martes, mayo 07, 2013

Comentarios a Hechos memorables socráticos de Johann Georg Hamann*

POR MARIO ROSALDO



Hicimos el trabajo de traducción de este escrito de Hamann en el 2008, como parte de nuestro estudio en torno de los Antecedentes del debate crítico contemporáneo, la serie de artículos que hemos publicado en este blog. Todavía no sabemos cuando podremos retomar dicha serie, pues estamos dedicados a otros casos de estudio. Publicamos ahora este fragmento de nuestros comentarios sobre la traducción del escrito de Hamann un poco para mostrar nuestro método de trabajo, pero también para compartir algunas ideas con nuestro amigo «el filósofo de Córdoba».


HECHOS MEMORABLES SOCRÁTICOS
para el aburrimiento del público reunido con un amante del aburrimiento
con un doble mensaje a Niemand y a Zween
Amsterdam, 1759

PRIMERA SECCIÓN

«Sócrates no en vano había tenido por padres a un escultor y una comadrona. Su instrucción en todo tiempo ha sido comparada con el arte de las parteras. Todavía distrae a uno retomar esta ocurrencia, sin que haya que hacer brotar, lo mismo que una semilla, una verdad fecunda. Esta frase no sólo es tropical, sino también una conjunción de ideas excelentes, las que hacen falta en el manual del maestro para educar la inteligencia. Así como el hombre ha sido creado conforme a la imagen de Dios, así el cuerpo parece ser una figura o una imagen del alma. Si se nos oculta la osamenta, es porque fuimos hechos a escondidas, porque nos formamos en el fondo de la tierra; ¿cuánto más se harán a escondidas nuestras ideas y podrán tratarse como miembros de nuestra inteligencia? Que les llame miembros de la inteligencia no impide que cada idea se examine por separado según su origen. Conque, Sócrates era suficientemente humilde como para diferenciar su sabiduría escolar del arte de una mujer anciana, que solamente acude a ayudar al parto y asiste a la mujer y al fruto maduro»[1].


COMENTARIOS A HECHOS MEMORABLES SOCRÁTICOS DE JOHANN GEORG HAMANN - FRAGMENTO

La impresión general de esta primera sección es que Hamann ni se encierra en el punto de vista religioso, ni expulsa a Dios para ejercer un análisis. Más bien, a cada paso, Hamann entreteje su creencia en Dios con la tarea heroica del filósofo a quien le es dado estudiar la historia y la propia filosofía. No hay en efecto esa separación respetuosa entre la creencia y la reflexión que fue esbozando el racionalismo de Descartes a Hume, y sus sucesores, y mucho menos la separación violenta y tajante de los enemigos acérrimos de la religión o del irracionalismo.

Hamann ve en la Antigüedad no un fin, sino un medio, o, más exactamente, un instrumento, como podrían serlo las lentes que utilizamos para trabajos que exigen una visión mucha más aguda, mucho más precisa. Estas herramientas y estas obras de la Antigüedad han llegado a nosotros sólo en la medida de lo necesario, sólo en la medida que Dios lo permite, pues no cae un ave o una hoja sin su participación. Al parecer, Hamann se cuida de no personalizar demasiado a Dios; no habla, por ejemplo, de su voluntad, ni habla en lugar suyo. Hamann nos habla de Dios desde su punto de vista, desde una visión externa a Dios, desde una visión humana. Y ya que las cosas no se explican sin la existencia de Dios, ellas están ahí para ser aprovechadas; así es como se justifica que estudiemos la Antigüedad y utilicemos sus obras como esas lentes para ensartar agujas.

En pleno siglo de la ciencia mecánica, Hamann confiesa sus dudas de que la historia pueda ser algo más que una mera mitología, o que la naturaleza pueda revelar sus secretos por medio de los experimentos. Sólo podemos arar en ella, dice Hamann, con ayuda de nuestra mente; esto equivale a decir que sólo podemos llegar a los enigmas de la naturaleza subjetivamente, a través de la intuición o de la especulación. En consonancia con esta percepción, Hamann declara que no aspira a ser historiógrafo de Sócrates, aunque nada dice del estudio de la naturaleza personal socrática.

