Así como las expresiones «arquitecto moderno» y «arquitectura moderna» se usaron en Europa durante los siglos XVII, XVIII y XIX, es decir, mucho antes de que se asociaran específicamente con la nueva arquitectura impulsada por la Bauhaus, Le Corbusier, Theo van Doesburg y otros, así también la expresión «movimiento moderno» se usó frecuentemente a lo largo del siglo XIX en diferentes ámbitos, ya sea económicos y políticos, ya religiosos y literarios. En esos tres siglos «moderno» se empleaba en oposición a «antiguo», era por lo tanto sinónimo de «contemporáneo», «reciente» y «actual», pero luego el significado decimonónico de «moderno» se hizo impreciso, pues comenzó a decirse que algo «antiguo» también podía ser «moderno» en su aplicación técnica o en su renovación. En la segunda mitad del siglo XIX, la expresión «movimiento moderno» tenía por un lado un uso vinculado estrechamente con la filosofía y la religión, que intentaban fortalecer sus posiciones frente al liberalismo y el empirismo contenidos en dicho «movimiento», y por el otro un uso más propio de la historia y la crítica de la poesía, la literatura y el arte (música, pintura y arquitectura), que volvía a oponer lo «antiguo» a lo «moderno», devolviendo a este último el sentido clásico de «contemporáneo», «reciente» y «actual». No es sino hasta la primera mitad del siglo XX que las expresiones arquitecto moderno, arquitectura moderna y Movimiento Moderno se van a precisar y se van a relacionar directamente con la teoría y la práctica de los arquitectos centroeuropeos, en particular, a través del libro de 1936 de Nikolaus Pevsner: Pioneers of the Modern Movement from William Morris to Walter Gropius. Por eso la reacción autodenominada Post-Moderna de las décadas de los 1950, 1960 y 1970 no pierde el tiempo explicando a cuál Movimiento Moderno o a cuál arquitectura moderna se refiere. Algo semejante sucede con las expresiones «arquitectura contemporánea» o «arquitectura actual» y «arquitecto contemporáneo» o «arquitecto actual», que se usaron ocasionalmente en el siglo XVIII y con mayor frecuencia en el siglo XIX. El adjetivo «contemporáneo» o «actual» tenía y tiene hasta la fecha un doble uso, el de señalar que algunas cosas o algunas personas coexisten en el tiempo, y el de destacar que las unas o las otras corresponden a la época vigente o en curso. Las expresiones y los términos, pues, nunca fueron una pura invención al vuelo de la pluma de Pevsner, ni de los historiadores de arquitectura que le siguieron, como algunos de los llamados Post-Modernos han querido hacer creer. Fueron y son el producto de la experiencia social, del proceso histórico de transformación social. En otras palabras, son conceptos con los que distintos grupos sociales intentaron describir y explicar la vigorosa realidad concreta, específica, en que vivían relacionándose entre ellos y ajustándose a los continuos cambios que las relaciones y la realidad experimentaban. No podía ser de otro modo, pues no es la realidad la que tiene que coincidir exactamente con los conceptos —como algunos supuestos pensadores o aspirantes a intelectuales dicen hoy día despreocupadamente—, sino éstos con aquélla. Para cualquier realista, lo que importa no son los términos con los que se puede nombrar o conceptuar una cosa, sino la cosa misma, el objeto en sí, y si este objeto es real o ficticio. He ahí el por qué los arquitectos realistas asumen este vocabulario sin ninguna inquietud. Además, como realistas, no aspiran en ningún momento a querer trasformar el mundo de la arquitectura con las puras palabras y menos con un repertorio conceptual que sólo parezca nuevo sin serlo en efecto. No es muy diferente cuando se trata de arquitectos que oscilan entre el realismo y la fantasía o que son francamente fantasiosos, aunque en un inicio —y siguiendo a los filósofos y a los literatos de moda— estos arquitectos pueden mirar ese mundo arquitectónico como un discurso permanente, como una interminable narración, al final el realismo latente se manifiesta en ellos y se impone a la idealización poética de la vida. Así, dentro y fuera del Movimiento Moderno, hubieron modas, estilos, etiquetas, expresiones y términos como «brutalismo» y «regionalismo», que hicieron época, pero que no pudieron reemplazarlo, ni relegarlo al olvido, haya sido o no esta su primera intención, porque su validez de forma y contenido no dependía de la voluntad ni del interés momentáneos de un individuo o de un grupo poderoso e influyente, sino de su continua corroboración como producto social, como respuesta congruente a problemas reales, no a caprichos, no a deseos íntimos o personales, ni a afanes meramente protagonistas. Los arquitectos puramente fantasiosos, pero también los arquitectos más realistas, adoptaron por un tiempo las modas. Muy pocos permanecieron en ellas después de su desaparición, la mayoría las abandonó y volvió al centro del problema que planteaba la corriente integralista u orgánica del Movimiento Moderno: hacer una arquitectura acorde a la sociedad industrial y capitalista, pero también humanizar las ciudades y las casas para contrarrestar el utilitarismo siempre creciente de la vida burguesa.
