viernes, febrero 28, 2014

La crítica de arquitectura durante el proceso de diseño I/IV

POR MARIO ROSALDO



Una de las preguntas que suelen plantearse los estudiantes de arquitectura más inconformes con parte de la enseñanza que reciben es: ¿qué sentido tiene estudiar crítica de arquitectura si cuando proyectan no les hace falta, pues, por lo común, aquella no da respuestas claras a los problemas prácticos, sino que se contenta con restar importancia y vapulear a los arquitectos que no son de su agrado, o, por lo contrario, se limita a entronizar y cantar loas a los arquitectos que admira y venera? Estos estudiantes también llegan a pensar que sería conveniente que alguien elaborara una crítica justo como la que ellos imaginan, con soluciones prácticas, o que por lo menos esclareciera algunas de sus dudas teóricas; o bien, llegan a expresar su deseo de que la crítica de arquitectura, publicada en diarios y revistas, debiera dejar de entregarse a sus propios intereses y les tomase en cuenta en cuanto sus lectores y seguidores asiduos o esporádicos. La falta de tiempo o la ausencia de disciplina como investigadores les impide de momento emprender ellos mismos la tarea que proponen a otros. Sienten que dicha tarea está fuera de su alcance por carecer de bases sólidas en historia o en filosofía del arte, por no saber cómo redactar sus ideas, o simplemente por falta de confianza en sí mismos. La verdad es que al inicio de un estudio todo se ve cuesta arriba: hay mucho que leer, mucho que comprender, mucho que poner en claro, mucho que corroborar, etc., etc. Y las prisas o la impaciencia de un estudiante —inconforme o no— le hace preferir divertirse y dejar de pensar más allá de las necesidades inmediatas, más allá del plazo de entrega de un proyecto, o de cualquier otra carga académica asignada. Además, los estudiantes inconformes que rechazan toda enseñanza que tenga que ver con teoricismos y criticismos, toda enseñanza que no sea predominantemente experimental, práctica y efectiva —aquellos que dicen incluso que el mundo real no tiene nada que ver con los ideales, sino con las ganancias—, nos recuerdan ciertamente que vivimos en una sociedad capitalista; esto es, en una sociedad fundada en la competencia económica, que exige resultados contantes y sonantes al menor tiempo posible.

Cuando el estudiante de arquitectura egresa de la escuela no sólo se vuelve el arquitecto que puede ejercer una profesión, sino también el individuo que tiene que cumplir con su cuota en la producción, con su papel en la división social del trabajo. De manera que, como arquitecto e individuo productivo, intentará satisfacer sus propias expectativas y las expectativas de su familia, de sus amigos, de sus maestros, de la persona amada y, en general, del grupo social al que pertenece o con el que se identifica sin necesariamente pertenecer a él. En este intento, el arquitecto pocas veces podrá pensar en algo más que no sea la realización de sus metas económicas o sociales; dejará que otros piensen en teorías y utopías, o esperará a sentirse autorizado, esto es, respaldado por un cierto prestigio, para poder opinar y hasta publicar por escrito sus propias ideas; algunas veces podrá identificarse con los éxitos o con los fracasos de su generación, o incluso con los de otras generaciones de la historia reciente, que se hayan aglutinado en torno de un ideario o de una lucha social; o preferirá romper con toda tendencia generacional para proponer un nuevo principio, que, de paso, refuerce su posición como arquitecto afamado y el punto de vista que le ha llevado a ser lo que es —o cree ser— en la sociedad capitalista. Por lo general es el arquitecto que también ejerce como profesor universitario, no sólo como contratista, no sólo como proyectista, el que presta un poco más de atención al debate en el seno de la crítica de la arquitectura. Pero él también se enfrenta al problema económico: si no recibe un sueldo como investigador, tiene que contar con los medios de subsistencia asegurados, por lo menos en el nivel básico, antes de involucrarse en un trabajo crítico que parece no tener fin, que raramente da resultados inmediatos. Este determinismo económico, que lleva al arquitecto a buscar atajos para conciliar sus inquietudes personales con la imperiosa necesidad de mantener o mejorar su estatus social, en parte explica el esquematismo con que suele exponer sus estudios sobre la situación de la teoría y la práctica arquitectónica. En sus prisas, tiende a dar por sentado lo que en realidad debería verificar, poner en entredicho.

