jueves, julio 30, 2015

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Décima parte)

POR MARIO ROSALDO



«Cuán distinta es la evolución de la arquitectura en Francia»[1], dice Acevedo al inicio del siguiente párrafo, y despliega a lo largo del mismo toda una hábil demostración que podemos calificar de empírica además de argumental. Si unas líneas arriba dudábamos entre un Acevedo que sólo complacía a un público formado, como él mismo, en el positivismo y un Acevedo que tal vez no se libraba todavía de esta tendencia cientificista, aquí nos queda claro ahora que no hay tal disyuntiva, que nuestro autor en todo momento de la conferencia elige para sí la opción que considera única y verdadera, la de la evolución lógica y espiritual del arte, la de la existencia eterna del espíritu de los pueblos y sus artistas; y que por esa elección personal ya decidida, Acevedo reserva las pruebas sobre la validez de su tesis espiritualista exclusivamente para los escépticos o los prejuiciados, presentes o no en su público. Demos los detalles más importantes de la demostración y tratemos al mismo tiempo de comprenderla cabalmente. De entrada, Acevedo establece un drástico contraste entre el período de difusión de la arquitectura francesa renacentista, sujeta a rígidas reglas académicas, y el período final de la arquitectura gótica en Francia, que responde naturalmente a «una sabia distribución», a las necesidades reales de sus habitantes y no a «ritmos monótonos y petulancias inmotivadas». Está convencido de que si cualquiera percibe con claridad lo esencial de este contraste, puede admitir sin vacilación alguna que las obras como el Chateau de Bois, Fontainebleu, Saint-Germain, la Maison de Jacques Cœur o el Hôtel de Ville de Cambray no pertenecen, como se cree por lo común, al arte renacentista, sino todavía al gótico, a causa precisamente de ese «liberal espíritu que las anima»[2]. Esto es, Acevedo no acepta que haya habido una plena influencia renacentista italiana antes de fines del siglo XVII, pues —agreguemos— es hasta entonces cuando en Francia ocurren cambios de fondo en lo económico y lo político, que la convierten en un Estado moderno: «Colbert, el hombre de las precauciones inútiles, funda la Academia de Arquitectura dizque para reanimar el decaído espíritu de los arquitectos, con lo cual consigue alcanzar el fin contrario al que se había propuesto»[3]. Consecuencias claras de la fundación de la Academia son la implantación del «estilo oficial que pretende manifestar solemnidad y decoro» y «las plazas [que] dan cabida a interminables fachadas uniformes que presentan de un extremo a otro la repetición de los mismos motivos»; el objeto de esta simetría, sigue diciendo Acevedo, es disimular la distribución, por ejemplo, «una capilla, una escalera y una sala de baños», para obtener en el exterior «un mismo semblante y una misma expresión». Por si esto fuera poco, remata Acevedo, el rey encuentra agradable esta «arquitectura que no parece que pudiera servir para alojar mortales sino más bien para guardar series de objetos idénticos», razón por la cual el arquitecto Mansard la adopta para una parte del Palacio de Versalles[4]. Acevedo considera increíble que un pueblo productor durante siglos de un verdadero arte —vale decir, el arte gótico— caiga en el estancamiento «bajo el reinado de los Luises, hasta el día en que la Revolución destruye esta aparatosa y falsa arquitectura». Pero, subraya Acevedo, Francia no saldrá de ese estancamiento ni entonces ni más tarde con las imitaciones arquitectónicas que suscita el descubrimiento de la antigua civilización egipcia en la época del cónsul Napoleón, ni con la vuelta a la arquitectura de influencia romana cuando éste se volvió emperador[5]. Acevedo finaliza el párrafo con este comentario, cuyo propósito es, más que aclarar su posición frente al añorado retorno al pasado, completar el esquema de su tesis de la evolución espiritual del arte: «Los románticos del año 30 imaginaron que las artes deberían volver al siglo XIII: vano intento que fue eficazmente satirizado por los serenos espíritus de la época»[6].