Esta era desde luego una manera de concebir el problema social, que fuera del Movimiento algunos compartían, pero, obviamente, muchos otros no. Para unos había que ir más a fondo, radicalizarse, transformar las viejas estructuras económicas y políticas; para otros, por lo contrario, era imperativo hallar nuevas soluciones que no pasaran por la revolución, que manaran más bien del propio sistema social, al que calificaban de progresista y democrático. Y no faltaban ciertamente los que apostaban por la educación profesional como el medio ideal para llevar a cabo todos los cambios orgánicos que fueran necesarios tanto en los individuos como en las colectividades, ni los que se preocupaban sólo por sí mismos, para salir adelante como constructores y diseñadores en medio de una fuerte competencia laboral. Pocos fueron los que continuaron hablando de la forma y la función, y eso apenas como problema secundario. Para los arquitectos que optaban por la fantasía, o por la mezcla de la realidad y la fantasía, el problema era más bien humano o espiritual, no económico, no político, no científico. Oponían a las ineludibles condiciones materiales de vida, la libertad y la espontaneidad de la emoción, el sentimiento y la intuición, en una palabra: le oponían la subjetividad. El reto para estos arquitectos era poder construir una casa o una ciudad donde esa subjetividad se manifestara en todas partes como prueba de que había un equilibrio entre la realidad material y la espiritual. Para otros, por lo contrario, era hacer predominar uno de los opuestos, valorar la realidad espiritual por encima de la material, de tal suerte que lo fundamental para el economista y el político fuera lo humano, no la ganancia, no el poder. Los arquitectos realistas y los no realistas continuaron por un tiempo asidos a estas definiciones del problema social o humano que se daban dentro y fuera del Movimiento Moderno, en parte porque tales definiciones no eran del todo ajenas a sus propias realidades sociales y personales, pero también porque suponían un avance respecto a los viejos planteamientos conservadores. Pero tal suposición fue cuestionada en los EE. UU., primero —en los 1950— por los empiristas que se oponían a toda teoría y buscaban extraer de las puras formas arquitectónicas modernas ya conocidas los medios y los fines que deberían aplicarse en la realidad sin rodeos preceptistas, y luego —en los 1960— por los críticos conservadores que se empeñaban en recuperar la tradición clásica y sus múltiples derivados prácticos y teóricos, o, por lo menos, en establecerla como parte irreemplazable e imprescindible de la nueva arquitectura, que se quería construir como expresión fiel y fluyente de la sociedad industrial y capitalista, sociedad que no dejaba de fortalecerse y reproducirse a través del tiempo y el espacio. En la siguiente década —en los 1970—, por los críticos radicales que veían en la experiencia acumulada de las grandes ciudades y sus constructores el reemplazo lógico y oportuno de toda teoría proveniente del Movimiento Moderno, pero también de la reacción francamente conservadora. Los arquitectos ingleses y franceses —liberales y conservadores— defendían sus tradiciones arquitectónicas de las ideas llegadas de la Alemania de los años 1930 o incluso de la post-guerra del 45, apelando discreta o abiertamente al nacionalismo. En cambio, no se mostraban tan hostiles a las propuestas teóricas locales, conservadoras o innovadoras, relacionadas todavía con la arquitectura moderna centroeuropea. En E.E. U.U. en particular, la