Más que el contraste entre una tendencia al realismo y otra a la libre fantasía, que se manifiesta en los arquitectos contemporáneos durante todo el siglo pasado y el primer cuarto del actual, es la continuidad de ambas lo que permite suponer que sus más directos predecesores, a los que aquí llamamos arquitectos modernos, habrían experimentado algo muy parecido en la sociedad capitalista del siglo XIX, pues cada una de esas mencionadas tendencias tiene raíces que incluso llegan hasta la sociedad señorial o feudal. Desde luego que es el mayor o menor peso, que cada una de las dos tendencias tiene en la formación universitaria o politécnica de los arquitectos modernos y contemporáneos, el que contribuye a que éstos visualicen su propia actividad como predominantemente artística, poética, técnica o científica. Debe observarse, sin embargo, que esta variación en los pesos o la importancia del realismo y la libre fantasía a lo largo de la formación académica y técnica y durante la práctica profesional de estos arquitectos, no se da en una imaginaria autonomía absoluta, ni individual, ni gremial, sino en las condiciones materiales de vida o, más sencillamente, en las condiciones sociales, que ciertamente son muy cambiantes y contradictorias, no sólo a través de las distintas épocas, ni sólo a través de las generaciones, sino incluso en períodos de tiempo muy breves. De modo que, cuando los arquitectos modernos y contemporáneos enfrentan la realidad por simple necesidad o le dan la espalda por elección propia, en apariencia no hacen más que repetir lo que otros han venido haciendo. Sin embargo, como hemos expuesto en otra parte, ni siquiera en la misma generación de arquitectos se percibe una sola realidad, ni se coincide en una sola elección. Se sabe por experiencia, esto es, por la observación de nuestro propio comportamiento generacional y del de las generaciones más cercanas, que las distintas etapas de la formación no influyen en los individuos ni con igual profundidad, ni con igual intensidad, es más bien una influencia heterogénea, muy dispar. Además tenemos que, mientras algunos de estos individuos desde un inicio parecen sumergirse completamente y de buena gana en la educación, otros se resisten por mucho tiempo a ser formados por ella, acaso para poner a salvo de la rutinaria modelación profesoral esa parte de su ser y de su pensar que consideran más íntima o más natural y espontánea. Aunque la disidencia parece una posibilidad mayor para los segundos, en los hechos ocurre que entre los primeros también surgen diversos grados de rechazo al estándar que la educación institucional impone en cada época, o que entre los segundos se termine por aceptar como bienhechora la influencia contra la que tanto lucharon. Unos y otros pueden asumir posiciones extremas o centrales, ya porque se oponen a esa imposición, ya porque se identifican a primera vista con propuestas educativas anteriores o que a su juicio personal podrían funcionar mejor. Esto significa que los arquitectos en general no siempre tienen claro el por qué abrazan una causa u otra, o por qué prefieren mantenerse al margen de toda elección, pero reconocen las ventajas de los motivos económicos como el pertenecer a un grupo social relativamente dominante, incluso si no los hacen sus propios motivos. Hay en efecto muchas razones para adherirse a las tendencias en sus formas aisladas y contrapuestas entre sí, o en sus mezclas arbitrarias e incongruentes, pero todas pasan por la actitud que se asume respecto a las condiciones sociales que hay que enfrentar. Como veremos en seguida, entre los arquitectos modernos se distinguen en especial quienes intentan aceptar las condiciones tal como las reciben, sin oposición alguna, sin reservas, y por supuesto quienes piensan y expresan abiertamente que deberían cambiarse lo suficiente como para poder vivir de una manera más satisfactoria, si no para todos por lo menos para una mayoría, real o aparente. En comparación con los modernos, son muy contados los arquitectos contemporáneos que exigen condiciones sociales completamente nuevas o que, por lo contrario, instigan a deshacerse de ellas refugiándose en un razonamiento libre de impurezas empíricas. Estas diferentes actitudes de los arquitectos contemporáneos ante las condiciones materiales de vida también se relacionan estrechamente con la percepción que tengan de sí mismos como poetas, artistas, técnicos o científicos, a saber, si ven las cosas separando rígidamente las actividades de los individuos en intuitivo-abstractas y