viernes, agosto 28, 2009

Del diálogo consigo mismo

POR MARIO ROSALDO



No hace falta saber si nacemos con las ideas, si las aprendemos en el transcurso de nuestras vidas, o si suceden las dos cosas juntamente, para poder emprender un estudio de las ideas que caracterizan nuestro pensamiento. Se necesita más bien ganas de querer hacerlo y sobre todo mucha decisión para poner manos a la obra. Eso nos dice ya que lo práctico debe contrabalancear siempre lo teórico. Y la primera acción es fijar nuestro pensamiento de tal forma que podamos estudiarlo como cuando se estudia un modelo, esto es, a partir de su relación con la realidad. Hablar, escribir, dibujar o crear formas plásticas son los modos más a mano con los que contamos para llevar a cabo este trabajo de concreción o representación de nuestras ideas. Podemos combinar las diferentes opciones o elegir preferentemente una, o incluso buscar nuevas, lo importante es que estas acciones se traduzcan en hechos palpables que nosotros y los demás podamos someter a crítica. El papel de la crítica en el diálogo es de primer orden, pues si éste es la búsqueda del conocimiento a través de la palabra o de los conceptos, es decir, de las relaciones que éstos tienen con la realidad, aquélla es el discernimiento que nos permite establecer las diferencias, los contrastes o las contradicciones entre estas relaciones. El tipo de crítica que elijamos, si objetiva o subjetiva, dependerá de nuestra actitud ante la vida, de si nos interesa comprenderla científicamente o si, por el contrario, nos interesa su estudio metafísico. Para el primer caso, y este es el único caso que trataremos aquí, la crítica que debe interesarnos es aquella que separa lo real de lo ilusorio, pues queremos hallar el ser interior real que hay en nosotros, no sus aspectos aparentes o ficticios. En esta posición, se entiende que entrar en comunicación con uno mismo es precisamente entrar en contacto con lo tangible, lo concreto y real que somos en cuanto individuos miembros de una colectividad. La crítica objetiva no aspira a descubrir las «esencias» de las cosas ni a transformar la realidad con la supuesta magia definitoria de las palabras secretas o inéditas. Esta crítica, porque nace del trabajo práctico del hombre, sólo puede separar lo que es material y positivo de lo que no lo es. Cierto es que la crítica objetiva moderna reconoce la existencia histórica de una corriente de pensamiento irracional que se bate —no precisamente en retirada— frente al racionalismo y el empirismo liberales contemporáneos, pero aquélla no explica dicha existencia por las creencias irracionales mismas, sino por la vida material de la que han surgido.

Ahora bien, ya puestos a criticar nuestro pensamiento para llegar a la realidad que lo origina, lo más evidente será reconocer la complejidad que lo conforma, o tal vez la simplicidad con la que se nos presenta. Advertidos de que enfrentamos reflejos ilusorios que nos ocultan la realidad, podemos comenzar por considerar estas dos apariencias de nuestro pensamiento como meras impresiones que han de ser corroboradas a través de su estudio directo. Por ejemplo, es común que las contradicciones revelen una indecisión respecto al punto de vista desde el cual tratamos un tema, o que nuestros enunciados orales o escritos sean lógicamente incongruentes. La indecisión y la incongruencia generalmente se deben a la falta de una base de conocimiento sobre la cual apoyar nuestras elecciones y nuestras reflexiones, se superan, por tanto, mediante la investigación crítica de los aspectos conocidos —recuérdese que nada hay que dar por cierto sin una confrontación con la realidad— y desconocidos del tema en cuestión, así como de las teorías y los métodos mismos con los que llevamos a cabo la tarea. El estudio del método científico en la investigación y de la lógica en la construcción de enunciados, como el estudio de cualquier otro campo del conocimiento, a primera vista parece desviarnos de nuestro objetivo inmediato, pero la realidad es que sin un dominio mínimo de estos instrumentos cualquier intento de indagación se vuelve una pesadilla interminable y una verdadera pérdida de tiempo. No dejemos, entonces, que la sola mención del debate teórico nos desaliente. Para estar en posibilidad de elegir rápidamente una opción, empecemos por buscar la teoría que explica con mayor precisión la realidad. Tal vez no nos convenza ninguna, o sólo una en parte, o una mezcla de dos o tres de ellas, lo importante es que podamos hacernos de una base de estudio, por muy provisional que ésta sea. Después de todo, en la ciencia, la teoría y el método están sometidos constantemente a la revisión y a la corrección de sus procedimientos y fundamentos, sin que se conciba a ninguno de los dos como irremplazables. Pero, aunque sean considerados incompletos o imperfectos en su explicación de la realidad, ni la teoría ni el método se desechan en tanto no se encuentren sustitutos que los superen completamente. Por ello es que la elección arbitraria o provisional que hagamos al principio, tarde o temprano nos devolverá al debate y al estudio de las teorías y los métodos que lo componen, pues con cada avance necesitaremos elegir algo mejor o algo más comprensivo. En otras palabras, debemos estar conscientes de que en nuestro estudio de la realidad procedemos por tanteos o aproximaciones. No hay un camino absolutamente seguro que nos lleve a la verdad. Los resultados que encontremos nunca serán una respuesta definitiva y última. Y no puede ser de otra manera porque la realidad siempre está cambiando, siempre se transforma.