Nos parece que de entrada Hamann renuncia a todo conocimiento. Sólo aspira a relatar los hechos o momentos destacados de la vida de Sócrates. Pero. ¿cómo se puede hacer esto si no existen más que dos fuentes reconocidas relacionadas con el pensamiento socrático, y no tanto sobre su vida personal? Existen, se sabe, otras fuentes posteriores a Platón y Jenofonte, pero sólo podríamos considerarlas como muestras de ingenio, y de ganas de ir más allá de las limitaciones.

Podríamos ver el trabajo de Hamann de este mismo modo, como un esfuerzo creativo que intenta dar nuevas formas a las ideas conocidas acerca de Sócrates, si no es porque él mismo se anticipa y nos dice que no quiere escribir la vida de Sócrates, que no quiere ser ingenioso en este sentido. Prefiere tomar una fuente insospechada: Simón, un amigo de Sócrates, quien habría sido el primero en poner por escrito los famosos diálogos. Este hombre no era un filósofo, era un curtidor (probablemente de pieles, como el oficio que menciona Jenofonte en su Apología a Sócrates). Es decir, era un hombre práctico. Acaso por este carácter práctico haya decidido tomar nota de los diálogos o coloquios del filósofo.

No es Simón el que asiste a los coloquios de Sócrates, es éste quien lo visita. ¿Por qué entonces es Simón el primero en reunir tales diálogos? ¿Se refiere Hamann acaso sólo a los diálogos entre Simón y Sócrates? Esta debe ser una broma de Hamann, pues Simón es nombre hebreo que significa «el que escucha». Hamann le hace pasar por griego y, además, por confidente de Sócrates. Es interesante también la relación que se puede establecer entre este supuesto amigo de Sócrates y aquella situación que refiere Jenofonte respecto al hijo que quiere ser curtidor de pieles. Ahora bien, pese a esta referencia de Simón en cuanto fuente insospechada, Hamann no dice explícitamente que existan tales primeras transcripciones de los diálogos. Cuando exclama que no comprende tan bien a Sócrates como Simón el curtidor, Hamann puede estar lo mismo suponiendo esa mejor comprensión de Simón a Sócrates que refiriéndose efectivamente a anotaciones existentes.

No es menos interesante ese enfrentamiento entre un artesano y un filósofo, que ha tenido por padre a un artista escultor y a una madre partera. Todo lleva a pensar que Hamann quiere resaltar uno a uno los aspectos prácticos de la vida del filósofo que serían, a fin de cuentas, los que determinarían tanto su carácter como su método filosófico. Pese a que en Grecia la oratoria y la escritura eran muy apreciadas por sus efectos prácticos o inmediatos, Sócrates no parecía estar convencido de la superioridad de esta última sobre el diálogo. Y cualquiera podría estar hoy de acuerdo en que resulta más práctico dialogar que poner las ideas por escrito. Sin embargo, Hamann da un giro a esta idea de lo práctico y con tono de broma piensa que para tan ardua labor queda bien un artesano, un curtidor.

Si buscamos en toda la primera sección del trabajo de Hamann, no encontraremos ninguna referencia a los diálogos de Simón, sino una mezcla de reflexiones de Hamann con lo que ya se decía de Sócrates. Se tiene la impresión de que Hamann ha decidido enfrentar los lugares comunes que aparecen en la crítica a Sócrates. Los datos sobre el padre y la madre no pueden provenir de los diálogos de Simón, pues entonces serían una biografía. La comprensión de Simón, que Hamann menciona, es acerca del pensamiento socrático, no de la vida de Sócrates, mucho menos de los móviles psicológicos del mismo. El artesano no hace una crítica, sólo se contenta con tomar nota de los diálogos o coloquios.

