viernes, julio 31, 2009

Dos monólogos no hacen un diálogo

POR MARIO ROSALDO




«… ¿quién llama conversación a dos monólogos?»[1]



Esta idea atribuida a Schiller nos sirve para introducir el tema de la supuesta necesidad de un diálogo y un debate crítico que disolverían nuestras divergencias en lo tocante al arte o la arquitectura en específico, y a la convivencia humana en general. Hablar de un diálogo «honesto» o un diálogo «profundo» no hace que el diálogo mismo sea garantía de nada. El diálogo no es un filtro que separa de antemano a los ortodoxos de los heterodoxos, o a los nihilistas de los eclécticos. El dialogo hay que construirlo gradualmente y cada vez que nos hace falta; no es un hecho acabado que permanece en pie después de su realización. Los famosos diálogos de Platón sirvieron por mucho tiempo de modelo filosófico y científico, y, aunque sigan siendo objeto de admiración y de estudio, su conservación por escrito ya no determina ni el método de indagación ni el concepto del conocimiento que tenemos hoy día. Y lo mismo sucede con todos aquellos métodos modernos donde el diálogo ocupa el lugar central, más que diálogos generadores de conocimiento objetivo son métodos que se ciñen a los propósitos específicos de la educación o la política: son instrumentos de control. Una vez que el método se convierte en una técnica omnímoda deja de ser esa posibilidad de expresión libre y espontánea que actualmente se busca con tanta insistencia. No es que no sea necesaria una técnica o un método para dialogar, sino que todo diálogo que se somete a una técnica que se presenta como el vehículo mesiánico de salvación se vuelve una verdadera manipulación, donde la «toma de conciencia» no es más que un lavado de cerebro. Es preferible que cada interlocutor tenga su propia técnica a que se vea obligado a aceptar una técnica supuestamente universal. No se puede invitar a un diálogo imponiendo de entrada condiciones y restricciones. No se puede exigir que todo diálogo sea siempre un ensayo contra el «dogmatismo»; estigmatizar con este calificativo a los defensores de las ideas opuestas a las nuestras es simplemente actuar por prejuicios. El diálogo no sólo sirve para intercambiar inocuamente ideas, sino también para deslindarse de los otros puntos de vista: para tomar partido a favor, o en contra, de una o varias tesis. En este sentido, el diálogo es un proceso a través del cual descubrimos las posiciones dogmáticas o conciliadoras, ortodoxas o heterodoxas, de nuestros interlocutores, y no sólo eso, también nuestras propias contradicciones o incongruencias. El diálogo es una buena oportunidad para reflexionar y confrontar ideas.

Es obvio que quienes dialogan son los que tienen algo que decir o refutar. Alguien que no tiene ni idea de qué hablar, o de qué tema tratar, simplemente observa o se aburre y se va. Pero están también los que pudiendo decir muchas cosas, y algunas muy inteligentes, prefieren dialogar sólo consigo mismos. Pudiera pensarse que todo aquél que dialoga con otros «iguales» o «diferentes» a él, es alguien que ya realiza ese diálogo consigo mismo. Pero no siempre es así. Para algunas personas resulta más fácil hablar con otros, extraños o familiares, que hablarse a sí mismas. Ni siquiera los tímidos son siempre gente introspectiva. La falta de decisión o de participación en la vida activa no hace que los retraídos y melancólicos se vuelquen conscientemente en el estudio de sí mismos. Prefieren soñar que realizan las acciones del mundo exterior, las hazañas de sus héroes, a enfrentarse al abismo del Yo. Tenemos, así, que la contraparte del diálogo externo es el monólogo, pues es un ensimismamiento que suele llevarnos al silencio. No obstante su contraposición a la comunicación, si vemos el monólogo más como un diálogo con uno mismo que como esa interrupción o frustración de la conversación entre dos o más interlocutores, puede sostenerse que aquél —por muy incipiente que sea— tiene un papel relevante en la formulación de ideas que solemos considerar «propias». Además, este monólogo o diálogo interior también puede exteriorizarse para uno mismo si se escriben las ideas o si las grabamos de algún modo. Pero hace falta una detenida reflexión y una valiente autocrítica para que la objetivación del pensamiento, del diálogo interior, nos permita abrir poco a poco la posibilidad de un diálogo exterior, de un interés por confrontar nuestras ideas con los otros. Quien se mantiene solamente rumiando las ideas en una suerte de malabarismo mental, o bien se ve forzado a cerrarse a todo diálogo con el exterior, o bien va a todas partes cargando su monólogo a cuestas. La diferencia entre quien quiere confrontar sus ideas con los demás y quien sólo quiere imponer su gastado monólogo es que el primero comparte sus hallazgos mientras que el segundo busca el reconocimiento que él mismo no puede hallar dentro de sí. En el debate actual es muy común hallar gente atrapada en sus monólogos, o en la sobrevaloración de sus propias ideas objetivadas; esta gente cree estar para enseñar, no para aprender. Por eso es que es muy oportuno recordar a Schiller y decir con él que dos monólogos no hacen una conversación, aclarando que sin un monólogo constante —el diálogo con uno mismo— tampoco hay ninguna base objetiva de reflexión y autocrítica que posibilite el deseado intercambio de ideas. A un debate o diálogo se va a compartir lo que hemos descubierto por medio de nuestro estudio, de nuestro ensimismamiento, de nuestro diálogo interior, pero ese monólogo se queda en casa, en la mesa de trabajo. De otra manera, no sólo bloqueamos la comunicación con los interlocutores, sino también con nosotros mismos; reducimos nuestras posibilidades de aprendizaje.




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NOTAS:



[1] Goethe y Schiller en Xenien: 66. Das philosophische Gespräch. Einer, das höret man wohl, spricht nach dem andern. Doch keiner/Mit der andern; wer nennt zwei Monologe Gespräch? Citado por Adam Schaff en Introducción a la semántica; Fondo de Cultura Económica; México, 1974; p. 249.

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