empírico-concretas, o, si por lo contrario, las combinan para encontrar un justo medio, a veces más ideal que real. Tales procedimientos ocurren sobre todo en el campo de la práctica, con el apoyo mínimo en alguna teoría de moda, o que estuvo de moda en una época anterior a la propia y de la cual se tuvo noticia casi por azar. Los arquitectos contemporáneos no buscan descifrar en qué consisten las condiciones sociales, si ésta es una expresión conceptual corroborable en la realidad o si es sólo un invento teórico meramente simbólico e irreal, una presunta formulación objetiva difundida por las ciencias sociales, y por lo tanto prescindible para los que se oponen al determinismo materialista o a la injerencia de estas ciencias en el arte. Tampoco buscan poner a prueba todos los conceptos que se manejan a diario y que se consideran más como formas fijas y cerradas que como objetos de crítica o confrontación y en permanente evolución por su conexión con el movimiento real. No se preguntan si perdieron o no interés por la transformación social, ni por qué los arquitectos modernos estuvieron de algún modo interesados en esa transformación de las condiciones materiales de vida. Las respuestas realistas de los arquitectos contemporáneos van, desde la afirmación de que se trata de dos épocas muy diferentes, por lo cual nada hay que les obligue hoy a retomar viejos ideales, hasta la de que todos los intentos previos o modernos sólo merecen ser replanteados en sus aspectos más prácticos o en los de su más probada validez.
Entre los arquitectos modernos —o los que nosotros consideramos los más directos predecesores de los arquitectos contemporáneos o actuales—, encontramos a algunos que, de un modo u otro, han intentado cambiar parcial o completamente las condiciones materiales de vida en la sociedad capitalista, por ejemplo: Augustus W. N. Pugin, Eugène-Emmanuel Viollet-Le-Duc, Louis Henri Sullivan, Frank Lloyd Wright y Walter Gropius. Incluimos a Pugin porque su disputa es con los defensores de la Antigüedad o del clasicismo, no con los arquitectos modernos. De hecho, no toma partido por la Antigüedad, ni por una vuelta a la Edad Media, como podría creerse, sino que propone a todos los arquitectos inspirarse en la estrecha relación que la arquitectura medieval tuvo alguna vez con la comunidad cristiana para construir la nueva arquitectura, la arquitectura cristiana del presente. Todos ellos se vieron muy influidos por las contradictorias, y no pocas veces ambiguas, corrientes de pensamiento que habían antecedido a su época. Por un lado, estaba la tendencia a la libre fantasía, que se imponía en todas partes señalando en los hechos el camino clasicista a seguir en la arquitectura. Por el otro, había la tendencia al realismo, que no conseguía convertirse en dominante, pero que no dejaba de intentarlo. Y, entre ambas, las varias mezclas y derivaciones que se habían producido gracias a las demostraciones retóricas que convencían a los más indecisos o a los que buscaban soluciones presuntamente inéditas. Aunque no siempre lo han reconocido, resulta más que evidente que no pocos de estos arquitectos modernos se inspiraron en la poesía y la literatura románticas —en particular inglesa y alemana— en las que se añoraba una relación más próxima de la sociedad con el campo, con la naturaleza, con el carácter orgánico o integral de la vida práctica y la vida espiritual de la comunidad rural y preindustrial, para confrontar la expansión capitalista que tenía lugar, sobre todo en Gran Bretaña, EE. UU., Francia y Alemania. Pero en vez de predicar una vuelta al pasado, acaso por esa tendencia realista latente en los arquitectos, un número poco a poco creciente de ellos instaba al gremio —más que a evolucionar a partir de lo que se tenía— a romper con las ataduras estilistas, usando en la construcción moderna, de un modo mucho más creativo y a la vez mucho más racional, los nuevos y los viejos materiales como el vidrio, el ladrillo, la madera, el acero y el concreto armado. Estos arquitectos urgían a sus colegas a dejar de permanecer estancados en el pasado, principalmente en los estilos y los ornamentos clásicos, para adoptar y desarrollar en cambio los métodos constructivos más avanzados, para hacer una arquitectura auténtica, en el sentido de técnica, económica y moralmente más acorde al presente; sin las burdas, falsas y costosas reminiscencias de la Antigüedad o del Renacimiento. Efectivamente, en ellos se daban la mano el realismo y la fantasía. La idea de construir de acuerdo a la época en la que se