Pero puntualicemos, vayamos párrafo por párrafo. En el primero de ellos Hamann parece poner el énfasis justamente en la superioridad del trabajo dador de vida, el trabajo de la partera, sea la madre de Sócrates, sea cualquier otra comadrona. Ante este tipo de trabajo, Sócrates —dice Hamann— reconocía que su sabiduría no era nada. Acaso Hamann señala que este es el origen de la humildad de Sócrates al decir que nada sabe. Otra idea que refuerza este énfasis sobre la parte vital de la creatividad es aquélla de que el alma sustenta el cuerpo como los huesos sustentan la piel. El cuerpo es un apéndice del alma, de la inteligencia, o por lo menos es lo visible, lo terreno.

Hamann se pregunta por la posibilidad de exteriorizar nuestras ideas, de tratarlas como miembros de nuestra inteligencia. Esto es tal vez una queja contra el despotismo y el dogmatismo de la época, pero sin duda también es una alusión a la condena que sufriera Sócrates por enseñar sus ideas. Parece inconcebible hablar de inteligencia sin ideas, o que se tenga que decir que las ideas son parte fundamental de la inteligencia, pero hay que recordar que la vía mística e intuitiva podía separar inteligencia de ideas (conceptos).

No podemos apreciar aquí en este primer párrafo si Hamann hace indisolubles la inteligencia y las ideas, o si en realidad nos está diciendo que éstas se someten a aquélla porque son su extensión, su apéndice, aun cuando se las pueda examinar por separado. Los miembros son eso: extensiones, apéndices. Y si seguimos la lógica de las analogías que Hamann nos da del alma y del cuerpo, o de Dios y del hombre, entonces la inteligencia es superior a sus miembros.

Supongamos que este es el enfoque de Hamann. Tenemos que pensar entonces que, aunque él establece una necesaria relación entre lo determinante y lo determinado, entre lo oculto y lo visible, entre lo material y lo espiritual, también reconoce una superioridad de origen primordial, si no es que divino. Tenemos que comprender por tanto que, si bien las ideas también son materiales porque se transmiten, o al menos pueden transmitirse, en forma objetivada (el habla y la escritura), o porque pueden permanecer ocultas circulando en nuestra memoria, tales ideas derivan siempre de la inteligencia, como el cuerpo deriva siempre del alma, o el hombre deriva siempre de Dios[2].

La importancia de poder comprobar lo anterior, si Hamann piensa en una relación materia-espíritu en la que ambas partes coexisten en un equilibrio indisoluble, en la cual sin embargo rige el espíritu, consiste en que esta analogía podría ayudarnos a establecer una línea constante desde el joven hasta el viejo Hamann. Es decir, podríamos defender la tesis de que Hamann nunca fue dialéctico, nunca mantuvo una contradicción para resolverla en una nueva síntesis; defenderíamos que Hamann, aun aceptando la inseparabilidad de la materia y el espíritu, su unidad primigenia, veía en el espíritu la verdadera y única esencia o realidad.

La analogía es bastante clara: el cuerpo, la materia, es una prolongación del alma, de la inteligencia, del espíritu. La diferencia entre esta analogía del joven y aquélla del viejo Hamann, la del árbol de dos raíces, es que la idea misma del árbol nos da una imagen completa, orgánica. Esto es, hay una evolución en la analogía, pues esta última no pone en desventaja lo terreno respecto a lo espiritual. El árbol es la confluencia del cielo y la tierra, es su producto. El árbol forma parte del universo porque nace en él; no se le opone sino que lo resume y representa. Podríamos decir además que, aunque las raíces en el cielo y en la tierra sugieren casi por definición la superioridad de lo metafísico, el producto de esta confluencia no muestra visiblemente las diferencias, pues ambas permanecen ocultas. Es el filósofo quien nos las revela.

Hamann pondera el trabajo del artista y la comadrona por ser trabajos creativos. El escultor genera arte y la comadrona asiste en el nacimiento de una nueva vida. Sócrates puede emular el arte de su padre, pero ante el arte de su madre ha de mostrarse muy humilde. Ni el pensamiento ni la palabra generan vida, ese es un poder divino que solamente una partera puede ayudar a realizar. La partera es instrumento de Dios para dar vida. El artista lo es para transformar la madera, la piedra o el metal, objetos normalmente muertos, inertes.

