sábado, diciembre 05, 2015

Experiencia del diálogo I/II

POR MARIO ROSALDO


Cuando todavía éramos estudiantes universitarios en 1976, a petición expresa de uno de nuestros más estimados profesores del taller de diseño, leímos el libro, muy conocido entonces: Pedagogía del oprimido de Paulo Freire. Pero lo hicimos una sola vez y sin tomar notas, así que recordamos solamente lo «esencial» o lo que, hasta el día de hoy, hemos considerado como tal: que el diálogo es un medio para concientizar a la gente acerca de sus propios problemas y acerca de las soluciones que puede emprender, para rescatarla de su marasmo o resignación mostrándole que frente a ella hay todavía un inédito viable (no estamos seguros de que esta expresión sea de Freire, podría ser de Igor Caruso, cuya propuesta de revaloración de la utopía leímos también en esa época), un mundo de posibilidades —si se quiere decir así—, antes que un callejón sin salida, antes que circunstancias insuperables o avasalladoras. Unos días después de la petición del profesor, el mismo invitó al grupo a hablar en el taller de diseño sobre el libro mencionado. Resultó que ninguno de los compañeros lo había querido leer o tal vez simplemente todos se habían olvidado del asunto. Como nosotros afirmamos que sí lo habíamos leído, se nos pidió tomar la palabra. Cuando de entrada dijimos que no estábamos de acuerdo con el planteamiento de Freire y que podríamos intentar una crítica al libro, casi con sobresalto el profesor sugirió que diéramos sólo un resumen. Así lo hicimos. El grupo se limitó a escuchar y eso fue todo. Estaban prevenidos contra cualquier participación pues, en su experiencia, una disidencia se relacionaba directamente con bajas calificaciones. A veces pensamos que nuestros amigos tenían razón, a veces que no. Todavía recordamos parte de nuestra crítica al libro de Freire. Su lectura nos había convencido de que un diálogo como el propuesto ahí, si no era ya un lavado de cerebro, estaba muy cerca de serlo, sin que importaran las buenas intenciones que movían al autor. Aunque nunca hemos estudiado la obra freireiana, todavía seguimos pensando de esta manera: ¿qué clase de diálogo puede haber entre personas que poseen tan desigual información, tanto en cantidad como en calidad? Ciertamente las diferencias no sólo son inevitables sino también necesarias, pues al intercambiar información, al contrastar nuestros conocimientos, nuestras experiencias, siempre aprendemos algo nuevo los unos y los otros. Sin embargo, ¿qué sucede cuando se da por sentado que esa diferencia inevitable y necesaria justifica la influencia ejercida sobre otro para liberarle de prejuicios, atavismos o ideologías? ¿No se convierte el supuesto diálogo simple y llanamente en una manipulación impulsada por la creencia o la muy personal convicción de que se tiene razón, de que se está en el bando correcto: el de los «buenos»? Si vemos al pasado encontraremos que incluso el Sócrates de Platón solía conducir los famosos diálogos que sostenía con sus amigos y discípulos, no eran verdaderos diálogos entre iguales. En teoría, Sócrates tenía la ventaja respecto a sus interlocutores de que conocía el método de parir ideas, razón por la cual era el guía.

En nuestra mente aparecía entonces el concepto de manipulación porque el periodismo, la literatura y la cinematografía habían mantenido fresco el recuerdo de la guerra y la posguerra: se hablaba mucho de la manipulación de las masas, de los lavados de cerebro, del condicionamiento conductual, de la propaganda, de la publicidad subliminal, etc., etc. Además, a mediados de los setenta, la influencia de los años sesenta tampoco había desaparecido del todo. Estando en la escuela preparatoria habíamos leído Summerhill de A. S. Neill, Ética y psicoanálisis de Erich Fromm (en ese orden) y habíamos tenido noticias de El pequeño libro rojo de la escuela de Søren Hansen y Jesper Jensen y ¿Deben los estudiantes compartir el poder? de Earl J. McGrath, los que pudimos leer sólo más tarde al comenzar la universidad. Estos libros nos llevaban a descubrir que el tipo de educación recibida no sólo no era la ideal, sino que además era la causa de nuestros conflictos, miedos e inseguridades, es decir, era la causa de una mentalidad que en vez de estimular nuestro sano desarrollo lo obstaculizaba. Neill era práctico: había que darle el control a los niños, ellos debían aprender a autolimitarse, a autorregularse. Fromm e incluso Hansen y Jensen compartían la ilusión general de que el cambio debía comenzar por el individuo y su conciencia. De ahí que reaccionáramos críticamente a la concientización dialogal de Freire. La concepción idealizada del diálogo nos ofrece la imagen de dos almas gemelas que comparten felices sus conocimientos, o por lo menos de individuos que acceden gustosos a intercambiar puntos de vista en términos cordiales, amables, sin más interés que la mera convivencia humana, es decir, la experiencia intelectual y emocional. La realidad es en cambio decepcionante. En los hechos casi todo mundo espera que el diálogo le deje alguna ganancia, pues ve en él un medio para apoderarse de información práctica y valiosa, o de forjarse un prestigio y una solvencia moral muy convenientes pareciendo proclive al mismo con su promoción, patrocinio o simple aprobación. En la realidad el diálogo no depende de nuestra idealización sino del interés que una parte tenga para mantenerlo, sea por estrategia o utilidad, sea porque en verdad crea en él. No se diga del uso que pueden darle entidades económica y políticamente poderosas que, además de contar con todos los medios infraestructurales y digitales, suman a su causa el renombre de instituciones culturales y de personajes admirados por expertos y aficionados. Aun suponiendo que el diálogo ideal pudiera alcanzarse algún día, es evidente que mezclamos dos cosas distintas, su inexistente forma ideal con su actual forma real. Lo mismo sucede con las formas de la educación. Creemos que puede funcionar como un diálogo, una transacción o una negociación en la que todos saldrían ganando algo. El hecho inocultable es que en la educación un grupo depende de otro, un alumno depende de un guía experimentado, o por lo menos instruido, y se espera que educando y educador cumplan con la parte convencional a fin de que el esfuerzo común dé resultados positivos. Sólo que la convención ha excluido desde el inicio la participación de los alumnos, de los educandos, y no pocas veces hasta del educador, quien tiene que confiar en los planes y programas generales que elaboran sus representantes y superiores o las autoridades. Todos hemos experimentado los aspectos contradictorios de la educación: la alegría de descubrir cosas nuevas y la tristeza de los prejuicios o el dolor de los atavismos que nos obligan a repetir las conductas, creencias y estereotipos que se tienen por moral y racionalmente deseables. Por eso mismo, muy pocos se atreverían a ver en el proceso educativo un diálogo justo, un equitativo intercambio de información, entre niño y pedagogo, entre alumno y maestro; por más que la experiencia de la enseñanza sea enriquecedora para el docente recién llegado o para el que permanece abierto a los retos que cada estudiante y cada generación de estudiantes trae consigo; o por más que los profesores pongan a estos alumnos o estudiantes a practicar el «diálogo» en escenarios académicos que ni de lejos parecen reales. Y por eso mismo también debemos decir que Freire y Sócrates no «dialogaban» sino que educaban, porque inducían a sus discípulos a pensar en determinada dirección, como hace todavía hoy día con su alumno el maestro que se apega sin crítica a los esquemas de lo que a juicio de abstractos terceros debería ser verdadero.

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