vive, renunciando a imitar servilmente el pasado, no surge de la nada, no es un invento retórico, es consecuencia de dos acontecimientos históricos, el primero es el descubrimiento de que en el arte griego no ocurre una evolución cualitativa de menos a más como se creía hasta el siglo XVIII, porque se demuestra entonces con evidencia arqueológica que el arte de la Grecia Clásica es superior al del período alejandrino, o de la época del imperio de Alejandro Magno; el otro es la aceptación cada vez más difundida de que los individuos modernos vivían determinados ya por nuevas e insoslayables condiciones sociales, que hacían imposible volver atrás en la historia para comenzar desde cero o desde épocas supuestamente privilegiadas. En este sentido —para los defensores de una arquitectura auténtica—, afirmar que se debía construir para el tiempo presente equivalía a sostener que las nuevas condiciones sociales eran necesariamente el punto de partida, no la Edad Media, no el Renacimiento, ni la Antigüedad. Por supuesto que la parte del gremio de los arquitectos antimodernos o defensores de la Antigüedad, que compartía los intereses aristocráticos, entonces todavía vigentes en el cambio de los siglos XIX y XX, combatía la idea actualizadora de la construcción con la consigna moral y académica de que se debía seguir trabajando en la línea tradicional de los estilos clásicos. La aceptación de las condiciones sociales como una realidad insuperable y la concepción del arte como actividad por completo libre o independiente de la vida práctica, de la vida económica, dividió a los arquitectos modernos en aquellos que querían cambiarlo todo y los que estaban dispuestos a adaptarse a lo que había. Entre los primeros también había una división más, los que apoyaban la causa de la revolución material en espera del momento oportuno para detonar su complemento espiritual, en la cual el arte tendría el papel protagónico. Y los que suponían que la revolución espiritual debía anteceder a la material. La impresión es que, si en esa época hubo arquitectos que participaron físicamente en las luchas de los trabajadores, nunca se supo nada de ellos; una excepción es Gottfried Semper, quien participó directamente en un alzamiento popular vienés. Walter Gropius, en cambio, formaba parte de quienes veían en la revolución espiritual el contrapeso de la revolución material. Es decir, se adaptaba a las nuevas condiciones sociales que surgían con la República de Weimar y partía de ellas para desarrollar tanto su escuela como la nueva arquitectura más acorde a los tiempos. Si bien Gropius tuvo una relación teórica muy cercana con el socialismo y el anarquismo, en la práctica actuó más bien por medio de la construcción de obras específicas y por medio de la formación de profesionales. No podía ser de otra manera, lo mismo porque los movimientos revolucionarios eran encabezados por quienes más resentían la pobreza y la explotación laboral (no por los artistas como imaginaba el anarquista Gustav Landauer o como implícitamente pensaban los arquitectos defensores de la revolución espiritual anticipada) que porque en los arquitectos no había un claro rompimiento con la enseñanza tradicionalista de la École de Beaux-Arts; en otras palabras, la concepción de la arquitectura como un arte continuó incluso durante el breve período de la Bauhaus. Será mucho más tarde, en la Escuela Superior de Diseño de Ulm (HfG), con la dirección de Tomás Maldonado, que oficialmente se retomará a secas la idea de la arquitectura como ciencia empírica, ya no como arte, pero no será la idea más dominante en el gremio internacional.
Veamos algunos detalles de los pensamientos de estos arquitectos modernos, que, como hemos dicho, nosotros consideramos más representativos. Para Pugin, la arquitectura de la Edad Media o la arquitectura puntiaguda es la única que ha nacido en el seno del cristianismo, por eso mismo es la más indicada para representarla, no la de la Antigüedad de orígenes —para él— claramente paganos. Pugin esgrime este tipo de argumentos sin sustentarlos en pruebas sólidas y convincentes. Debe tenerse en cuenta que, aun declarando que la arquitectura es la más grande de las ciencias, Pugin no abraza ni el método experimental científico, ni el método argumentativo racionalista, sino la simple observación personal y directa de las obras de la fe cristiana, fe que en él oscila entre el anglicanismo y el catolicismo romano medieval, cosa que resulta molesta y contradictoria, pues Pugin se vale del nacionalismo inglés para justificar la