discusión se dio entre quienes abrazaban el Movimiento Moderno y quienes buscaban los argumentos más convincentes para deshacerse de él. Estos arquitectos estadounidenses, conservadores, que se oponían al Moderno, o que veían en la arquitectura moderna el vehículo para volver al uso del ornamento clásico y en general a los elementos constructivos más distintivos de la Antigüedad Clásica, no sólo buscaron el repertorio teórico y práctico en el pasado, porque creían que estaban invirtiendo el proceso de su desnudamiento, de su simplificación económica y formal-funcionalista llevada a cabo por los Modernos, sino también porque querían constituirse en un movimiento de reacción, de abierta oposición al Movimiento Moderno. Si bien una parte de ellos demandaba una vuelta al pasado, al supuesto cauce original de la arquitectura clásica, otra se pronunciaba a favor de una fusión de lo antiguo y lo moderno, porque, al vivir en una sociedad industrial y capitalista, sencillamente no podían oponerse al enorme poder económico y político del mercado de los viejos y los nuevos materiales de construcción. Estos arquitectos estadounidenses se vieron tentados a apoderarse —entre fines de los 1960 y principios de los 1970— del adjetivo, que se había consolidado, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la primera década del siglo XX, en la crítica y la historia del arte, así como en la reseña teológica y filosófica de los E.E. U.U. y Reino Unido, con los términos Post-Modernism y Post-Modernist, y, más tarde, —en los años 1950— con expresiones como Post-Modern Art, post-modern artist, post-modern man, post-modern image y Post-Modern Age, con las que los conservadores se oponían al Modernismo o a lo que fuera Moderno, en el sentido de liberal, revolucionario o radical, para darle nueva vida o un nuevo significado o, en el extremo, para condenarlo y prohibirlo.
No olvidemos que el trasfondo era tanto religioso como laico, muy relacionado con la disputa académica —científico-filosófica— del siglo XVII, entre los seguidores de los Antiguos y los Modernos, pero también con acontecimientos históricos posteriores de fuertes repercusiones políticas y económicas en nuestros países. Es a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, que los defensores de los Antiguos comienzan a hablar de un Modernismo, que tendría lugar tanto en las vidas de los religiosos como en las de los laicos, que sería una desviación o un alejamiento de las buenas costumbres antiguas y de las necesarias creencias católicas, más que un movimiento popular independiente y válido. Este señalamiento religioso y moral se agudiza especialmente en el cambio de los siglos XIX y XX, pues se difunde ampliamente a través de conferencias, libros, diarios y revistas conservadores, lo mismo en Europa (España, Italia, Francia e Inglaterra) y los E.E. U.U. que en México, Brasil, Colombia, Chile o Argentina. Para estos medios de prensa favorables a la Iglesia, el Modernismo era un liberalismo, que impulsaba la revolución, el abandono de las tradiciones y sobre todo de la fe. No era apreciado, pues, como una aspiración legítima y moralmente válida a la libertad humana; por lo tanto, no se podía aceptar que quienes se reconocían como creyentes cristianos dijeran practicar un «catolicismo liberal» o un «liberalismo católico». Estas mezclas les resultaban imposibles y, por eso mismo, muy sospechosas. El Papado juega un papel decisivo en esta definición y percepción del Modernismo como una desviación de las buenas costumbres o como un apartamiento