lunes, diciembre 28, 2015

Experiencia del diálogo II/II

POR MARIO ROSALDO


Una de las primeras preguntas que surgen en torno de la posibilidad de un diálogo entre ciudadanos e instituciones de gobierno es si existen o no condiciones para el mismo; es decir, si en efecto vivimos en un Estado de derecho, en una democracia, que respeta la libre expresión y, en general, las garantías individuales. No puede irse a un diálogo bajo amenaza ni bajo orden alguna. Pero tampoco debe creerse que se va a un diálogo impulsados tan sólo por la más libre voluntad y la más pura espontaneidad. Los intereses de cada grupo, de cada interlocutor son la base de un diálogo real. Cada quien debe tenerlos claros lo mismo para fundamentarlos que para explicarlos. Según dicta la experiencia teórica y práctica, el diálogo, para que no beneficie mayormente a una de las partes, debe realizarse en terreno neutral y debe apegarse a su propia lógica y sus propias necesidades, no a las de una u otra parte. El diálogo entre ciudadanos e instituciones gubernamentales o incluso privadas es desequilibrado por naturaleza porque éstas poseen poderosos recursos con los que defienden el orden de cosas imperante al que aquéllos han de someterse voluntaria o involuntariamente; de ahí que este tipo de diálogo se deba dar constantemente y se resuelva por etapas, por medio de acuerdos definitivos o solamente provisionales, urgentes. En este sentido se puede decir que el diálogo busca equilibrar la relación entre ciudadanos y poderes públicos o privados. No se pierda de vista que en la teoría y en la práctica hay una enorme diferencia entre un acuerdo y un diálogo. El primero concilia intereses, el segundo conocimientos. El debate por otra parte es la apasionada defensa de un punto de vista intelectual o político, o el sosegado pronunciamiento por una o más de las distintas soluciones razonadas que tiene un problema de la vida académica o de la vida práctica, del mundo entero mismo. El diálogo no está excluido del debate pero en vez de vérsele ahí como esa conciliación de conocimientos, se tiende a utilizarlo como un medio para convencer al oponente. La crítica y la autocrítica juegan un importante papel en esta suerte de convencimiento dialogal, no como prácticas equitativas que han de cumplir ambas partes, sino como exigencias que se imponen al adversario. El otro tiene que suspender la crítica, el otro tiene que ser constructivo, el otro tiene que ser autocrítico. El que exige se siente a salvo, siente que es justo o que tiene la razón de su lado porque se suele ir a un debate satisfecho de sus propias ideas, de su propia visión del mundo y de la vida, o simplemente de su audacia al proponer lo primero que le viene a la mente y que puede resultar acertado. Esto último parece algo fuera de lugar en estas consideraciones sobre el convencimiento dialogal, sin embargo ocurre con mucha frecuencia en todos los niveles en que pueda darse un debate, pues la gente valora los actos sinceros, sencillos o libres de recovecos intelectuales, espontáneos en este sentido. Cree muchas veces que sus más fugaces presentimientos son tan legítimos y por eso mismo tan certeros como los más firmes conocimientos de cualquier experto renombrado.

Es de esperar que el diálogo entre ciudadanos comunes y corrientes sea mucho más equilibrado en principio si no intervienen las instituciones oficiales o privadas, sin embargo casi nunca es así. Sucede que el ciudadano en su vida práctica pertenece a una comunidad religiosa, a un partido político, a un grupo social, etc., etc.; no vive aislado por completo. A donde quiera que va lleva consigo siempre esta afiliación, que es una manera particular de pensar y ser. Si se le invita a una asamblea popular o a un debate popular organizado por el vecindario o la comunidad para enterarse u opinar sobre tal o cual problema local, lo más probable es que él y los otros se vean envueltos en principio en una lucha de intereses personales, y que sólo puedan proponer opciones reales y tomar decisiones congruentes cuando consigan anteponer los intereses colectivos a los individuales. En estos casos es importante la experiencia que los ciudadanos tengan respecto al diálogo, las asambleas, los acuerdos o los debates. A algunos les ayudará a conciliar más rápidamente sus intereses, a alcanzar casi en seguida las soluciones, a otros los mantendrá escépticos, incluso reacios a participar. La experiencia del diálogo es determinante también para que las conversaciones sólo sean casuales o intrascendentes. Es decir, el ciudadano prefiere a menudo charlas sin sentido a verse involucrado en una discusión con sus conocidos que sólo podría enemistarlos. Esta experiencia que hace del diálogo el umbral de un conflicto familiar o amistoso, lleva a algunos a tomar providencias, esto es, o bien destierran cualquier forma de diálogo o debate en sus reuniones sociales, o bien preparan estrategias que aseguren un triunfo sobre cualquier rival: negarse siempre a aceptar la derrota, aplicar técnicas de psicología inversa, recurrir a simples juegos de palabras que harían perder la paciencia al más ecuánime o poner de su parte a la mayoría de los invitados. La experiencia se refleja por igual en la calle. Si el ciudadano se considera persona ilustrada y se cruza en el camino con alguien a quien puede deslumbrar con su sapiencia o con alguien que posee un par de ideas valiosas, intentará una o varias estratagemas para conseguir ese efecto o esos conocimientos que desea. Comenzará fingiendo humildad y prudencia, si esto no funciona será algo más agresivo; no soportará que el otro no reconozca su inteligencia o que aquél se niegue a compartir sus ideas más preciadas. Para no perder la ventaja que cree poseer, acusará al otro de no estar abierto al diálogo, de no practicar la autocrítica, sin darse cuenta o, mejor todavía, sin admitir que toda esta escaramuza de presunción, que todo este intento de despojo de ideas, se le puede llamar de cualquier modo menos un diálogo. Un diálogo sin invitación y sin anuncio, que inicia improvisadamente en la calle, con el encuentro casual de simples ciudadanos, es posible desde luego a condición de que el interés dominante sea el conocimiento objetivo de algo, no meros afanes personales o presunciones. Está claro que no se puede aspirar a ese conocimiento objetivo si no se tienen los fundamentos por lo menos teóricos, si no se ha estudiado a fondo sobre la materia o el tema que se discute. El diálogo puede servir para poner en evidencia nuestra falta de información; es cierto, pero, como proceso, el diálogo exige de nuestra preparación constante y progresiva para volver a retomarlo cada vez que cerremos un ciclo. La improvisación se debe dejar atrás o de lo contrario obstaculizará el genuino intercambio de conocimientos. Este trabajo, este esfuerzo, es lo que hace difícil que cualquiera practique el diálogo. Es más fácil caer en la típica «negociación» del que concede un beneficio momentáneo a cambio de un consenso o de una obediencia igualmente momentáneos; o en las escaramuzas en las que al final se termina no diciendo nada o no se tiene ningún aprendizaje, sólo se pierde el tiempo; o en los chantajes sentimentales que lastiman a todos y favorecen el control de unos cuantos.




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