vuelta a la arquitectura de los remates puntiagudos. Su apreciación personal, entonces, es que, entre la sociedad feudal y su inconfundible arquitectura catedralicia, existía una identidad plena que, con el tiempo, con la adopción de los estilos clásicos de la arquitectura pagana, fue declinando hasta llegar a su pérdida casi total. La diferencia entre arquitectura gótica u ojival y arquitectura puntiaguda es que una alude al origen germano y a la técnica constructiva, mientras que la segunda se refiere al propósito moral de la iglesia —que está dedicada o consagrada a Dios— y que es la elevación espiritual de los creyentes a través de la oración, para sustraerles de su agobiante vida temporal. Y Pugin quiere, para el siglo XIX inglés, esa misma experiencia: una arquitectura que sea la expresión más fiel de la vida comunal cristiana inglesa, una amalgamación —dice él— de estilo y costumbres locales, una completa correspondencia entre una comunidad y su amor por la nación y el país. Para Viollet-Le-Duc, en cambio, la arquitectura medieval hace posible la convivencia y la conciliación porque ella misma requiere de un equilibrio para su estabilidad y porque realiza un fin útil y práctico, un fin común, que se da por medio de la inteligencia del hombre. Encuentra y sostiene que en la arquitectura medieval cada elemento se articula orgánica o armoniosamente para la mayor efectividad del esfuerzo mecánico y de la representación simbólica o moral de la obra; por eso, la catedral medieval se mantiene en pie como si fuese un producto vivo de la naturaleza o incluso como si fuese una máquina ideal y perfecta. Más que reproducir fielmente esta arquitectura, a Viollet-Le-Duc le interesa entender cómo y por qué se da esa coherencia interna u orgánica y ese vínculo íntimo o solidario entre lo externo y lo interno, y cómo podría ser este conocimiento la base de una nueva manera de construir en el presente. Sullivan, por su parte, está de acuerdo con Pugin respecto a que el exterior y el interior de un edificio debe revelar el propósito para el que se destina. Pero Sullivan más bien piensa en la unidad orgánica de la forma y la función, esto es: en dos opuestos que se funden en un todo como sucede en cada objeto de la naturaleza, y no tanto en que la forma deba someterse al fin, al destino o a la función del edificio. No hay excepciones, es una ley natural y a ella hay que plegarse. De igual manera, considera que hay que plegarse a las condiciones sociales a las que se pertenece. Son un hecho innegable, aunque evolucionan y se reagrupan constantemente. Sullivan observa que, a fines de los 1890, las condiciones sociales han cambiado y que la demanda es construir altos edificios de oficinas. También sugiere que se proceda metódicamente, planteando la demanda como un problema cuya solución debe ser verdadera. Sullivan entiende por condiciones sociales las necesidades de espacios específicos y concentrados para la administración y el control de la organización económica capitalista, los inventos tecnológicos como el elevador, que ya se había perfeccionado, el desarrollo de obras de acero, la congestión de los centros urbanos y el aumento en el costo de los terrenos. Todo esto, según Sullivan, hacía viable una mayor altura para los edificios de oficinas. El aspecto o diseño del alto edificio de oficinas también tendría que plegarse a la ley natural (la forma siempre sigue a la función), y reflejar la función interior tal cual, sin alteraciones, sin discrepancias. Wright, por otro lado, opta por la casa, no tanto por el rascacielos, a pesar de su conocido proyecto del edificio de un milla. Llega a decir que una casa promedio o una casa de pequeñas dimensiones no es un reto menor para los arquitectos. Acepta con Sullivan que la relación natural u orgánica entre la forma y la función es un hecho del que hay que partir. Ve también como un ideal a alcanzar esa misma relación entre la arquitectura orgánica y las condiciones sociales de su país, al que define como una democracia. No ve ninguna contradicción en buscar la integración de la arquitectura a la naturaleza por medio del concreto armado, aunque prefiere el uso de materiales locales tradicionales para crear y definir espacios internos y externos. Lo importante es que la obra arquitectónica no destruya el paisaje natural, sino que lo acentúe, lo integre al partido pero de forma que parezca que ella ha nacido de él. Para Wright, la arquitectura debe ser lugar de refugio y por lo tanto debe estar viva. A la textura propia de los materiales, Wright