de la fe. El Papa León XIII da a conocer el 20 de junio de 1888 la Encíclica Libertas Praestantissimum, donde diferencia entre la verdadera libertad promovida por la Iglesia y el liberalismo en todas sus formas, en especial, la irreligiosa, difundida por sus seguidores naturalistas, racionalistas y otros. Más tarde, el Papa Pío X publica el 8 de septiembre de 1907 la Encíclica Pascendi Dominici Gregis en la cual explica el por qué de su condena a lo que él llama los errores de la doctrina del Modernismo, que se daba fuera y dentro de la Iglesia de Roma. Según la Encíclica, el primer paso al ateísmo y a la supresión de toda religión fue el protestantismo, el segundo fue el Modernismo. En consecuencia, el remedio a seguir por todos los clérigos debía consistir: En volver al método escolástico (el de Santo Tomás de Aquino) para los estudios sagrados. En promover en los seminarios el estudio de la teología y de las ciencias naturales a condición de que éstas no dañen los estudios sagrados. En apartar del oficio a quien se manifieste abierta o disimuladamente por el Modernismo. En el deber de los obispos a impedir que los escritos Modernistas sean publicados o, en su caso, leídos por los adolescentes de los seminarios o por los alumnos de las universidades católicas, pues atacan los principios de la vida cristiana. Todo lo que tenga sabor a Modernismo, presbiterianismo o laicismo debía ser vigilado o censurado. Estas cartas Encíclicas fueron muy conocidas en su momento en nuestros países católicos. Se mencionó mucho el caso del sacerdote inglés George Tyrrell, aparente defensor del Modernismo, quien fue expulsado de la Compañía de Jesús en 1906, cuya excomunión posterior se ordenó en la congregación católica de Inglaterra por rechazar violentamente las reglas de la Encíclica Pascendi Dominici Gregis del Papa Pío X. Por otro lado, la Iglesia Anglicana de Inglaterra y la de los E.E. U.U., más cercanas al liberalismo, pensaban que era posible matizar profundamente ese Modernismo liberal o ateo hasta el punto de convertirlo en un Modernismo conservador o creyente. En un artículo de 1913, el reverendo anglicano James Matthew Thompson, siguiendo los entonces recientes períodos del arte, Impresionismo y Post-Impresionismo, según él mismo afirma, llega a concebir el Post-Modernismo, como esa nueva forma de Modernismo atenuado, que se demandaba. El Post-Modernismo permitiría a los religiosos ser liberales sin abandonar en ningún momento su fe cristiana. En nuestros países católicos estas discusiones no pasaron desapercibidas, pero la participación en ellas fue muy discreta. En vez de hablar de un Post-Modernismo, que muy poco o nada nos decía —porque, a principios del siglo XX, Argentina, Brasil, México y España estaban muy lejos de considerarse ellos mismos países Modernos o Modernistas—, acá se optaba más bien por la expresión Modernismo religioso, no tanto para abogar por el Modernismo, ni para reformarlo, como para indicar que era un asunto de unos cuantos, y no propio de la Iglesia en su conjunto, ni de nuestras naciones, donde la religión era predominantemente apostólica, católica y romana. Los casos de excepción eran los liberales laicos y los liberales de la Iglesia que se llamaban así mismos Modernistas católicos. Aquéllos van a rechazar completamente la encíclica papal. Y éstos van a declarar que no están del todo a favor, ni de las disposiciones del Decreto Lamentabili Sane Exitu del 3 de julio de 1907, ni de las ratificaciones dadas por el Papa en la Encíclica Pascendi, arriba comentada.
