simple discurso, en una suma de voces discordantes en la forma pero aparentemente unísonas en por lo menos una cita aislada del texto, del contenido. El interés por los escritos de arquitectos antiguos, modernos y contemporáneos, sin embargo, aumentó notoriamente a partir de los años 1990, y podría decirse que no ha dejado de incrementarse hasta la fecha. El objeto del lenguaje, la palabra, ha desplazado al objeto real, empírico. El desplazamiento ha sido tal que ahora el objeto del discurso es el propio discurso abstracto, libre de toda interferencia real o material. Por eso ahora la crítica se estudia a sí misma, es su propio objeto de investigación. Los críticos de arquitectura de hoy no confrontan a otros críticos, ni a las fuentes clásicas, para corregir errores de investigación o de método, que sería lo más plausible, sino para seguir la tendencia imperante o moda, estos es, para «actualizarse», para formar parte de un elenco internacional de autoridades y preceptores, de académicos y consagrados, que reciben el aval y la certificación curricular de Instituciones públicas y privadas, así como de grupos editoriales de países, que antes no aparecían en las bibliografías de la crítica de arquitectura europea, pero que ahora se esfuerzan para contar con representantes cuya dignidad no pueda ser cuestionada, pues están convencidos de que, al no cerrarse ni a las ideas de la derecha, ni a las de la izquierda, demuestran cumplidamente su capacidad crítica. De esta suerte, en estos años recientes, hemos pasado del problema de la realidad social al problema de la definición de la crítica en sí, es decir, a un problema filosófico aislado, abstracto o irreal. En las ciencias naturales son bienvenidas las definiciones que se fundan en un conocimiento objetivo o científico, pero no aquellas que solamente buscan las explicaciones en las palabras mismas, en los retruécanos de la redefinición y la perorata, no en los hechos ciertos, no en la vida y el mundo real. Entendemos que no todos los arquitectos, que son críticos de arquitectura, se dan cuenta de que sus definiciones carecen de bases objetivas, en parte porque sólo prestan atención a sus propios pensamientos, pero también porque no les preocupa en absoluto estar equivocados, confían en que tarde o temprano van a encontrar la descripción acertada. No les preocupa lo que piensen terceras personas, ni sus lectores. Por eso, no faltan los arquitectos supuestamente críticos que se retractan de lo que ya han publicado, alegando que ya no ven las cosas así o que nuevas experiencias y nuevas informaciones han cambiado su perspectiva y sus conceptos. No sabemos con seguridad cómo afecta este proceder a los lectores, si pierden el interés por la crítica en general, o sólo por la crítica de este autor, o si el concepto que tienen de la crítica de arquitectura se empobrece por completo. En los foros, y en los sitios dedicados a su profesión, arquitectos de diferentes edades a menudo expresan la inconformidad y hasta la decepción que sienten por la crítica de arquitectura actual. Pero no son capaces de ir más allá de la exigencia de una mejor crítica, de una crítica más práctica, o de una crítica más preceptiva y menos polémica. Pierden de vista que la crítica no es teoría para enseñar a diseñar, ni manual para seguir los pasos técnicos de una construcción. La crítica que confronta las ideas con la realidad, no con las creencias personales, cuestiona el hacer y el pensar del arquitecto en el proceso de diseño, es decir, le impide dar por sentado que el problema de la arquitectura es sólo construir edificios bonitos y caros, edificios suntuosos para una élite. Aun sin dedicarse jornadas completas al estudio de los problemas de la sociedad capitalista contemporánea, los arquitectos saben por medio de su propia crítica, su propia reflexión, que no todo consiste en buscar la belleza del objeto arquitectónico, ni en tener únicamente clientes de enormes recursos financieros; están conscientes de que todas las familias y todos los individuos de las distintas clases sociales también aspiran al bienestar que una casa, un barrio, una comunidad, una ciudad, una región o un país, pueda darles. Es decir, los arquitectos siguen conscientes de que han pospuesto indefinidamente el problema social, en espera de nuevas condiciones materiales de vida que favorezcan el cambio de las actuales políticas públicas o en espera de las nuevas generaciones de arquitectos que puedan emprender y realizar lo que hasta ahora no ha podido hacerse ininterrumpida y sistemáticamente. Las nuevas generaciones de estudiantes de arquitectura —como antes nosotros— también se ven sometidas a la propaganda de los extremos de derecha e izquierda, de los eclécticos y los pragmáticos, de los anarquistas y los nihilistas y, desde luego, de los quiméricos conciliadores de todos los tiempos. Sólo queda confiar en que el carácter realista del oficio mantenga sus pies sobre la tierra e intenten resolver individual o conjuntamente por lo menos algunos aspectos físicos o económicos del problema social.

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