sábado, febrero 28, 2015

Espontaneidad y método crítico

POR MARIO ROSALDO


Veíamos que Husserl y Freud hablaban de que sus lectores o escuchas debían ser espontáneos para dejar entrar en sus mentes las ideas que aquéllos exponían como resultado de sus análisis. Husserl también decía que no se le debía interpretar, esto es, que no se debía buscar en sus consideraciones un sentido anticipado y distinto al que él iba estableciendo según las exponía progresivamente. Pero, hay que subrayarlo, la crítica no estaba en absoluto ausente en sus lecciones, ni se dejaba por academicismos para el final. En Ideas, Husserl intercala algunas críticas dirigidas expresamente a sus detractores o a quienes él juzgaba que no podían seguir el hilo de sus reflexiones. Y Freud —de una manera menos directa— criticaba a quienes se aferraban al empirismo y dejaban de lado el análisis de la vida psíquica, a quienes no veían que el instinto no era más que el umbral que debía ser traspasado. Husserl, por otra parte, critica su propio trabajo, sus propios análisis, para impedir de algún modo que sus estudiantes, y quienes intentaran convertirse en plenos fenomenólogos a través de su ejemplo, se adelantasen a una investigación que en ese momento estaba todavía en marcha. En este sentido, la crítica en Husserl es más una defensa de sus posiciones filosóficas que un cuestionamiento de las mismas. De las tareas pendientes que Husserl va señalando en lo que sería la construcción de una fenomenología trascendental, y que él mismo se propone realizar, se desprende que entiende la crítica como el perfeccionamiento de los métodos de esa fenomenología, no como la crítica escéptica de racionalistas y empiristas que él rechaza sin sutilezas, y menos como la crítica de todo lo existente de Marx que la tradición empirista ubicaría en la actitud natural. En Más allá del principio del placer, Freud sostiene —con otras palabras— que si hubiera una filosofía que le aportara más que la medicina y la biología en el estudio del cerebro y la conciencia, la abrazaría encantado. Freud no reconoce, pues, ningún lazo con el idealismo alemán. Es probable que su idea de suspender la crítica para poder asimilar las nuevas ideas psicoanalíticas fuera en parte una reacción a la llamada crítica de la experiencia pura [Kritik der reinen Erfahrung] o empiriocriticismo de Richard Avenarius y Ernst Mach, que a principios del siglo XX se había difundido en Suiza y el Imperio Austro-húngaro; pero, también, una lección aprendida durante la construcción del nuevo modelo intelectual y del nuevo método analítico. Por ser un filósofo, el caso de Husserl es diferente. Aunque la famosa demostración experimental de Louis Pasteur, había establecido en el siglo XIX que la vida sólo puede surgir de la vida, que la idea de la generación espontánea era una quimera[1], fuera del campo científico se continuó desarrollando la forma filosófica y literaria de la doctrina de la espontaneidad. Filósofos, literatos y escritores en general opondrán lo espontáneo a lo reflexivo, a lo sistemático, a la influencia de la educación, a la erudición, al esfuerzo intelectivo, a lo mecánico, a la norma, etc. En el lenguaje común se seguirá hablando de la espontaneidad como una cualidad que revela lo más libre, natural, novedoso u original de una persona. Descartes y Kant, influencias reconocidas por Husserl, ya se habían pronunciado antes de Pasteur en este sentido. Hablando de la elección entre dos opuestos, Descartes considera que la libertad, la voluntad y la espontaneidad son la misma cosa. Para Descartes la libertad es un acto de la voluntad[2]. Por su parte, y oponiendo la espontaneidad del yo pienso (del concepto, del pensamiento, de la cognición, o del poder de representación) a la sensibilidad, a la apercepción empírica, Kant la considera una apercepción pura u originaria (primitiva) y, por lo tanto, una autoconciencia. Para Kant la intuición es un acto de la espontaneidad[3].

martes, febrero 24, 2015

La crítica intelectual y la libertad: reflexiones sobre dos libros de Malva Flores (Cuarta parte)

POR MARIO ROSALDO


Este sometimiento del caso concreto al general, de lo particular a lo universal, que —sostenemos— aparece constantemente en las consideraciones de Flores, se corrobora por igual en el prólogo y cada uno de los catorce apartados o capítulos del segundo libro[1]. Aquí ya no se trata de interpretar una muestra de poesías y poetas, sino de mostrar la sinrazón de las «diatribas», los «denuestos», las «teorías» o las «polémicas» estériles e «ideológicas», que se lanzan a lo largo de veinte años contra Paz y los redactores y colaboradores de la revista Vuelta, y el ejemplo de crítica independiente que todos ellos habrían sido. Con este fin, la crítica de Flores cede el primer plano a la crónica, pero nunca desaparece. Pocas veces con timidez, casi siempre con decisión, junto a los numerosos datos duros que nos aporta, que a su juicio deberían desarmar a quienes han hecho campaña contra Paz y el «grupo Vuelta», Flores ofrece también —acaso cuando calcula que hace falta— la manera precisa en que tal información ha de captarse. Como cronista, Flores deja que los hechos descritos hagan su propio efecto en nuestra memoria y en nuestra conciencia, pero, como crítica independiente ella misma, se vale con regularidad de estos datos duros para cuestionar a los detractores de sus defendidos, enfocándose seriamente en lo que sería una lectura correcta de la circunstancia y el acontecimiento, y reduciendo al mínimo el comentario irónico. La mayoría de las precisiones o los contraargumentos de Flores van dirigidos principalmente a críticos ajenos al «grupo Vuelta», pero hay algunas observaciones, aparentemente dichas al paso, que tocan a los de casa. Nos queda claro que Flores demuestra de este modo que apela a su independencia intelectual, a su libertad de pensamiento, no únicamente frente a las polémicas y debates que se han dado entre revistas y críticos, sino a la vez frente a quienes merecen su voto de confianza. No es neutral, lo sabe, porque ahora ella es parte de la muestra —es lectora, ciudadana, generación influenciada y admiradora—, pero está convencida de que, más que una preferencia por uno de los bandos, su crítica es un acto de justicia sustentado en lo que sería una verdad esencial, pues los mismos hechos del «debate público» que Flores perfila informan que si, por un lado, los antiguos camaradas se vuelven enemigos irreconciliables, por el otro, los contrarios circunstanciales terminan en ocasiones siendo aliados, compañeros y hasta amigos; que si es importante mantenerse independientes del poder económico y político, igualmente es decisivo exhortar a tirios y troyanos a reemplazar su intransigencia y su dogmatismo con acciones tolerantes y conciliadoras. Además, podría preguntarnos Flores, ¿no acaso lo deseable es sustentar un diálogo civilizado y reunirse todos bajo el ideal de un pluralismo democrático? Para entender esa convicción de Flores y su concepto de «debate público» en Viaje de Vuelta, necesitamos hacer emerger el esquema trascendental que recorre todo el libro dándole coherencia y sentido.