agrega texturas artificiales, tanto visuales como táctiles. Trata de intensificar con ellas la gradual experiencia que el habitante puede tener de los diferentes espacios de la casa o del edificio. Este juego íntimo de luces y sombras, de espacios estrechos y amplios, integra poco a poco la obra arquitectónica con su entorno natural, de esa manera la división entre lo interno y lo externo desaparece, se funde en un todo orgánico. Respecto a Gropius, él oscila entre realismo e idealismo, porque propone una solución integral al problema de la convivencia humana. La catedral germana o gótica representa para él la síntesis de la técnica y la naturaleza, la fusión del exterior y el interior, pero también del cielo y la tierra, de lo espiritual y lo material. Gropius no reconoce la unidad esencial o natural del ser humano y su sociedad, más bien supone que se trata de un enfrentamiento, el cual se puede resolver reuniendo o conciliando voluntariamente los opuestos. Para Gropius, basta que el arquitecto o el artista libere su alma de todos sus prejuicios para que pueda remontar ese y cualquier otro conflicto como los de la separación entre el cuerpo y el alma, entre la materia y el espíritu y entre la forma y la función.
La posición realista tanto de los arquitectos modernos como de los contemporáneos o actuales, como sabemos, resulta en primer lugar de esa necesidad que tienen por resolver un problema del mundo real, no un problema imaginario, intelectual o meramente especulativo. Sus contratantes y ellos quieren que las soluciones propuestas se puedan construir, que tengan una aplicación práctica e inmediata. Lo que diferencia a los arquitectos modernos y a los contemporáneos no es tanto su concepto de lo real o lo práctico, pues ni siquiera discuten mucho al respecto, como las características de las condiciones sociales en las que se desenvuelven y sobre las cuales intentan incidir, ya reforzándolas, ya alterándolas completamente, de una manera efectiva o simbólica. A los arquitectos modernos les ha tocado presenciar las dos tendencias, la conservadora y la revolucionaria, afiliándose algunos de ellos a esta última, no persiguiendo los fines y los medios políticos y éticos con que se la identifica, sino los fines y los medios artísticos del propio gremio arquitectónico. Si la precursora tendencia revolucionaria dieciochesca proyecta suntuosos monumentos para celebrar a Newton o sólo para que la gente se aísle y reflexione en ellos, la tendencia decimonónica —más realista que revolucionaria— busca en la técnica, la economía y el progreso una respuesta apropiada a sus aspiraciones de renovación y modernidad. Por su parte, las tendencias intermedias conjugan técnicas constructivas y materiales nuevos con las formas de la naturaleza. Es decir, aunque destacan los elementos constructivos, en particular las columnas y el vidrio de los vanos, no dejan de agregar al conjunto los ornamentos, ahora más naturales que geométricos, que suponen ser sinuosas y estilizadas ramas y hojas de árboles y plantas, así como bejucos o enredaderas. Los arquitectos modernos atestiguan la expansión y el triunfo del liberalismo, las sublevaciones nacionalistas y la restauración del viejo orden monárquico. Aunque pueda decirse que se mantienen a la expectativa ante el movimiento revolucionario encabezado por el proletariado, en realidad aceptan sólo en parte que la solución de las mismas dependa únicamente del obrero industrial. La idea romántica de que el arte conduce al refinamiento espiritual del hombre permea todo el siglo XIX, y los arquitectos modernos no son inmunes a ella. Sin embargo, la miran por el lado práctico. Más que aspirar a perfeccionar el alma, ellos quieren mejorar física y emocionalmente los lugares donde habita y trabaja el ciudadano. Por eso, estos arquitectos suponen —y hasta dan por hecho— que la arquitectura junto con el urbanismo pueden adelantarse a la revolución —e incluso evitarla— humanizando las ciudades, haciéndolas más propicias para la convivencia individual y comunal. Esta actitud, que podemos considerar un tanto ingenua, no es exclusiva de los arquitectos modernos, tiene sus antecedentes más inmediatos en los intelectuales reformistas y los políticos liberales de esa misma época, quienes en ese momento creen que por medio de la ética solidaria y las leyes constitucionales se va a poder resolver la explotación de los trabajadores neutralizando de este modo cualquier amenaza de una revolución socialista. Algunos de los reformistas como Robert Owen impulsan la colonización en