En este contexto, de 1913 a 1916, la crítica de arte inglesa y estadounidense, oscilando entre el realismo y la fantasía, se anima a defender como conveniente la tendencia exagerada a ser Modernistas, pero sólo para la literatura y el arte, no para la religión. La reseña religiosa de diferentes nacionalidades por lo contrario volverá a condenar moralmente esa tendencia por seguir al liberalismo, porque aparta al creyente de la Iglesia, sea católica o anglicana. En la Inglaterra de la post-guerra de 1918-1928 y en la de los años 1930, en un intento de ser realista, se habla del fin de una Era Moderna y el comienzo de otra: la Era Post-Moderna. Y no sólo en el ámbito religioso o en el histórico, también en el artístico y literario. A fines de los cincuenta en E.E. U.U. se tiene la impresión de estar viviendo más bien en una Era de transición o Post-Moderna, que ya ejerce control sobre la gente. Ahora bien, si alguien piensa que estas discusiones religiosas y estéticas estaban muy lejos de los arquitectos involucrados en los años 1960 y 1970 en la lucha contra los supuestos «funcionalismo» y «antihistoricismo» del Movimiento Moderno, basta con que recuerden que Robert Venturi, al que muchos consideran como el iniciador en arquitectura de la «crítica post-moderna», por su famoso libro de 1966, opone de modo enfático el catolicismo al protestantismo, representados sucintamente el uno por la arquitectura clasicista y el otro por la arquitectura de la Bauhaus. Este libro es en realidad una remisión al viejo contraste entre la documentada teoría clásica y el simple empirismo germano o «gótico» de las catedrales medievales, que Vasari establece drásticamente en el siglo XVI, en la época de la Contrarreforma, tomando partido ciertamente por la teoría clásica y clasicista. Venturi es hijo de padres italianos católicos, pero se forma religiosa y socialmente como protestante cuáquero en los E.E. U.U. Así como en las discusiones de la prensa religiosa, los católicos y los anglicanos coinciden y unen fuerzas en contra del Modernismo liberal e irreligioso, así también, Venturi toma partido por el clasicismo y cierra filas con Roma para hacer frente al Modernismo protestante. A Venturi le basta evocar a Vasari para justificar la expulsión arbitraria de la Bauhaus del Movimiento Moderno, y para salvar únicamente la parte simbólica o abstracta que él mismo fusionará con lo clásico en su práctica profesional, en su obra arquitectónica. Esta actitud se puede ver también en Charles Jencks, un crítico estadounidense, avecindado en Inglaterra, que se cataloga a sí mismo Post-Moderno. Uno de los argumentos que emplea para descalificar la Catedral Metropolitana de Liverpool, de culto católico, diseñada por el arquitecto Frederick Gibberd de acuerdo a los requisitos de la Santa Sede, es que los habitantes de esa ciudad le habían puesto un mote. Nunca aclara si quienes se burlaban eran del culto católico o del anglicano, pues hacía mucho tiempo que entre ambos cultos de la ciudad había una muy fuerte rivalidad. Otro argumento era que no estaba cargada de significados multivalentes como la Capilla Nuestra Señora de las Alturas de Le Corbusier, también de culto católico en Ronchamp, pero al parecer libre de la influencia de la Santa Sede. Mientras Venturi apela al empirismo —a decir verdad, a su idea existencialista o fenomenológica del realismo, determinada por el Yo y los sentidos o por la experiencia íntima, personal—, Jencks recurre al concepto de una realidad material multivalente, no monista. Por eso no es extraño que Jencks rechace el subjetivista Yo prefiero de Venturi, y abogue por lo contrario por una crítica cientificista, por lo menos no racionalista. Ahora bien, con la expresión Post-Moderno —en los 1970— se quería indicar dos cosas, la primera: que el Movimiento Moderno había pasado de moda, que jamás había sido un movimiento consistente y congruente, porque nunca había correspondido con la realidad, sino con algo efímero y caprichoso, porque no había pasado de ser una frase hecha o vacía, que no remitía a nada concreto; en suma, que había sido apenas un despreciable ardid publicitario o un desafortunado eslogan de los historiadores como Pevsner. Y la segunda, que el nuevo movimiento de reacción venía después de ese supuesto intento fallido. Más que querer insinuar que lo Post-Moderno destruía o rebasaba a lo Moderno, se advertía que las propuestas reaccionarias ya nada tenían que ver con la corriente «funcionalista», ni con ese presunto infame discurso «antihistoricista», al que el gremio de arquitectos no debía escuchar ni tomar en serio, y al que debía abandonar inmediatamente. Era un deslinde de posiciones teórico-prácticas, tajante en el discurso, pero atenuado en los hechos por los intereses creados del mercado de materiales para la construcción. El discurso Post-Moderno invitaba a los arquitectos a hablar ahora de un nuevo lenguaje arquitectónico, de un nuevo código formal arquitectónico, de una nueva arquitectura multivalente, enriquecida con signos y significados, y también de una nueva arquitectura entendida como reflejo fiel de la complejidad y la contradicción de la realidad, no como un sistema único y absoluto de formas y soluciones. El Post-Moderno se presentó a través de, por lo menos, tres vertientes: la que se apoyaba en la visión de una realidad compleja y contradictoria, la que hablaba de un pluralismo dentro del Movimiento Moderno y de una multiplicidad de la realidad que invalidaba cualquier enfoque monista, y la que sostenía que había que recuperar el hilo de la historia volviendo al cauce original de todas las cosas, a la arquitectura madre o grecorromana, así fuera solamente de manera simbólica. Tuvo bastante éxito en países como los EE. UU., Francia e Italia, y desde ahí se dispersó acaso por el mundo entero.
