sábado, octubre 01, 2016

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Decimocuarta parte)

POR MARIO ROSALDO





«Y para que todas estas cosas sean posibles, se necesita, como os decía al principio de esta conferencia, del concurso de todas las voluntades unificadas»[1]. Con esta declaración, Acevedo se opone a la concepción romántica y principesca del artista conductor de las multitudes, selecto modelador y perfeccionador de la sensibilidad popular a través del arte y la cultura. Renuncia a señalar él solo la dirección que ha de seguir el pueblo, rechaza inventar a solas un tipo arquitectónico que en vano suponga en su plena abstracción la participación colectiva. Quiere que esta nueva solución sea propuesta por el pueblo mismo, porque solamente así nacerá arraigada verdadera y profundamente en él. En su opinión, quien esté libre de prejuicios podrá ver que esta unidad voluntaria de todos, que esta aspiración comunitaria a una vida espiritual equilibrada, aun en su alto grado de dificultad no es imposible, pues los hechos de la historia del arte así lo demuestran con el gótico. Acevedo piensa también que estos hechos históricos nos muestran lo que resulta si dejamos al margen la contribución popular: «Y cuando esto no acontece, la arquitectura cae forzosamente en la mediocridad, es desacreditada por sus arcaísmos y repeticiones de antiguos modelos»[2]. En otras palabras, la arquitectura permanece estancada como hasta ese momento lo estaba en todo el mundo, no sólo en el México porfirista; o como lo está ahora, si reconocemos que la arquitectura de principios del siglo XXI no se guía ni por la necesidad ni por la voluntad del pueblo, ni tampoco aspira a un fin espiritual unificador. Más que emular el dicho de que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen, porque en vez de acusar a los arquitectos les declara libres de esta responsabilidad, Acevedo invierte su sentido para resaltar que la participación solidaria de la comunidad es irreemplazable: «La culpa no la tienen los arquitectos sino los pueblos, porque éstos son en verdad quienes dan el carácter a los monumentos. Un arquitecto no puede edificar sino en el estilo que esté de acuerdo con el sistema de vida de su propietario, porque es absoluta la verdad que dice que los pueblos tienen la arquitectura que se merecen»[3]. Es preciso notar que Acevedo no reduce el problema del arte a una declaración moralista en la que el arquitecto se confiesa culpable exclusivo y directo de los errores sociales; antes bien, Acevedo quiere finiquitar de manera tajante esta errónea presentación de la cuestión haciendo ver que el fundamento de toda solución es siempre la necesidad, la voluntad y la cooperación incansable de todo el pueblo. Basado todavía en los hechos históricos aclara: «El progreso de la arquitectura depende, además, de la introducción de un nuevo procedimiento técnico en su ciencia constructiva»[4]. No hay, pues, escape posible al pasado, el progreso impone la evolución, el crecimiento del arte en el presente y por la vía práctica.