América, presuntamente para establecer comunidades aisladas de la sociedad utilitaria, en las que los individuos vivirían satisfaciendo sus necesidades naturales y sociales en absoluta libertad física y espiritual. Owen abandona ese proyecto y regresa a Inglaterra. Al frente del movimiento obrero inglés, Owen promueve por un tiempo el cooperativismo, que se frustra con la reacción autoritaria del Estado. En consecuencia, Owen se aparta del movimiento obrero inglés y propone un nuevo mundo moral, el cual nacería, no mediante una transformación por la fuerza y desde fuera del mundo capitalista, sino por medio de una reforma interna pacífica y racional. Hacia fines de la segunda mitad del siglo XIX, surgen en el urbanismo inglés los conceptos rivales de ciudades industriales y ciudades jardín. Con el cambio de siglo, del XIX al XX, los países industriales más prósperos pasan del optimismo de la Belle Époque, o el extraordinario desarrollo del arte y la cultura impulsado por el auge de la producción capitalista, al desencanto más profundo por el progreso científico y técnico ilimitado. La terrible violencia de la primera gran guerra, cuyos muertos se calculan entre 8 y 12 millones, reaviva la desconfianza por el liberalismo y reanuda la crítica al laicismo y al utilitarismo, ponderando en cambio la vuelta a los valores presuntamente más sensibles y más humanistas, pero también a los valores morales y religiosos, que nunca habían dejado de estar presentes en la educación de los pueblos, a pesar del sonado triunfo económico y político del liberalismo en todas partes. El período de entreguerras es una mezcla de optimismo y desazón. Por un lado, Alemania deja de ser una monarquía y, por el otro, la nueva república se abre a la democracia en medio de grandes dificultades económicas. Es entonces cuando los arquitectos modernos germanos ven la oportunidad para participar en la transformación de las condiciones sociales que habían imperado hasta esos días. Y algo similar ocurre en el resto de Europa Central, aunque encabezado por los pintores, los poetas y los literatos, que se unían a esa ola de cambios que ya había anunciado la revolución rusa de 1917. Nace así el llamado —en los sesenta y setenta— Movimiento Moderno.
Los arquitectos contemporáneos surgen a partir de la misma difusión internacional de la arquitectura nueva o moderna, desde los años treinta a los cincuenta. En los sesenta, ya es claro que los arquitectos contemporáneos, o bien se adhieren al Movimiento Moderno, o bien abrazan la causa de quienes lo impugnan, a veces defendiendo la vuelta a lo clásico, otras apostando por la vía nacionalista, historicista o vernácula. Para los arquitectos contemporáneos de nuestra región, formados a veces en Europa, integrarse a un movimiento arquitectónico internacional es la mayor oportunidad para que la periferia de las metrópolis se incorpore al progreso, o lo que es igual, para que el Estado y la ciudad atrasados sean por primera vez contemporáneos con el mundo moderno occidental, por lo menos en algunos aspectos de su paisaje urbano. La petición de contemporaneidad, en cuanto demanda de un rápido progreso económico y una poderosa producción industrial, procede de Europa, más exactamente, de los países europeos con nulo o con muy exiguo desarrollo capitalista. Primero fue Francia en relación con Inglaterra, luego fue Alemania respecto a Inglaterra y Francia, y finalmente, Italia frente a todas estas naciones que marcaban el rumbo de la economía, la política y la producción de bienes industriales. Lo mismo va a suceder con el resto de países europeos, que se irán integrando al desarrollo capitalista, poco a poco algunos, velozmente otros. No resulta extraño, pues, que la demanda de contemporaneidad también se escuche en nuestros tierras. Desde el inicio mismo de la vida independiente de nuestra región se plantea la alternativa de un nacionalismo cerrado a ultranza o, por lo contrario, uno abierto al mundo. En el caso de México, al concebir desde un comienzo al Estado como el productor y administrador exclusivo de la riqueza nacional, la opción de abrirse completamente al mundo se ve postergada hasta que la fortaleza económica nacional o la emergencia de una fuerte clase media lo permita. Préstamos, pérdida de medio territorio nacional y la declaración de moratoria, van a dejar al país en la bancarrota y a merced de las grandes potencias. Será hasta la restauración de la república liberal y con la amortización de los bienes de la Iglesia que la situación mejorará un poco, más en lo