¿Podemos afirmar que fue la vocación por la realidad la que llevó a todos estos arquitectos a disentir y a proponer ese retorno a lo ya conocido, o a lo que se estimaba como lo más confiable y seguro, a la presunta unidad y centralidad de lo clásico? O, ¿fue la defensa de una historia con su centro en Roma, con los símbolos del poder tradicional y dominante? El Movimiento Moderno, siendo consciente o no, había desafiado ese poder, el orden establecido; intercedía por una nueva historia, que arrancara de la catedral germana, porque con su revolución arquitectónica ésta había alcanzado una organización natural, integral: un delicado equilibrio de fuerzas y estructuras, que habían posibilitado el adelgazamiento de los muros y el uso cada vez mayor de los vitrales como fuentes naturales de la iluminación interior. El Moderno no se oponía a la historia de la arquitectura, sólo se negaba a seguir repitiendo la misma fórmula constructiva con el mínimo de adecuaciones a los tiempos modernos; quería aprovechar en el mayor grado posible el uso del vidrio industrializado y fomentar de paso una nueva cultura del vidrio y de la construcción. Pero la reacción en contra del Movimiento Moderno no sólo se dio en el bando conservador, también la hubo dentro del revolucionario o radical. Desde un enfoque marxista, el arquitecto italiano Giulio Carlo Argan —en 1951— y el crítico literario Georg Lukács —en 1963—, intentaron demostrar que la ruptura Moderna iba en contra de las leyes de la historia, que lo mejor no era deshacerse de la gran cultura burguesa, sino apropiarse de ella, para transformarla por medio de un proceso dialéctico en una nueva cultura que pudiera considerarse proletaria o semejante. Lukács no lo decía de manera tan obvia como Argan, porque había conocido de cerca las contradicciones de ese debate soviético de los años 1920 y 1930, y porque Lukács estaba preocupado entonces por la aplicación en la estética de la teoría leninista del reflejo, más que por la arquitectura en sí. Por su parte, el arquitecto socialista italiano Manfredo Tafuri —en su libro de 1968, Teorías e historia de la arquitectura— simula revertir, inocular o neutralizar la acusación de «antihistoricismo», que la crítica conservadora lanza en contra del Movimiento Moderno, «historizándolo», o lo que es igual, poniéndolo a contraluz con la historia con mayúscula —es decir, no sólo con la supuesta propia historia del movimiento, ni sólo con la historia general de la arquitectura, sino también y en especial con la historia contradictoria, plural y dialéctica que las explica a ambas y a cualquier otra historia—, para descubrir el «equilibrio clasicista» entre «historicismo» y «antihistoricismo», o el verdadero origen «ideológico» de la revuelta vanguardista y, desde luego, para llevar a cabo la única tarea que le parece viable y propia de un marxismo riguroso: establecer una crítica de clase de la arquitectura. Tafuri admite que en su estudio procede de manera arbitraria, sectaria y parcial, porque, de acuerdo al marxismo, no se puede ser objetivo sin tomar partido. A lo largo del libro, Tafuri procura convencernos de que pese a ello, o acaso por ello, ve cada cosa en su complejidad, en su totalidad, en su imperfección, en su dialéctica, en su contexto histórico. Más que cuestionar con método y detalle el material teórico al que alude, hace comentarios al paso que deberían convencernos de que su perspectiva es la correcta. Podríamos pensar que se trata de un cierto menosprecio por las opiniones de terceros, que no se aceptan porque no son realistas, o no del todo, pero repite este procedimiento en lo que toca a los aspectos de la teoría Marx-Engels, que presumiblemente son sus coordenadas o puntos de partida, acaso porque cree sin discusión que el marxismo italiano ya ha demostrado su valor y su actualidad, por lo que huelga confrontarlos de nuevo, o acaso porque entonces —a fines de los 1960— la teoría Marx-Engels ya había sido corregida y actualizada por la izquierda italiana conforme a las exigencias de aquella realidad