En efecto, dialogar con nosotros mismos es reconocer esos cambios que nos van definiendo como personas. La impaciencia hace olvidar que no se llega a la juventud, o a la adultez, de la noche a la mañana, sino que se atraviesa todo un proceso físico e intelectual que se manifiesta más como una crisis que como un equilibrio. El diálogo con nosotros mismos, por tanto, no es una empresa que se realiza de un día a otro, es necesariamente un proceso abierto como nuestro aprendizaje, como nuestro crecimiento, como nuestra propia existencia. De lo anterior no debemos deducir equivocadamente que es imposible establecer objetivos a corto y mediano plazo, lo que hemos de pensar más bien es que la organización de dichos objetivos ha de sujetarse a la transformación de nuestra propia realidad y al proceso de conocimiento que se deriva de ella. Es común que el estudiante o el trabajador justifiquen su desinterés por el diálogo interior como una falta de tiempo. Y quién va a pensar lo contrario si cuando somos estudiantes o nos desempeñamos como trabajadores estamos sujetos a pesados horarios, estamos obligados a llevar a cabo sinnúmero de trabajos y tareas, y se nos evalúa constantemente el rendimiento. Pero, precisamente, de eso se trata el dialogar, de romper con la rutina, de superar los obstáculos que impiden que cada uno se ponga en contacto consigo mismo y, en consecuencia, con los otros. Además, aunque no se acepte, se entiende que en el trabajo del obrero o del ejecutivo no haya mucho tiempo para meditar las cosas en su total profundidad, que haya de tomarse decisiones rápidas o que haya de tenerse resultados en el menor tiempo posible; ahí el objetivo es la producción costeable en determinado tiempo y bajo determinada inversión. Pero, en la escuela, donde la meta principal es descubrir el mundo y la ciencia, esa prisa es absurda y sólo se explica por los objetivos económicos inmediatos de los propietarios, del municipio o del estado que la administra, o incluso de los padres que ven en la educación sólo una inversión por medio de la cual sus hijos podrían ascender en la jerarquía social. En los hechos, las presiones de estos objetivos económicos empujan a los estudiantes a hacer trampas, a simular ser lo que no son, o lo que no quieren ser. Aprenden a corromperse y a no ser auténticos, a no ser reales. Por si eso fuera poco, las presiones y las prisas se vuelven la excusa que justifica todo y que abre paso a la famosa «ley del mínimo esfuerzo». No sólo no se quiere trabajar, sino que tampoco se quiere pensar. Es típico de los estudiantes expresarse con excesiva simplicidad; difícilmente van más allá del «me gusta» o «no me gusta», sin que importe la forma en que lo digan. Por fortuna, siempre hay algunos que escapan a toda esta deformación, o que se dan cuenta en algún momento, todavía como estudiantes, o ya como trabajadores, de cuán importante es encontrarse a sí mismos para contar con un punto de apoyo real frente a la vida ilusoria moderna, frente al reto de las elecciones y las decisiones.

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