POR MARIO ROSALDO

De 1880 a 1910, Juchitán se integró parcialmente al país por medio del ferrocarril, el telégrafo, el giro postal recíproco y la construcción de algunos caminos vecinales. Aunque habían surgido dos haciendas, cuyos cultivos se exportaban principalmente a Europa, y se daba un continuo incremento en la explotación minera en el distrito de Juchitán, la venta de las tierras comunales no había podido ser consumada del todo por el gobierno de Díaz; así, campesinos, pescadores y ganaderos todavía podían producir y distribuir para el mercado local, y en algunos casos sólo para el consumo doméstico. A la par de un avance en la educación, que hacía posible que algunos juchitecos concluyeran sus estudios profesionales en la capital estatal o en la capital federal, había analfabetismo entre las familias más pobres o más reacias a la educación moderna. En todo el distrito había varias escuelas de «primera» y «segunda calidad». La cabecera del distrito, además de la vieja iglesia, el nuevo palacio municipal y el cuartel, contaba con un hospital militar, uno de los diez que existían en todo el país. Es probable que el juzgado y la prisión se hayan ubicado primero en el edificio del cuartel militar y después en el palacio municipal. Como en cada uno de los municipios de todo el país, en el distrito de Juchitán había presidentes, tesoreros y agentes municipales, pero el máximo representante del gobierno central era el jefe político, jefe de zona o prefecto, quien, por lo regular, ostentaba algún alto grado militar. Por causa de esta integración incompleta a la economía nacional, y por los actos de rebeldía, unas veces reales, otras veces ficticios, el distrito juchiteco estaba sometido a un constante escrutinio político-militar respaldado por una guarnición y el jefe político. Precisamente, el deseo de integrar plenamente el distrito de Juchitán y en general el sur del Istmo de Tehuantepec a la economía nacional, a través de la venta de las tierras comunales, esto es, a través de la introducción de la propiedad privada, hacía decir a los porfiristas que esas tierras potencialmente ricas, se desperdiciaban en las manos insuficientes de los campesinos zapotecas, y también que Juchitán no era más que un pueblo indígena de casas de adobe, que no se comparaba ni a Tehuantepec ni a la ciudad de Oaxaca, ciudades que, en su opinión, se asemejaban bastante a las del resto del México progresista. Había una verdadera campaña para convencer a la opinión pública de que la apuesta por la propiedad privada y la consiguiente venta de tierras nacionales a las compañías extranjeras era razonable y justificada. Huelga decir que ante cada sublevación de pequeños grupos facciosos locales, la prensa porfirista generalizaba tachando a toda la población juchiteca de incivilizada e inmoral, repitiendo lo que se había dicho antes, durante el gobierno de Juárez. Los partes oficiales porfiristas diferenciaban claramente entre los facciosos y el pueblo, pero más para restarle importancia a los alzamientos que para reconocer virtudes a los juchitecos. No faltaban vecinos o testigos presenciales, quienes, queriendo ser justos, aseguraban que el pueblo de Juchitán era en sí pacífico y amable con los visitantes, o que no tenía nada que ver con los sublevados.