Como mensaje del vigésimo aniversario de Ideas Arquitecturadas, presentamos este ensayito sobre dos temas colindantes y hasta cierto punto complementarios. Esperamos que su tratamiento resulte novedoso, no sólo para quienes nos leen por primera vez, sino también para quienes nos leen con la regularidad del lector atento e interesado.
Por lo general, la gente considera sabido y entendido qué es la crítica de arquitectura o qué es el debate público, pues no necesita profundizar en ello para resolver sus tareas cotidianas, ni necesita explicarle puntualmente a nadie qué es lo que piensa sobre esos dos temas. Pero, para alguien que practica la crítica de arquitectura, la crítica de arte o la crítica en general, la cosa es diferente; esta persona sí tiene que explorar detenidamente las implicaciones de uno u otro término para discutir con bases firmes sobre la permanencia o el cambio del curso del debate, sobre la adopción o el abandono de posiciones retardatarias o avanzadas, o sobre la validez de una visión idealizada del mundo o de otra más bien realista.
LA CRÍTICA DE ARQUITECTURA Y EL DEBATE PÚBLICO
La retrospectiva siempre es engañosa, no sólo nos hace creer que la historia es lineal y con un origen único en la Antigüedad Clásica, sino que también nos limita a pensar en términos griegos, latinos o conceptos de alguna otra lengua europea. De esta forma es fácil deducir que la crítica se originó con Tucídides y Aristófanes en Grecia, o que con Aristóteles se instrumentó como lógica, o que con Kant se consolidó como alternativa epistemológica al método experimental de las ciencias naturales o como técnica moderna de investigación propiamente filosófica, o que, más cerca, en nuestra época, otro germano descubrió —con la crítica al realismo— que el límite de todo lenguaje personal o subjetivo es el objeto real, el mundo real, etc., etc. Además de distorsionar la historia creyendo que todo se reduce a pensar y escribir —o a filosofar— a la manera occidental, se defiende la tesis de que las palabras de prácticamente cualquier lenguaje dan vida al mundo al establecer su significado o sentido, y se rechaza que éste o aquéllas se originan invariablemente a partir del esfuerzo individual y colectivo (social) de transformación y determinación subjetiva y objetiva de una realidad y una época específica. Eso equivale a sostener que la «experiencia» de los distintos pueblos del mundo carece de la misma importancia que, en cambio, tiene la «experiencia» de los países más dominantes porque —supuestamente— aquéllos «heredan pacíficamente» de éstos, a través de las circunstancias, el destino o la ley del más fuerte, el conocimiento y la civilización de Occidente; no de las habilidades que tales pueblos habían alcanzado con autosuficiencia antes de la expansión europeo-occidental. La verdad histórica es muy distinta, nada depende de la «experiencia» en tanto concepto de origen griego, ni en tanto palabra perteneciente a los diversos lenguajes derivados del latín, ni de las lenguas germanas o eslavas, sino que todo tiene que ver más bien con las capacidades físicas y espirituales (intelectuales) de cada ser humano. Este ser humano ha trabajado y producido medios sustentables de vida en las diferentes regiones del mundo, en primer lugar para la preservación y continuidad de las actividades individuales y comunitarias, o personales y sociales y, sólo después, para el intercambio, el trueque o el comercio. Sin producción de medios sustentables de vida y técnicas para emplearlos no hay intercambio. Los seres humanos se han asentado en todas partes para poder criar animales o cultivar y cosechar cereales, frutas o vegetales. Han aprendido a producir derivados de la leche y de los granos. Han seleccionado lo que es benéfico para la alimentación y lo que no, lo que es útil y debe conservarse y lo que no. Han ordenado, almacenado y llevado la cuenta de toda su producción. En todas las latitudes, el género humano ha perfeccionado gradualmente los sistemas para