nacional, siguiendo el ejemplo de Lenin, por supuesto, quien la ajusta mucho antes en función de la realidad rusa. Sin profundizar en ello, pues, Tafuri declara con pocas palabras lo que entiende por «ideología» y lo que —a la manera estructuralista— entiende por la teoría de la base y la superestructura de Marx. No sorprende que identifique la «ideología» con la «falsa conciencia», esto es, con la peculiar y equivocada manera de pensar de la clase social burguesa, según la definición de Lukács. Y que tampoco hable del proletariado, de la clase revolucionaria de la teoría marxiano-engelsiana, porque el marxismo centroeuropeo ya también había reemplazado la vía revolucionaria de dicha teoría por la contienda electoral del liberalismo, de la democracia liberal, para hacerse del poder pacíficamente y, del mismo modo, encaminarse al socialismo. Aunque Tafuri habla de «las clases dominantes», nunca alude con ellas a «las clases dominadas»: Tafuri no convoca al proletariado, sino a los arquitectos de izquierda. En parte, porque como militante de un partido marxista está dispuesto a seguir incondicionalmente la línea política que lo representa, pero también porque las revoluciones de Tafuri ocurren solamente en la «superestructura», en el pensamiento, en el discurso, en los puros significados y sus transformaciones formales, no en los hechos, no en la praxis, no en la realidad. En la estrategia de Tafuri hay desde luego una dosis de realismo, porque se somete a los tiempos que está viviendo, porque reconoce que no puede ir más allá de su horizonte histórico. Sin embargo, lo que en verdad le impide enfrascarse en una crítica de todo lo existente, en una crítica más allá del partido y del marxismo, no es este realismo en sí, sino la necesidad de mantener a salvo su relación con la militancia, con el grupo, con la doctrina, la cual al nivel local ha salvado por el momento el escollo de su disolución completa.
La fragilidad del estudio de Tafuri no sólo se aprecia en esta recepción acrítica de las presuntas correcciones y actualizaciones que la teoría Marx-Engels sufre a manos del marxismo europeo en general y del marxismo italiano en particular, sino que se ve también —y mucho más claramente— en su apresurado comentario al título del libro de Pevsner, Modern Architecture and the Historian or the Return of Historicism, de 1961. Tafuri no investiga con rigor qué es lo que Pevsner quiere decir en su libro. Se deja llevar por lo que él imagina que está ahí ante sus ojos, una prueba más de que el Movimiento Moderno es en efecto «antihistoricista». Ese principio realista de que no importa el nombre o el concepto que se use para referirse a un objeto, sino el objeto mismo, el objeto real al que uno señala, aparece invertido aquí, a saber: Pevsner y Tafuri hablan de dos objetos completamente diferentes, pero —en apariencia— usan la misma palabra para definirlos, «historicismo». En Reino Unido el concepto de historicism tiene dos acepciones dominantes, la que se refiere al método que se basa en los hechos de la experiencia, como ocurre en la tradición empírico-científica inglesa, y que se opone al solo uso de la razón, tomando distancia de la llamada escuela de la Ley Natural (A comienzo de los años 1940, hay una revisión del concepto y comienza a distinguirse entre el historicismo particular o racista de la propaganda nazi y el historicismo general u occidental que de un modo u otro procura establecer la verdad objetiva), y la que en el arte se refiere al regreso a los estilos arquitectónicos del pasado, que ya no corresponden en absoluto a la época actual, como son las reposiciones o los revivals de los estilos neorromanesco, neogótico, neorrenacimiento, neobarroco, etc. Pevsner usa historicism en esta segunda acepción. En Italia por otra parte, ya no se distinguen con facilidad estos dos significados, que los hallamos todavía tanto en el liberal Benedetto Croce como en el marxista Antonio Gramsci. Pero que se vuelven muy rápidamente indistintos en el uso cotidiano. Gramsci resignado menciona que el pueblo