jueves, julio 16, 2015

El descrédito de las vanguardias artísticas de Victoria Combalía y otros (Sexta parte)

POR MARIO ROSALDO





1

La utopía estética en Marx y las vanguardias históricas por Simón Marchán Fiz
(pp. 9-45)

CONTINUACIÓN



Cuando en el segundo apartado Marchán interpreta el pasaje de los Manuscritos donde Marx habla de un hombre total y asienta en una nota que la apropiación de la realidad humana es múltiple[1], no sólo entiende que se trata de «una apropiación polifacética integral a través de todos los órganos de su individualidad, tanto de la sensualidad como del pensamiento o de la vida intuitivo-sentimental»[2], sino también que Marx «reconoce en plenitud la diferenciación iluminista de las diferentes actividades humanas»[3], es decir, que reconoce la presunta apropiación específica o el supuesto carácter autonómico-relativo del arte, y que, en consecuencia, resuelve de manera conceptual-objetiva la oposición entre el «hombre total» y el «hombre fragmentado», que Schiller sólo habría resuelto en términos trascendentales o abstracto-idealistas con su idea del «impulso del juego»[4]. Esto no sólo quiere decir —para Marchán, claro está— que Marx introduce en sus bosquejos los rasgos utópicos de la estética antropológica, la que aspiraba idealmente a la unidad del hombre y a la unidad original de los opuestos, sino asimismo que la corrección o la solución de Marx sólo se da literalmente en el discurso, en la pura conciencia, nunca en la realidad tal cual. Por eso, Marchán destaca a la vez el carácter utópico de la solución y la índole discursiva del fundamento: «Marx entenderá al hombre como totalidad de objetivaciones, de manifestaciones de sus fuerzas y capacidades. Y esta comprensión se convertirá en piedra angular de la misma “filosofía del futuro”»[5]. Para Marchán, pues, Marx no construirá ni el supuesto esbozo de estética, ni su crítica de todo lo existente, confrontando los conceptos y las teorías de la economía política con la vida real del proletariado, sino valiéndose de una simple premisa lógica, abstracta, que habría nacido lo mismo en la tradición idealista que en la tradición materialista de la filosofía. Por lo tanto, Marchán no reconoce tampoco que, al abordar el problema del arte, Marx haya hecho algo más que ver en la realidad social sólo una abstracción de la mente con la cual corregir o perfeccionar las teorías tradicionales; así, el aporte final de Marx no habría sido una solución real para un problema real, sino apenas la corrección categorial o teórico-concreta de viejos planteamientos abstractos en el puro debate filosófico. Junto a esto, Marchán asegura que «la conquista de lo estético» lleva a Marx a los dominios de «lo empírico, lo histórico»; pero que, al mismo tiempo, este ir más allá de lo trascendental-estético, este adentrarse en la ciencia y la historia, hace que Marx no se conforme «con una proclama antropológica de lo estético en abstracto»[6]. Según Marchán, el joven Marx habría llevado «lo estético» «hacia una antropología contagiada de historicidad»[7]. Es decir, este mismo Marx no habría podido disolver la filosofía en la realidad, no habría podido realizarla como manifiesta todavía en 1844, en la Introducción de Entorno a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel[8], sino que, al contrario, habría tenido que forzar la entrada de la realidad en la filosofía, en forma de contagio o de infección orgánica. Se deduce de todo esto que, por lo menos en el asunto de «lo estético» y en esa época juvenil, pese a su enorme esfuerzo práctico, Marx no habría pasado de las palabras a los hechos, y que su ingreso en los dominios de la ciencia y la historia no le habría llevado nunca a conceptos realistas, mucho menos a la acción real, sino que lo habría mantenido invariablemente en las puras representaciones simbólicas del arte, de la crítica estética y, en general, de la filosofía.