incrementar la producción y conservación de alimentos. Ha inventado señales, signos, elementos gráficos o pictóricos, una numeración y hasta un lenguaje para mantener a salvo las técnicas de producción y el recuerdo de cómo hacer las cosas de un modo efectivo y seguro para el grupo. Ha aprendido a transmitir a su descendencia los procedimientos relacionados con la producción y la supervivencia como especie y como organización social. Ello comprende la regulación del comportamiento individual y colectivo mediante códigos, leyes y restricciones, para facilitar la unidad en la consecución de objetivos comunes. Todo este trabajo, todo este esfuerzo individual y colectivo, y todos los acontecimientos concretos y abstractos consecuentes, son eso que llamamos experiencia, no es sólo el conocimiento aislado de la práctica, y menos aquel conocimiento científico-natural que presuntamente pertenece a un exclusivo puñado de países. La experiencia es humana —genérica—, no solo europea, no solo burguesa, no solo capitalista. Los conceptos o las palabras de los distintos idiomas, que remiten a la experiencia de cada individuo y de cada grupo social, son resultado de un largo proceso histórico de asimilación y difusión en el que hemos evolucionado, lo mismo como seres independientes que como el conjunto de ellos, como especie humana, a través de nuestras actividades físicas e intelectuales relacionadas simultáneamente con la supervivencia y con la producción de medios sustentables de vida. No han sido pues los puros conceptos los que han ocasionado nuestras múltiples acciones —que van desde la observación y la experimentación hasta la deducción y la inducción—, sino, todo lo contrario, aquéllos han surgido y han cobrado importancia gracias a éstas. Por eso, las respuestas en torno de la supuesta crisis actual de la crítica de arquitectura no se encuentran en las raíces etimológicas del término griego, ni en las definiciones académicas y filosóficas que algunos presentan como contundentes pruebas argumentales para zanjar de una vez por todas el supuesto problema de su significado lógico y universal, o para proponer un presunto nuevo método de análisis y diseño en el que todo queda asumido y comprendido en forma absurda y esquemática con frases vanas. No estamos ante una cuestión de definiciones interminables de palabras, ni de deslumbrantes referencias bibliográficas, porque el problema no es qué debemos entender por crítica, sino qué es lo que queremos solucionar o transformar de manera cierta, real. Agregarle adjetivos o prefijos al mero concepto de crítica tampoco hace que su experiencia y su uso sean más eficientes, ni más precisos: «crítica dialéctica», «crítica operativa», «crítica inmanente», «pos-crítica», «trans-crítica», etc., etc. Así, sólo se da vueltas al asunto, sin jamás entrar de lleno en el fondo del problema real que nos incumbe. Hace falta dejar de pensar en los estrechos términos empírico-racionalistas de la filosofía occidental, en particular, de aquella filosofía subjetivista y proclive a las falsas apariencias, que aduciendo ser ambigua, compleja e incluyente reduce la existencia real de los seres y las cosas a los puros significados «múltiples», «multivalentes», «plurales», «tangenciales» de las palabras, de los conceptos, de las categorías y del discurso en general, significados que, en los hechos, son interpretaciones vacías, aisladas o metafísicas, cuando no caprichosas, parciales o tendenciosas. Es decir, que no remiten a la realidad física, sino a las rebuscadas disquisiciones de los arquitectos filosofantes, a sus etéreas elucubraciones, a sus personales gustos e intereses, quienes, en compañía de sus fuentes acreditadas institucionalmente, nos quieren convencer de que nada existe fuera del poder de la arbitrariedad y de la simulación, o de la falsificación; poder con el que incluso el peor «de los mundos posibles» se convierte de repente —por arte de magia o por un simple acto de prestidigitación— en el mejor de ellos.
