sábado, agosto 30, 2014

La crítica de arquitectura durante el proceso de diseño III/IV

POR MARIO ROSALDO



A diferencia de lo que sucedía todavía en los años setenta, cuando el estudiante de arquitectura era afortunado si iniciaba la carrera con una muy vaga idea de lo que era el diseño, en la actualidad este mismo estudiante de nuevo ingreso por lo común llega a la universidad o el politécnico con una idea bastante definida de lo que es el «diseñar», el «diseño» y el «proceso de diseño». Los medios de comunicación se han encargado, si no lo había hecho ya la educación previa, de mostrarle ejemplos claros de productos y procesos de producción en los que participan profesionales del diseño industrial. Ocasionalmente habrá podido ver también cómo trabaja un arquitecto o un artista plástico. Sin embargo, es muy probable que nada de esto le prepare con suficiencia para el encuentro que tendrá con el plan de estudios de la escuela, con los programas de proyectos del taller, laboratorio o módulo, con la evaluación periódica de los maestros y ciertamente con la dirección que siga el desarrollo de sus propias capacidades. El estudiante de arquitectura descubre de entrada que el proceso de diseño no es simple inventiva, creación o toma de decisiones, sino al mismo tiempo un constante cuestionamiento de la efectividad de las soluciones propuestas o de los métodos empleados. Y, desde luego, mucho trabajo manual, el que puede aligerar a veces con software, tecnología o trabajo de equipo. Parte de la evaluación es objetiva, pero también incluye apreciaciones meramente subjetivas o partidistas, ya porque los maestros no terminan de asimilar los ideales de los nuevos modelos educativos, ya porque prefieren imponer sutilmente sus puntos de vista. Aunque los métodos de diseño arquitectónico se han concebido para resolver problemas generales o específicos de forma y función, raras veces dan la oportunidad al estudiante de arquitectura de ir más allá de un mero planteamiento esquemático de las necesidades que han de satisfacerse. Una investigación de campo va a desvelar siempre problemas económicos o ambientales, los que por su gravedad exigen soluciones inmediatas y radicales que el arquitecto solo, o en unión de otros especialistas, no puede ofrecer por más que lo desee. En la escuela o en el gabinete, por medio de anteproyectos y modelos a escala —reales o virtuales—, se puede proponer y simular soluciones que en teoría atenuarían un poco los síntomas de estos problemas, pero la decisión final siempre será económica y política, no arquitectónica, no interdisciplinaria, ni transdisciplinaria. No obstante esto, la evaluación del proceso de diseño y el diseño en sí puede llegar a ser implacable: se cumplen o no se cumplen los objetivos del programa preestablecido, se aporta o no se aporta como arquitecto en la solución de aspectos técnicos o constructivos, etc., etc. En el campo de la arquitectura, como en cualquier otro campo profesional, se aspira a la mayor claridad en los procedimientos; pese a ello, domina la tendencia a privilegiar el esquematismo y las soluciones coyunturales económica y políticamente viables. Así, se adopta como bandera de lucha personal y colectiva el ejercicio de una arquitectura global, de una arquitectura sustentable o de una arquitectura incluyente, cada una de las cuales pretende señalar al arquitecto —joven o experimentado— un camino pragmático, realista y hasta científico.