económico que en lo político. Una vez impuesta la «paz porfiriana», la relativa estabilidad política permitirá que la inversión extranjera aumente de manera muy significativa. Pero ese aumento será justamente uno de los hechos que harán estallar la revolución de 1910-1924. La arquitectura de todos estos períodos apenas aludidos va desde las soluciones clásicas y art-decó hasta las vernáculas, que, al intentar expresar el carácter nacionalista, ostentan ornamentos reminiscentes de las arquitecturas prehispánicas y coloniales. Y lo mismo sucede en la poesía y la literatura. Se defiende una poesía y una literatura de espaldas a los problemas sociales, un arte por el arte mismo, la vuelta a lo clásico, pero frente a esta especie de autonomismo lírico no deja de darse el clamor por la identidad nacional de todo arte y toda literatura y poesía. En la década de los treinta, la arquitectura funcionalista entra de lleno en México con una casa diseñada por Juan O'Gorman, inspirada en la obra de Le Corbusier. Aunque más tarde, en los sesenta, José Villagrán García asegurará que la verdadera primera obra funcionalista mexicana ya había sido hecha en 1925 y, además, con base a una teoría propia obtenida de la práctica conjunta de los profesores de la Universidad Autónoma Nacional. Esto indica que, si por un lado se daba la bienvenida a la nueva arquitectura centroeuropea, por el otro se la enfrentaba a una teoría propia, que si bien también se deshacía del ornamento y de cualquier elemento superfluo que incrementara los costos de la obra, no hacía tanto énfasis en la función como la arquitectura de Le Corbusier. En países como Brasil, Argentina y Colombia son los alumnos de Le Corbusier quienes introducen la arquitectura funcionalista, pero matizada con las peculiaridades regionales, pues se intentaba darle un carácter propio o local. Era una especie de combinación entre lo internacional y lo característico de la nación receptora de la nueva arquitectura. Es decir, se la aceptaba pero condicionada por la adaptación al lugar, al clima y al temperamento de nuestra región. No era esta una crítica a Le Corbusier, mucho menos un alejamiento de él; era un ajuste necesario impuesto por el realismo de los arquitectos, no por un mero teoricismo crítico. Ahora se sabe que hubieron arquitectos de nuestros países que estudiaron en la Bauhaus o en los EE. UU. al lado de Walter Gropius, o de arquitectos extranjeros que fueron alumnos de la Bauhaus, y que vinieron a colaborar en proyectos y escuelas de nuestras naciones, pero es innegable que la primera influencia fue la línea funcionalista de Le Corbusier. En los setenta era evidente que la mayor influencia de la Bauhaus en nuestra región estaba en el área de la educación, aunque la implementación del curso básico de diseño no se proponía entonces —ni después— aunar el trabajo de los arquitectos y artistas con el de los operadores y técnicos industriales, como se hacía en la escuela de Gropius. Conocemos el caso del profesor brasileño Günter Weimer, quien fue a estudiar en los sesenta a la Escuela Superior de Diseño de Ulm (HfG), supuesta heredera y continuadora de la Bauhaus. La influencia de Ulm también se dio en Chile, Argentina y Brasil a través de los trabajos del profesor y diseñador industrial germano Gui Bonsiepe, cuyos escritos polémicos llegaron a México a través de la UAM. Sin embargo, desde los cincuenta se hablaba ya a nivel mundial de una crisis de la arquitectura, aunque nadie se ponía de acuerdo para explicarla congruentemente. Se culpaba a los historiadores por haber creado el «mito» del Movimiento Moderno. A Le Corbusier por haber abandonado la línea recta de la arquitectura clásica. A Gropius por una obra suya con reminiscencias de templo griego o por haber proyectado una mezquita formalista e historicista. A la arquitectura internacional por hacer tabla rasa de las diferencias culturales e idiosincrásicas. Y al urbanismo moderno por ser funcionalista o esquemático, en una palabra, por ser inhumano. A todo esto se sumaba la crítica antimoderna, la cual, en un principio, sólo rechazaba que los edificios públicos dejaran de ser góticos o clásicos para volverse modernos a la manera funcionalista y, posteriormente, se dedicó de lleno a defender la vuelta a la arquitectura clásica, a la arquitectura «madre», a una arquitectura que sintetizara el pasado con el presente, que manifestara una evolución y no un «rompimiento» con la historia, como supuestamente había hecho el Movimiento Moderno.
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