La distorsión retrospectiva suscita también la ilusión de que toda idea o todo concepto es inmanente, permanente, eterno, esto es, que puede cambiar su interpretación, pero no su uso, no su forma ni su significado originales. En otras palabras, la ilusión hace creer a cualquiera que la estructura lógica del discurso se funda, no sobre el conocimiento multidisciplinario, que se produce en las condiciones actuales, ni tampoco en el que se ha preservado durante siglos, en condiciones muy diversas a las nuestras, sino en sí misma, en su autonomía y existencia continua como medio absoluto y privilegiado de comunicación. Así, entre los docentes y los estudiantes de arquitectura, resulta muy cómodo imaginar que la crítica —como cualquiera otro de los conceptos del lenguaje— ha existido siempre, o por lo menos desde los inicios del siglo XX, o —en el peor de los casos— desde los años 1980 y 1990, con el uso de concepto académico y corporativo, de expresión preceptiva clásica y habitual, como se le conoce hoy día, por lo que se le puede exigir sin más que ilumine o describa las áreas en penumbras del mundo de la construcción y el diseño, o que, incluso, reanime la alicaída producción de libros y artículos de crítica o reseña arquitectónica, que se hace cada año más notoria, en parte por las causas políticas, militares y económicas, que todos conocemos, pero asimismo por la neutralización o el embotamiento que la crítica de arquitectura academicista y universitaria —de derecha, centro o izquierda— ha impuesto poco a poco a la crítica y al público en general, a través de foros privados y públicos y de periódicos y revistas en diferentes formatos, físicos o digitales. El debate arquitectónico, y prácticamente cualquier otro debate disciplinar, ya no se lleva a cabo fuera de las instituciones y las universidades de la iniciativa privada y del Estado, ya no en movimientos externos de oposición, ni vinculados a teorías sociales liberalistas y radicales, a uniones o cooperativas obreras, tampoco relacionados con escuelas y talleres defensores de una nueva educación juvenil enfocada en la resolución cabal de los problemas sociales. Esto ocurre así sólo excepcionalmente, y más como algo simbólico que real. Ahora, lo común, lo cotidiano, es que todo se discuta, se apruebe o se rechace en el seno de las instituciones y universidades privadas y públicas, y con la venia de los representantes de las diferentes tendencias políticas, filosóficas y morales, que laboran en ellas como profesores, asesores, investigadores, conferenciantes o que participan como invitados. Cabe reconocer que algunos de ellos son más persuasivos que el resto, que son capaces de convencer a cualquiera de que piensan y actúan de manera independiente, casi al margen de las autoridades universitarias o del statu quo institucional privado, pero, detrás de la aparente belicosidad y radicalismo de sus planteamientos, encontramos invariablemente la adopción sin más de las «condiciones dadas», de la desarticulación que sufre el movimiento obrero a lo largo del siglo XX con la intervención directa del Estado, ya sea para reprimirlo, ya para corromperlo, y de la casi extinción de los movimientos revolucionarios de liberación nacional con ataques propagandísticos —e incluso con la invasión militar de la potencia «defensora de la seguridad mundial»—, como excusa para hacer tabula rasa del pasado y comenzar desde cero el ajuste de las «vetustas» teorías sociales a la «realidad actual»; evidentemente, lo que hacen es sujetar las fuentes clásicas del radicalismo a sus preocupaciones e intereses institucionales privados y universitarios de derecha, centro o izquierda. Todas estas décadas hemos presenciado —sin percatarnos inmediatamente de ello— esa especie de secuestro institucional que ha experimentado el debate público, que se ha convertido básicamente en academicista o universitario, es decir: en el monólogo de unos cuantos especialistas. Las crisis de los «movimientos de masa», que perdieron la brújula con la práctica desaparición total de los partidos socialistas o con la adaptación de éstos a las «condiciones dadas», en las que ya no había una clase revolucionaria, ni un país socialista que validara la teoría marxista, llevaron a los críticos supervivientes a refugiarse en las universidades autónomas, donde ya habían sido bien recibidos en otras épocas de crisis, como en 1968. Por su carácter de institución formativa, las universidades tienden a ser conservadoras, así que, incluso ahí, los críticos de izquierda tuvieron que trabajar en los espacios de información y debate donde menos molestaban a los intereses creados. Algunos de ellos encontraron más que legítimo participar en la demolición del mítico marxismo ortodoxo que hacía décadas había comenzado en Europa y los EE. UU., de esta manera, convencidos de que trabajaban en una empresa común de grandes beneficios para la nueva izquierda, poco a poco se fueron integrando al debate universitario en el que la derecha y el centro tenían el control o la última palabra, hasta el punto que, en la actualidad, resulta muy difícil establecer quiénes son más conservadores, si