Estos rápidos esbozos de las circunstancias generales en las que el estudiante de arquitectura y el arquitecto en ejercicio se inician como críticos del campo de su actividad profesional, no estarían completos si no consideráramos los casos particulares en los que el estudiante y el arquitecto consiguen dedicar al estudio y la investigación mucho más tiempo y muchos más esfuerzos que los otros. Aunque se sabe de casos particulares en que el estudiante o el arquitecto actuaron como críticos tempranamente, también se sabe que mientras unos evolucionaron en línea recta, otros lo hicieron en zigzag, o con retrocesos y hasta etapas de estancamiento. Al hablar de una generalidad y de casos particulares se puede tener la impresión de que sólo pensamos en dos cosas distintas, en realidad pensamos en tres o más posibilidades. Así como por naturaleza o por intuición se puede comenzar a ser crítico de arquitectura desde los primeros años de la carrera profesional, así también se puede aprender a serlo más adelante por cuenta propia, o mediante cursos especializados de posgrado: maestría y doctorado. Eso significa que aquel estudiante o arquitecto que en un momento dado se rinde al determinismo económico, en otro posterior es capaz de vencerlo o de justificarlo de manera distinta. Podemos tener entonces tres o más líneas de desarrollo de un crítico: el que inicia por su cuenta y luego emprende estudios especializados sin que sean necesariamente académicos, el que lo hace por su cuenta pero pronto busca el apoyo de una institución, el que inicia directamente apoyado en el prestigio de una institución y luego hace obligados estudios curriculares de posgrado, y el que inicia apoyado sólo en su propio prestigio (en este caso no se ve obligado a realizar estudios de posgrado, si los hace será por motivos puramente técnicos o personales). De este esquema no hay que deducir equívocamente que queremos decir que el inicio temprano en la crítica de arquitectura es garantía de profundidad y rigor, o que la acumulación de diplomas o títulos es una certificación irrecusable de calidad y objetividad. En realidad muy pocas veces esto es verdad, en la crítica de arquitectura predomina la ambigüedad y la simulación lo mismo entre los críticos no académicos que en los académicos. El problema no sólo es el diletantismo, sino también el academicismo que se impone en el debate crítico como juez, jurado y parte.

El diletantismo y el academicismo suelen ser dos límites que constriñen al estudiante de arquitectura, inconforme o no, y al arquitecto en ejercicio, sea profesor universitario, constructor o proyectista, pues, para adelantarse al rechazo natural del estudiante y del arquitecto a las reglas rígidas, la academia da a entender, y hasta llega a establecer, que todo diletantismo es incompleto y vergonzante, mientras que todo academicismo lleva al mejor de los ejercicios profesionales. Aunque el diletante al que nos referimos es el que se interesa en la crítica de arquitectura como aficionado, no como profesional, es decir, que no ha cursado ni la carrera profesional de arquitectura, ni otras afines, como historia, sociología o filosofía, también es diletante o aficionado el estudiante de arquitectura o el arquitecto en ejercicio —y desde luego cualquier otro estudiante y cualquier otro profesional— que no domina, o que ni siquiera conoce, un tema del debate crítico y habla sobre él de manera completamente improvisada, sin fundamentos, confiando únicamente en el sentido eterno y universal que cree tienen los conceptos claves, esto es, confiando únicamente en su percepción personal de las cosas, en su verdad exclusiva. Es así como algunos arquitectos se han valido de su prestigio como constructores o diseñadores para, frente a una audiencia académica, que los premia o nombra miembros de número u honorarios, dar su opinión absolutamente arbitraria, improvisada o meramente personal, acerca de aspectos del debate crítico, a menudo sin reconocer que hablan en un plano puramente subjetivo. El mensaje que recibe el estudiante de arquitectura y el arquitecto en general es que no hace falta conocer a fondo los temas del debate crítico, que es más importante pertenecer a una élite y gozar de prestigio que pasar noches en vela estudiando a conciencia o seriamente cualquier asunto histórico, estético o crítico. En efecto, el diletantismo también está en la academia, aunque muchas veces se disfraza de experiencia y cientificidad. Pero no hay que perder de vista que el diletantismo en el estudiante de arquitectura y el arquitecto en ejercicio también se manifiesta como una abierta y sana oposición al academicismo, al puro cientificismo, al burdo diletantismo certificado. Y que, por esa relación que tiene con la independencia de sus pensamientos, su propia posición anti-académica les parece por un tiempo definitivamente inamovible, irrenunciable.

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