A juicio de Acevedo, es incongruente que se construyan formas arquitectónicas del pasado utilizando este nuevo procedimiento técnico-constructivo, no sólo porque altera los hechos históricos, no sólo porque se continúa con el estancamiento o la uniformización del arte, sino sobre todo porque se deja de responder a las demandas de la época, entre las cuales destacan los anhelos de los pueblos a vivir más conforme a un ideal espiritual que uno material. Y para reforzar su punto de vista, otra vez recurre Acevedo a los ejemplos prácticos, a los hechos de la historia del arte. Nos habla del uso extendido del hierro, de su demanda comercial, de las grandes industrias y empresas ferrocarrileras que necesitan cubrir «superficies exhuberantes»[5]. Nos dice que el fierro, que se trabaja con «formas que acusan sus funciones»[6], esto es, en el cual la apariencia corresponde al contenido y la necesidad, «ha entrado en la práctica diaria de la construcción»[7]. Junto al fierro está el «cemento armado» que «es el perfeccionamiento último de los constructores»[8]. Prueba de ello serían las ciudades de Viena y Darmstadt. La primera «ha refrescado sus marchitas sienes con la corona de primaverales chaletes del estilo nuevo», mientras que la segunda «legisla los principios estéticos que deberán regirlo en lo sucesivo»[9]. Y para que no quede duda de a qué se refiere, Acevedo anota: «El gran mérito de estas arquitecturas consiste en que no emplean el cemento armado para reproducir viejas formas. Eso equivaldría a usar instrumentos wagnerianos para tocar sonatinas de Mozart»[10]. Acevedo rechaza expresamente no tanto el uso de las formas clásicas en sí como su falsificación: «en verdad nada repugna tanto a la mirada del hombre que analiza, como encontrarse con un pórtico que recuerda a Grecia y cuyas columnas están constituidas por viguetas de acero, alambres y gris cemento»[11]. Lamenta Acevedo que, «en vez de que dicho procedimiento sirva para caracterizar la arquitectura de la época» sólo ayude «a la ignorancia y a la avaricia de los hombres para llenar de ridículo las avenidas y plazas de nuestro país»[12]. Nos queda claro que las formas clásicas griegas no sólo corresponden a una civilización desaparecida, sino, además, a materiales y procedimientos constructivos completamente distintos a los empleados en las burdas copias que Acevedo refiere.

Sin duda bajo la influencia de las teorías biológico-evolucionistas entonces en boga, en el Dictionnaire raisonné d'architecture (1854-1868) se había anunciado previamente una patente concepción orgánica de la arquitectura:

«No podríamos repetirlo de manera suficiente, los monumentos de la edad media están sabiamente calculados, su organismo es delicado. Nada está demás en sus obras, nada es inútil; si usted cambia una de las condiciones de este organismo, usted modifica todas las otras. Varios señalan eso como un defecto; para nosotros es una cualidad que olvidamos demasiado en las construcciones modernas, en las cuales se podría quitar más de un miembro sin comprometer su existencia. ¿Para qué, en efecto, debe servir la ciencia, el cálculo, si no es, en materia de construcción, para no poner en acción sino sólo las fuerzas necesarias? ¿Por qué estas columnas, si podemos quitarlas sin comprometer la solidez de la obra? ¿Por qué unos muros costosos de 2 metros de espesor, si unos muros de 50 centímetros, reforzados en cada tramo con unos contrafuertes de un metro cuadrado de sección, presentan una estabilidad suficiente? En la estructura de la edad media, cada parte de la obra cumple una función y posee una acción. Es a conocer exactamente el valor de la una y de la otra que el arquitecto debe dedicarse. Él debe actuar como el operador diestro y experimentado, que no toca un órgano sino después de haber adquirido un completo conocimiento de su función, sino después de haber previsto las consecuencias inmediatas o futuras de su operación. Si actúa al azar, más vale que se abstenga. Más vale dejar morir al enfermo que matarle»[13].

En 1907, pues, Acevedo hacía eco de una discusión arquitectónica que ya estaba en marcha y que se integraba desde entonces como uno de los principios teóricos base del movimiento moderno.

A través de un ejercicio de poesía y memoria, Acevedo esboza hábilmente la ciudad de México de sus años de estudiante de arquitectura contrastándola con la ciudad medieval que antes nos ha descrito; en lugar de «un campo de violetas silenciosas» en torno de un solo alto monumento religioso, acá ve a la distancia un «caserío gris y misterioso: quebrado, bajo e irregular en los barrios apartados, geométrico y blanquecino en los aristocráticos y centrales»[14], en el que se perdían torpe y temerosamente las modernas construcciones, y sobre el cual «únicos los monumentos coloniales triunfaban por las decididas curvas de sus duomos, por los ondulosos perfiles de sus muros en piñón, por su remates, casquetes esféricos y campanarios que inscribían en el sereno cielo, sus múltiples contornos vigorosos y resueltos»[15]. Recurre a su experiencia para entrever el origen de su inclinación por el realismo. Quiere demostrar que los hechos vividos en el pasado además de vigentes son determinantes en el presente. Nos dice que desde joven eran dos los problemas que intentaba resolver, a saber: la conservación de la arquitectura colonial y la evolución de la misma. En su rememoración de los hechos, Acevedo enfrenta la especulación sin fundamento real con la evidencia corroborable:

«Desde luego, si nuestros mayores se hubiesen preocupado por conservar primero y después hacer evolucionar la arquitectura colonial de manera que la hubieran adaptado a las necesidades del progreso siempre constante, ¿contaríamos en la actualidad con un arte propio? Yo creo que sí. Todos los ejemplos de la historia me permiten hacer ante vosotros esta afirmación. Para alcanzar ese resultado se habría exigido un lento ascenso, una adaptación progresiva, natural, espontánea, de modo que la tradición habría presidido al movimiento hasta el instante en que los creadores, completamente dueños de sus procedimientos, diesen libertad a las formas y excelsitud a las ideas. Pero nuestros abuelos no se cuidaron del porvenir y a consecuencia de su descuido lamentable la tradición arquitectónica ha quedado interrumpida para siempre»[16].

Para Acevedo, no tiene sentido construir hábilmente conforme a «las tendencias de este sistema muerto», pues, «el pueblo continúa indiferente su camino, extraño a cualquier diletantismo retrospectivo»[17]. Para él, ciertamente, todo hubiera sido diferente «si nuestros antepasados hubieran amado realmente sus vetustas arquitecturas historiadas con aspecto de relicario y trabajadas como si fueran joyas». La «piedad estética» de aquéllos habría «pasado de padres a hijos» y «en la actualidad nuestra ciudad tendría una expresión particular, porque todos sus edificios civiles, industriales y privados ostentarían un estilo propio, una singularidad individual y simpática»[18].

«Si ellos hubieran estigmado dignamente las puertas con inscripciones, las rejas de hierro forjado que en más de una ocasión superaron en fantasía a las enredaderas ducales que se prenden en los rojizos muros de tezontle y que hacían de la ciudad feérico paisaje simbólico, entonces, las encarrujadas arquitecturas se habrían perpetuado hasta nuestros días, ennegrecidas y polvosas por el trabajo de los siglos, pero elocuentes y venerables al fin. Y alternando con estas construcciones auténticas, cuán gratas nos serían las producciones novísimas continuando y perfeccionando los bellos principios tradicionales. Así, el anchuroso patio castellano destartalado y grave, en cuyos corredores perfumados por los naranjos en flor, más de un corazón sencillo calmó su angustia meditando en máximas de Kempis, habría sucedido el patio moderno, menos solemne pero más humano (...) y se habría conservado el gusto por el patio, ese núcleo vital de toda distribución armónica (...) por cuyo amor no habríamos llegado al desgraciado extremo de adoptar el hall herméticamente cerrado, como el egoísmo de sus dueños, a toda sonrisa del cielo y a todo prestigio florial»[19].

Pero no sucedió así. Y, en su opinión, ese es el hecho del que debemos partir si en verdad queremos como pueblo crear una nueva arquitectura. No surgirá de inmediato; tendrá que evolucionar conforme a los nuevos materiales y los nuevos procedimientos constructivos, conforme a las nuevas aspiraciones y necesidades individuales y colectivas de nuestra época.




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NOTAS:

[1] Acevedo, Jesús T.; Conferencias del Ateneo, UNAM, México 2000; p. 263.

[2] Ibíd.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

[6] Ibíd.

[7] Ibíd.

[8] Ibíd.

[9] Ibíd.

[10] Ibíd.

[11] Ibíd.

[12] Ibíd.

[13] Viollet-le-duc, Eugène; Dictionnaire raisonné de l'architecture française du XIe au XVIe siècle; tome VIII; Morel et Cie. Éditeurs; Paris, 1875; p. 33; subrayado original; traducción nuestra.

[14] Acevedo, Jesús T.; op. cit.; p. 264.

[15] Ibíd.

[16] Ibíd.

[17] Ibíd.

[18] Ibíd.

[19] Ibíd.; pp. 264-265; subrayado original.

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