los críticos academicistas y universitarios de izquierda, los de derecha o los de centro. Esta crítica pública y privada, academicista y universitaria, se ha quedado sola con su monólogo, con su discurso de la supuesta aceptación de los contrarios, de todas las voces discordantes o de la presunta renovación de las teorías radicales. Los últimos cuarenta o cincuenta años, ha querido convencernos de su honestidad e imparcialidad alegando, con frases filosóficas como «ir a las cosas mismas», «ver las cosas sin prejuicios», «regresar a los cauces originales», «recuperar la misión de la filosofía», «interpretar ahora más que nunca», «aspirar a interpretaciones, no a verdades», etc., etc., que se puede volver sobre los pasos y retomar lo que presuntamente se había estado haciendo bien en el pasado, antes de ser contaminados por los ideales y las obsesiones de la sociedad burguesa y capitalista, por el materialismo de las ciencias naturales, o por los movimientos reformistas y revolucionarios, que, en su opinión, intentaban cambiar esa sociedad sólo en la superficie, por ser incapaces de entender los hipotéticos verdaderos alcances de la teoría de la transformación social original, o por no poder trascenderla para reformular en su lugar una teoría propia y mucho más acorde al presente de nuestros países. Aunque todos estos argumentos de la crítica academicista y universitaria de derecha, centro e izquierda pudieran ser por lo menos parcialmente congruentes y aceptables, lo que ella ha hecho para completar su tarea, para alcanzar sus fines propuestos, ha sido —en el mejor de los casos— completamente equívoco, muy confuso. Por un lado, quiso aplicar el método experimental de las ciencias naturales a sus análisis y reseñas filosófico-literarias, pero no pudo hacerlo por tratar de combinarlo arbitrariamente con los puntos de vista adversos, anti-empíricos. Y, por el otro, dando la espalda a cualquier cosa que sonara a procedimiento científico experimental y matemático, quiso apoyarse únicamente en sus creencias y fantasías, pero terminó especulando en el vacío, asida neciamente a sus extravagantes ilusiones y sus absurdas creaciones mentales. No es novedad que los portavoces de la crítica academicista y universitaria estén convencidos de haber conseguido por lo menos algunas de sus metas críticas y hasta teóricas, en parte porque creen todavía que van por el camino correcto, pero también porque tienen el respaldo del prestigio de las instituciones y universidades privadas y públicas, que les permite difundir sus ideas a las distintas generaciones, a públicos devotos, especializados o no, que los gratifican o satisfacen grandemente con sus aplausos y su admiración «sincera», «espontánea» y «desinteresada».
Es obvio que el debate público sólo existe en la sociedad de un país, cuando la parte de ella, que se esfuerza por progresar y transformarse, recurre a los medios de comunicación o de transmisión de ideas para manifestarse —ante la clase media y el pueblo— en contra de la parte, que se aferra al orden de cosas establecido y se niega a cambiarlo porque le concede privilegios o exenciones por encima del bienestar y el interés común. Aunque también hay desavenencias en el interior de cada una de estas dos partes, algunas de ellas irreconciliables, el conflicto mayor se da entre los que abogan por la transformación social y los que la rechazan y defienden en cambio la eterna permanencia de sus creencias y potestades. La pregunta en consecuencia es, ¿qué tanto representan a la sociedad progresista, favorable a la transformación de sus tradiciones y leyes, o a la sociedad tradicionalista, conservadora, los críticos academicistas y universitarios de derecha, centro e izquierda, quienes, o bien se pronuncian abiertamente por una situación donde simultáneamente nadie tenga razón, o donde todos la tengan —cayendo en la inacción o en la espera de un nuevo enfoque filosófico o lingüístico que surja de la nada y que venga de improviso a rescatarnos del impasse de la neutralidad, del callejón sin salida del subjetivismo, del círculo tedioso y vicioso del monólogo—, o bien consideran prioritaria la revisión de la teoría clásica revolucionaria para incidir de algún modo en las «condiciones dadas», introduciendo en dicha revisión los puntos de vistas de autores que, como Hegel o Kant, o como Marcuse y Freud, no pertenecen a ella, pero que —a juicio de estos críticos, por supuesto— podrían ayudarnos a entender sus aspectos más complejos y hasta simplificarlos con una presunta nueva y brillante lectura? En muchas ocasiones, a lo largo de la historia, el debate público de la mayoría de los países, no ha pasado de ser un debate electoral en el que participan bandos contrarios o aliados, o un intercambio de artículos periodísticos o cartas abiertas entre lectores y editores, o una mesa redonda en la que concurren intelectuales o políticos, que fungen como líderes de opinión permanentes o eventuales. Es decir, en los debates públicos no participa todo el mundo, sólo unos cuantos lectores o asistentes, acaso los más enterados, los más interesados, los menos tímidos, o los simples