Cualquiera pensaría que los estudiantes de arquitectura y los arquitectos en ejercicio han descubierto la fórmula de trabajo que les permite prescindir de toda clase de crítica, o que, fuera de una crítica muy general, no necesitan profundizar en los problemas que se plantean como propios de su área de competencia, de su campo de actividades profesionales, a saber, problemas «formales», «funcionales» y «constructivos», o «estéticos», «técnicos» y «metodológicos». Nos referimos a que, en relación con los proyectos de obra, en la escuela o en el gabinete, estudiante y arquitecto exponen puntos de vista que parecen no tener nada que ver ni con sus creencias religiosas, ni con sus convicciones políticas, esto es, que parecen responder única y exclusivamente a las necesidades de un programa, de una lista de requerimientos o a los resultados de varios días o semanas —y hasta meses— de trabajo de campo, de investigación empírica. Sin embargo, basta charlar con ellos para confirmar que esas creencias y esas convicciones existen en uno y otro. Es interesante enterarse y ver que, mientras un estudiante o un arquitecto intenta que su trabajo sea congruente con lo que él cree o defiende, otro considera que la arquitectura no es el medio adecuado por el cual creencias y convicciones deban realizarse. Para quien trata de armonizar sus principios religiosos, morales o políticos con el quehacer arquitectónico, sus apoyos naturales son, desde luego, la fuente misma de sus creencias y convicciones y la argumentación oral y escrita que formal e informalmente la acompaña. Para quien es indispensable separar la actividad profesional de la fe y los ideales éticos y políticos, el apoyo más importante es la realidad económica y el sentido común que sugiere adaptarse a ella en el menor tiempo posible, destinando la fe y esos ideales a la esfera privada o a los ámbitos comunitarios apropiados. En cualquiera de los dos casos encontramos al estudiante y al arquitecto orientados hacia la religión o la ciencia, hacia la política o el arte; asumiendo uno u otro de los extremos; vacilando entre uno u otro partido o intentando reconciliarlos, permaneciendo preferentemente en una posición neutral, o aspirando a nuevas soluciones en las que nadie habría pensado jamás. El estudiante y el arquitecto, como miembros de una sociedad estratificada, no sólo aprenden a separar la vida privada de la vida pública, sino también la vida creativa de la vida productiva: el trabajo intelectual del trabajo físico, o el trabajo del arquitecto del trabajo del político. Este estudiante y aquel arquitecto aceptan resignados la separación de las formas del conocimiento y de las actividades prácticas, otros en cambio realizan esfuerzos para volver a unir lo que ha sido socialmente separado.

Es normal que estudiante y arquitecto acepten trabajar de acuerdo a un programa preestablecido, lo mismo derivando formas arquitectónicas de formas geométricas y estructuras orgánicas que generándolas a partir de una pura intuición, un método matemático o de teorías arquitectónicas contemporáneas; pero esta normalidad no es una renuncia a la manera propia de ser y pensar del estudiante y del profesional de arquitectura. Por un tiempo es sólo un reto que consiste en resolver un problema bajo las condiciones de terceros. Como el constante cuestionamiento sobre la efectividad de las soluciones y de los métodos empleados no sólo les exige una autocrítica para mejorar los procedimientos seguidos durante las etapas del proyecto, sino al mismo tiempo una mayor objetividad en la percepción del problema que se les propone, pronto el juego creativo se vuelve un conflicto ético: ¿Se debe deslindar lo arquitectónico de lo social y ambiental, o se debe contribuir a superar de manera efectiva las crisis sociales y ambientales? Llegados a este punto el estudiante y el arquitecto replantean el problema y buscan las soluciones a su juicio más adecuadas. Esto implica una crítica superficial o profunda, rápida o detenida, de la práctica y la teoría arquitectónicas vigentes. Dependiendo de la información que manejen, estudiante y arquitecto pueden llegar a conclusiones provisionales o definitivas respecto a las corrientes arquitectónicas favorables a una u otra posición ética. En muchos casos, para ellos es más importante la influencia de la obra de arquitectos reconocidos y premiados en particular durante los últimos 20 años, la cual traduce u objetiva propuestas pragmáticas que si bien tampoco acaban con las crisis, supuestamente «hacen por lo menos algo» para paliarlas. En otros, se convencen de que la solución del problema comienza por desafiar la lógica que asegura que lo claro es lo ambiguo, que lo real es lo absurdo, que lo científico es lo retórico, o que más vale equivocarse a no hacer nada. Aunque normalmente la actividad de la escuela y el gabinete parece reducirse al dibujo de planos o a la elaboración de modelos y maquetas, en realidad el trabajo del estudiante y el arquitecto va más allá de la mera representación gráfica o plástica de sus proyectos o edificaciones. Es cierto que en el proceso de diseño ellos se someten a reglamentos, especificaciones, métodos y condiciones de trabajo, pero igualmente cierto es que ellos buscan al mismo tiempo mejorar todas estas determinantes legales, disposiciones técnicas y circunstancias laborales con aportaciones convincentes y razonables. El trabajo del estudiante y el profesional de arquitectura tampoco se reduce a la búsqueda sistemática de un adecuado balance entre la forma y la función, que se aprecie a simple vista tanto en los planos del proyecto como en la obra arquitectónica terminada, o que como mínimo pueda corroborarse verbal y gráficamente. Su trabajo también les lleva a participar —teórica o prácticamente— en la transformación del espacio habitable, del espacio económico; por eso mismo, pueden proponerse problemas que conciernen a las necesidades fundamentales del ser humano, y no limitarse tan sólo a cuestiones estéticas o constructivas, que si bien son importantes, no son suficientes. De hecho, la existencia o la falta de un compromiso con estas propuestas define los caminos que ha seguido hasta ahora la arquitectura contemporánea.

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