viernes, junio 29, 2012

La ciudad en la historia de Lewis Mumford (Quinta parte)*

POR MARIO ROSALDO


ESTUDIO DEL PRIMER CAPÍTULO

Mumford deja el Mesolítico y entra al Neolítico, donde tiene lugar, «hace posiblemente diez o doce mil años», lo que habría sido la segunda etapa del proceso de asentamiento, de regularidad alimenticia, de domesticación. Esta nueva etapa se caracterizaría, pues, por una práctica mucho más sistemática de lo que se había iniciado en el Mesolítico: la recolección y siembra de semillas, y la domesticación de plantas gramíneas. A Mumford le parece que ninguna de estas dos etapas de la revolución agrícola habría podido tener lugar entre «nómadas crónicos», porque, para hacerse una idea del ciclo completo del crecimiento de las plantas, y para poder reproducirlo después de manera efectiva, hacía falta tanto la permanencia prolongada en un mismo lugar como la incitación a imitar el proceso natural que se observaba.
 

«Tal vez —dice Mumford— el acontecimiento central de todo este desarrollo completo fue la domesticación del hombre mismo, en sí una evidencia del creciente interés en la sexualidad y la reproducción»[1]. Y, en la primera oportunidad, alude a su esquema, a su visión espiritual del hombre, al recordar la sugerencia de Hocart de que la domesticación y el uso de abonos hubieran podido originarse en los ritos de la fertilidad y las ofrendas mágicas, esto es, en esa preocupación de nuestros ancestros paleolíticos por lo espiritual y lo subconsciente, de la que Mumford ya nos habló. «En todo caso, —resalta Mumford, por si la sugerencia de Hocart no es convincente— la domesticación general fue el producto final de un creciente interés en la sexualidad y la reproducción; y vino acompañada de un papel más amplio para la mujer en todas las áreas»[2]. 

Nótese que el «tal vez» de la cita anterior no es una duda acerca de la evidencia que Mumford ve en la domesticación del hombre en sí misma; ese «tal vez» sólo se refiere al carácter «central» del acontecimiento dentro del desarrollo histórico de la revolución agrícola, es decir, tal acontecimiento pudo ser central o no en dicho desarrollo. Lo que Mumford sí afirma, y de lo que sí está completamente seguro, es que esa domesticación por sí misma, por su sola existencia histórica, prueba que hubo en el Mesolítico y, por supuesto, en el Neolítico, ese creciente interés, no sólo en la reproducción, sino también en la sexualidad, en las prácticas eróticas que, a la larga, se harían costumbres. Le basta que exista una hipótesis para construir sobre ella el mundo que él se imagina:

«Lo que se llama la revolución agrícola fue precedida, muy posiblemente, por una revolución sexual, un cambio que dio predominio, no al varón cazador, ágil, ligero de pie, dispuesto a matar, despiadado por inclinación natural, sino a la hembra más pasiva, atada a sus hijos, limitada en su movimiento por el paso del niño...»[3]. 

La verdad es que ese «muy posiblemente» se pierde con el pretérito indefinido que lo enmarca. La lógica de Mumford es la siguiente: Aquello «fue», y muy posiblemente «fue», así que «dio» como consecuencia lo que Mumford entiende como la domesticación del hombre mesolítico y el hombre neolítico. La hipótesis de nuestro historiador y urbanista, por su mera posibilidad, por su simple planteamiento verbal, se convierte en realidad demostrada por la vía de la retórica. El material empírico sólo sirve, no de base, sino de justificación aparente para sus especulaciones. De modo que, aunque por cuestiones de protocolo, Mumford se ve obligado a admitir que se trata únicamente de una posibilidad, en el fondo él la toma por un hecho probado, pues apela a su imaginación, que, conforme a su enfoque, es el vehículo al mundo espiritual o psicológico de nuestros ancestros. 

A partir de esta demostración retórica, Mumford se propone seguir el protocolo de la demostración física o empírica. Para ello, despliega un discurso que deberá convencernos finalmente de que todo lo producido por los pueblos del Neolítico, en la segunda etapa de la revolución agrícola, prueba este predominio de la mujer sobre el hombre. El esquema es el siguiente: El hombre del Paleolítico, espiritual, deja su lugar al hombre del Mesolítico, más material, pero éste, a su vez, cede su lugar a la mujer del Neolítico, que combina lo afectivo y lo productivo. En opinión de Mumford: «Con la gran ampliación de la provisión de alimentos, que resultó de la domesticación acumulada de plantas y animales, se estableció el lugar central de la mujer en la economía»[4]. 

Según Mumford, la mujer manejó la azada, se encargó de los cultivos del huerto, y «consumó esas obras maestras de selección y fecundación cruzada que convirtieron las especies silvestres y puras en variedades domésticas prolíficas y sumamente nutritivas». Asimismo, asegura, fue ella la que tejió los primeros cestos y torneó las primeras ollas de barro. Es más, afirma Mumford, fue suya la creación formal de la aldea, pues ésta «era un nido colectivo para el cuidado y la alimentación de los jóvenes»[5]. Mumford sostiene que fue gracias a la vida de la aldea, es decir, a los trabajos agrícolas y domésticos realizados para cuidar y alimentar a los jóvenes, que se obtuvo el excedente de alimentos y de mano de obra que hizo posible la siguiente etapa, la vida urbana, la revolución urbana. 

En apoyo de su hipótesis especulativa, Mumford nos refiere al psicoanálisis, el cual —en su opinión— habría descubierto, si bien tardíamente, los significados simbólicos que subyacen a las «estructuras físicas» o «expresiones estructurales» de la aldea: «Seguridad, receptividad, encierro, nutrición»[6]. Estas funciones pertenecen a la mujer, comenta Mumford, convencido de su demostración, y da una lista de diferentes objetos y formas que probarían cómo las funciones propias de la mujer pasan de la aldea a la ciudad. Todo es, dice, una forma acentuada de la mujer: la casa, la aldea, la ciudad. Argumentando contra los escépticos, aclara Mumford:

«Si esta parece una extravagante conjetura psicoanalítica, los antiguos egipcios están dispuestos a garantizar la identificación. En los jeroglíficos egipcios, 'casa' o 'ciudad' pueden simbolizar 'madre', como confirmando la similaridad de la función alimentadora individual y colectiva. En este mismo sentido, las estructuras más primitivas —casas, habitaciones, tumbas— normalmente son redondas, como el cuenco original descrito en el mito griego, el cual fue moldeado a imitación del seno de Afrodita»[7]. 




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NOTAS: 

[1] Mumford, Lewis; The City in History, Pelican Book; London, 1979; p. 20. Las traducciones de todas las citas son nuestras. 

[2] Ibíd. 

[3] Ibíd. 

[4] Op., cit.; p. 21. 

[5] Ibíd. 

[6] Ibíd. 

[7] Op., cit.; p. 21. 



 *Texto basado en nuestras notas escritas durante el mes de diciembre de 2006

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