transeúntes que tienen la suerte de pasar por el salón o teatro en el momento exacto. Incluso si el debate se lleva a cabo en foros ligados con movimientos reformistas como las cooperativas o los grupos mutualistas, o con partidos o sindicatos de izquierda, es inevitable pensar que el debate está viciado de antemano, que va a discurrir según los parámetros que establezcan los dueños de casa. Lo mismo pasa con el debate público auspiciado por la parte conservadora; cuando se juega en su cancha, ella impone sus condiciones y sus reglas. Raras veces ocurre que quienes tienen el control del debate renuncien a él. En ocasiones y por un cierto tiempo, pueden ceder el protagonismo a actores inesperados, pero si la sorpresa no se acompaña con un apoyo grupal a estos actores imprevistos, la duración de la cesión va a ser más bien corta. Igualmente, el debate público suele reproducirse en zonas de un país donde la parte tradicionalista y conservadora carezca de influencia alguna, o donde las influencias y fuerzas de una y otra parte sean semejantes, estén más o menos equilibradas. En el pasado, cuando resultaba imposible realizar un debate público en un país conservador, si las distancias lo permitían, se lo trasladaba más allá de las fronteras, a otro país, a otra sociedad donde era más habitual discutir temas relativos al progreso y a la transformación social, sin que hubiera limitaciones o amenazas, ni censuras de ningún tipo. Sin embargo, estos lugares o países son ahora auténticas excepciones, verdaderos santuarios, porque la tendencia social conservadora se ha impuesto incluso en países donde anteriormente había una apertura a la discusión imparcial, al debate entre supuestos iguales. Lo acostumbrado en esta época es que los disidentes se valgan de espacios de resistencia, de medios de comunicación, auspiciados o patrocinados por intereses relativa o completamente coincidentes con los suyos. En la mayoría de los casos conocidos, tienen que negociar y transigir un poco para mantener abiertos los canales de comunicación con el público. Por otro lado, si alguna vez alguien pensó que la Red Internacional era una suerte de República de las Letras, a través de la cual se podía debatir e intercambiar libremente información, teorías y críticas, ahora tiene que admitir que se equivocó rotundamente. La ilusión de una Red Internacional, en tanto espacio libre de discusión, investigación y crítica, se disipó hace tiempo. Cada vez hay más obstáculos para poder trabajar en ella compartiendo estudios críticos personales con un público muy reducido, pues la mayor parte suya se orienta continuamente hacia el juego o el ocio. Por su parte, los colegas investigadores de instituciones y universidades públicas y privadas, si no están preocupados en conservar su empleo, o ascender en el escalafón, concentran sus esfuerzos principalmente en la ampliación académica de su currículum profesional, en la obtención de premios, reconocimientos y aplausos, o en la invención de su biografía romántica como personajes literarios de múltiples facetas laborales. Para finalizar, recordemos que las dificultades para encontrar un debate público que escape a los estrangulamientos del sistema imperante, siempre ha llevado a los artistas, a los literatos y a los filósofos a pensar en la mente como el espacio íntimo y espiritual donde se puede estar a salvo de las presiones sociales y a gusto con lo mucho o lo poco que uno hace. El paso siguiente ha sido la invención del crítico independiente, quien supuestamente no rinde tributo ni a la derecha, ni a la izquierda, porque en su mente sólo responde a sus propios principios intelectuales y morales. Este crítico independiente puede entrar y salir de la realidad, sin contaminarse de ella, pues invariablemente regresa al centro de su mente, en donde no existen ni las diferencias, ni las contradicciones. Pero quien moldea de modo magistral esta aspiración idealista es Husserl. Para él, la mente o —más exactamente— la conciencia pura es el único refugio que resiste incólume a la crisis de Occidente. Más que llevar el debate público a la conciencia, Husserl lo decanta durante el proceso de representación y apercepción para liberarlo de las impurezas empírico-sensoriales que toda idea, tesis o teoría de un objeto real incluye. Así, quien adopta su método, puede salir de la mente y volver a ella, a la conciencia absoluta o pura, sin retener mucho tiempo la contaminación del mundo exterior, del mundo objetivo. En contra de esta solución romántico-idealista, los que se declaran materialistas han optado por refugiarse, ya no en la acción práctica, sino en sus símbolos, en las puras designaciones o nombres con los que alguna vez se llamara al vigoroso movimiento obrero o proletario del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX y al contradictorio movimiento teórico-práctico y político de esa misma época. Para ellos, todo se reduce a ser «istas», a incluirse en «ismos», a imitar ciegamente lo que otros hicieron sin importar si cometen los mismos errores, ni si caen en nuevas formas de idolatría.

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