martes, marzo 23, 2010

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Segunda parte)

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN 25 DE JULIO DE 2013




Para convencer al público de estas ideas, Acevedo le invita a revivir el pasado para analizar, dice, «la relación que ha existido, entre el sistema de vida de la humanidad y el estilo de su arquitectura», y agrega: «pues siempre es bueno para la juventud empolvarse los talones recorriendo las agrietadas ruinas de civilizaciones que ya no existen»[1]. Esta relación habrá de mostrar que eso que traspasa el tiempo y determina lo mismo al hombre primitivo que a las más elevadas civilizaciones de la historia del Norte de África, del Oriente Medio y de Europa es una misma naturaleza —una naturaleza común o esencial— que se reconoce claramente en la necesidad de expresar los afectos, o el ser interno, del individuo y la colectividad en la cual aquél por lo general está inserto, o a la cual invariablemente pertenece.

Desde luego, es esta una visión idealista de la historia, una proyección de los ideales del conferencista sobre la realidad que nos describe. Pero, antes de considerar su relato como remotamente científico, es preciso verlo como premeditadamente lírico. Estemos de acuerdo o no con su visión de las cosas, con su elección de la vía lírica, esta es en sí la propuesta que nos trae su discurso; esta y no otra es la perspectiva que él enérgicamente delinea en su disertación. No es casualidad que el estilo de las conferencias de Acevedo evoque la lírica clásica; además de la pasión y la vehemencia que trata de transmitir, hay una clara intención de abandonar las formas positivistas y anquilosadas de la Academia[2]. Recordemos que Acevedo critica el academicismo por su mezcla indiscriminada de los estilos clásicos, por su falta de evolución hacia nuevas soluciones formales inspiradas en la parte afectiva del hombre, hacia un verdadero nuevo estilo acorde al presente que percibe el artista; acorde a la realidad fluyente o natural.

El realismo de Acevedo se manifiesta a lo largo de su conferencia, pero el punto de arranque es el origen clásico de los estilos; su metáfora sobre la conveniencia de que la juventud se empolve los talones caminando entre los restos materiales de la historia refuerza esta idea: se tiene que ir a ver y comprobar por propia cuenta aquello que ha sucedido. El medio por lo pronto es la elocuencia del narrador, es el diálogo entre el observador y la historia, es la dialéctica socrática en la que el público hace suya la palabra y la transforma en acción, en significado verdadero. Es decir, Acevedo no se queda en la vuelta romántica a la Antigüedad, sino que inmediatamente propone partir de lo existente o lo ya conocido, no rechazando de raíz el presente y el pasado, sino apremiando a su renovación a partir de lo fundamental, instigando a su continuo progreso conforme a la naturaleza común de hombres y civilizaciones que él mismo nos revela en este viaje por las edades del arte.

Acevedo emprende la tarea dibujando muy hábilmente la visión general y algunos detalles de los primeros refugios del hombre, destacando aquello que deberá apreciarse por encima de cualquier otro aspecto. De esta suerte, sus imágenes parecen brotar de la misma sustancia orgánica y telúrica de la que están formadas las pruebas palmarias de la arqueología y la antropología. En su rápido bosquejo de la prehistoria, Acevedo asegura que tanto el dueño de la caverna como el del palafito manifiestan su gusto por el lugar que habitan agregándole elementos que lo hacen inconfundible, que lo distinguen del resto: la piel que cuelga en la entrada de la cueva del cazador o las marcas de sílex del interior, que celebran sus hazañas, o las trenzas de hierbas correosas que el habitante lacustre teje en torno de los juncos de su alta choza, dice Acevedo, son símbolos que diferencian y dan identidad.

La tesis de Acevedo descansa en la idea de que el sustrato afectivo de los símbolos de hoy es el mismo de los símbolos de ayer, que la sensibilidad —acaso la vida afectiva— es el lazo indisoluble entre lo antiguo y lo moderno. El vigor o la fuerza del uso del símbolo en tan lejana edad del arte, que continúa teniendo efecto en el presente como sin lugar a dudas lo prueban, dice Acevedo, esos «dos bellos leones desmelenados y rugientes sobre los zoclos de mármol que acusan las escalinatas triunfales»[3] de nuestros días, sólo puede explicarse por esa naturaleza común, esa esencia o esa unicidad que caracteriza al espíritu humano, o por lo menos al artista de todas las épocas. Tal vez el hombre primitivo nos revela mejor y casi a flor de piel lo que parece intrincado o densamente oculto en el hombre moderno, a saber, sus afectos y su interioridad. En todo caso, lo que Acevedo sugiere es observar con atención esos símbolos con los que cada individuo se rodea, con los que cada uno se siente completamente a gusto.



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NOTAS:

[1] Acevedo, Jesús T.; Conferencias del Ateneo, UNAM, México 2000; p. 254.

[2] La importancia del estilo prosístico o literario entre los conferencistas del Ateneo también puede deducirse, por ejemplo, de los comentarios que José Vasconcelos hace en el apartado «El intelectual» de su libro Ulises Criollo. Véase la edición crítica del Fondo de Cultura Económico; México 2000; pp. 310-314.

[3] Acevedo, Jesús T.; op. cit., p. 255.

1 comentario:

  1. Elogio.Acessei Gracias por tu blog y realmente disfruté el material y artigos.Parabéns!
    Hermoso trabajo.

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