Es decir, no los pondera por ser trabajos físicos o prácticos, sino por ser trabajos relacionados con el poder divino de la creación. De ahí que Sócrates se muestre tan humilde. Separemos el tema de Sócrates, pues más que establecer la verdad de su vida, nos interesa el pensamiento de Hamann. Este Sócrates de Hamann se muestra humilde ante el majestuoso poder divino, como el propio Hamann. Trabajo y poder divino, que hace del hombre y la mujer su instrumento, son esa misma unidad orgánica que el viejo Hamann bosqueja en su atinada imagen del árbol de dos raíces. El trabajo siempre es físico, parece decir Hamann, pero también siempre es divino. El padre transforma la materia y la madre asiste en el momento del nacimiento, en el momento en que el cielo y la tierra aparecen bajo la forma de una nueva semilla, o, mejor, de un nuevo fruto.

Por tanto, lo que parece decir Hamann en este primer párrafo es que Sócrates no enseñaba como si empleara el arte de las parteras, pues sabía cuán humilde era su trabajo comparado con el de aquéllas. Por lo demás, Sócrates no daba vida, sino ideas.

En el segundo párrafo, Hamann afirma rotundamente que Sócrates imitaba a su padre, cuyo trabajo era tan humilde como el de un filósofo. Pero veamos con detenimiento este segundo párrafo. Hamann comienza diciendo que la inercia y el orgullo son opuestos que engendran la ignorancia, de la cual surgen a su vez los errores y los prejuicios, así como todas sus pasiones hermanas. Este orgullo, dice, se origina en la voluntad, la que supone con base a observaciones y fenómenos. ¿No es este un esbozo de la teoría del conocimiento de Hamann? A la inercia se opone el orgullo, que sólo se funda en la suposición de la voluntad. Y esta oposición de fuerzas no lleva al conocimiento, sino a la ignorancia. Si el escultor representa esa fuerza del orgullo, entonces debemos tomar la madera como la fuerza de la inercia. El árbol crece por inercia, no por voluntad, no por suposiciones.

Al decir Hamann que Sócrates imita a su padre, no sólo dice que no procede en la filosofía como su madre, según el arte de las parteras, sino que dice además que el artista y el filósofo son orgullo y voluntad que extrae la forma de la materia, siendo incapaces de darle vida. Este choque de las fuerzas no lleva dialécticamente al conocimiento, sino a la ignorancia, a los errores y a los prejuicios, pues la inercia es dominada por esa voluntad orgullosa, que no conoce nada de los fenómenos y sólo supone con base a las observaciones de los mismos. Por tanto, esta imitación del padre, que ha sido elegida aparentemente por humildad, resulta ser destructiva: no sabía sacar nada de la madera excepto astillas. Al menos esta es la acusación que Hamann suscribe.

La suscripción, sin embargo, no es total; de hecho sólo reconoce que aquellos grandes hombres tenían mucha razón, no dice que tenían toda la razón. Por eso el siguiente párrafo trata a Sócrates de un escultor que no era mediocre. Pero veamos bien. Aquí hay dos conjeturas de Hamann. La primera es que Sócrates hereda el trabajo de su padre, como era acostumbrado en aquella época en Grecia, y la segunda, que si no había sido un gran escultor, al menos no habría sido malo ni mediocre. Hamann acepta que no es descabellado pensar que Sócrates haya sido escultor como su padre, por lo menos hasta cierta edad.

(...)




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NOTAS:


[1] Hamann, Johann Georg; Sokratische Denkwürdichkeiten; Erster Abschnitt; en Hamann's Schriften, Zweiter Theil; G. Reimer Editor; Berlin, 1821; pp. 21-22. Traducción nuestra.

[2] Donde Hamann dice «parece ser», nosotros tendríamos que entender «es».



*Traducción y texto tomados de nuestro Cuaderno 2008(7); fechados, la primera el 21 de septiembre, y el segundo el 25 y el 26 de septiembre de 2008.

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