ya no distingue entre storicismo y materialismo storico, es decir, entre racionalismo filosófico y empirismo científico. Posteriormente también se va a recuperar y a identificar el storicismo dialettico de principios de siglo XX con el marxismo italiano de los años 1940 y 1950. Sólo una década después, Tafuri verá como sinónimos el storicismo y la Storia o la historia con mayúscula, la verdadera historia; por eso llega a la conclusión errónea de que Pevsner, al oponerse al historicism en el arte, aboga por que la arquitectura moderna no regrese a la historia real, al storicismo dialettico. Ahora bien, hay que observar que Tafuri ve en este historicismo dialéctico un equilibrio o balance entre historicismo y antihistoricismo, que es el que habría llevado a Filippo Brunelleschi a ser un revolucionario en la arquitectura clasicista, por eso Tafuri podría decir que la negativa de Pevsner a admitir la dialéctica histórica le impide comprender dónde ocurre realmente la revolución arquitectónica, en un país latino, no en los países germanos. Por su parte, Pevsner usa excepcionalmente el concepto de antihistoricismo, cuando rechaza la época del historicismo o de las reposiciones de los viejos estilos ya superados históricamente. Lo que Pevsner consigna aquí es más bien que la nueva arquitectura responde a las exigencias del presente, a las transformaciones materiales de la sociedad actual, no a las visiones románticas acerca de lo que fue el esplendor de otros tiempos. La historia del Movimiento Moderno que Pevsner nos ofrece es la lucha entre los artistas por dejar atrás los atavismos arquitectónicos que impiden los nuevos desarrollos técnicos y constructivos, es una ruptura con la historia del arte condenada a repetirse artificiosa e indefinidamente, no con la historia genuina, no con la actividad humana o social que en los hechos produce y transforma la realidad día a día, historia en la que ni siquiera piensa Pevsner. Pero Tafuri no está a salvo de un error semejante. Esa historia con mayúscula es la historia que tiene su centro espiritual en Grecia y Roma, en el discurso que resuelve todo con una mayúscula o un juego de palabras, no en la producción real, no en el desarrollo y la constante transformación de las condiciones materiales de vida. La propuesta de Tafuri no confronta el discurso arquitectónico con la realidad, sino con los esquemas estructuralistas y marxistas que lo guían. Y si bien dice confrontar el estructuralismo con la historia con mayúscula, no deja de moverse dentro del ámbito de los puros conceptos y los puros esquemas. Esto es de este modo, en parte porque presuntamente se sujeta a la teoría de la base y la superestructura de Marx, pero también porque su comprensión de la misma es deficiente. Confunde ideología y enajenación con conciencia objetiva. Y confunde el concepto del hombre de Hegel con el de Marx. Para el primero el hombre está enajenado por naturaleza, y para el segundo la enajenación es el resultado de la imposición del interés de un individuo sobre el interés de la mayoría, de la imposición de la propiedad privada sobre el trabajador. Para Marx, el hombre nace libre de manera natural. Tafuri investiga acerca de cómo puede apropiarse de las armas del enemigo, de cómo puede aplicar los hallazgos más importantes del estructuralismo al marxismo, pero no investiga acerca de sus fundamentos marxistas, si son sólidos y válidos, si en verdad los respalda la teoría Marx-Engels o si ésta y el marxismo son dos cosas muy distintas. Los arquitectos realistas y no realistas pueden enfocarse únicamente en el trabajo de diseño y edificación o también entrar al territorio de la crítica arquitectónica, y si entran deben saber que corren siempre el riesgo de equivocarse respecto a lo que se está discutiendo, no sólo porque es difícil entender y explicar la realidad, sino también porque la discusión se ha vuelto imprecisa y turbia, un obstáculo a vencer en primer lugar.
Gracias por compartir sus ideas Arq. Mario Rosaldo
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