jueves, febrero 23, 2006

Proyecto y método en arquitectura (Segunda parte)

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN 13 DE JUNIO DE 2013






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Entre los primeros y más influyentes autores que han intentado estudiarlo exhaustivamente se encuentra el crítico italiano de arte Giulio Carlo Argan (1909-1992). La importancia de su libro Walter Gropius y la Bauhaus[1] radica en que no sólo se limitó a escribir ahí sobre la obra de Gropius y su escuela, sino que también se arriesgó a evaluar los fundamentos teóricos de éste. Es probable que Argan haya estudiado por separado los conceptos de Gropius, pero su exposición final denota una enorme incomprensión, no sólo del conjunto sino igualmente de los conceptos más esenciales de Gropius. El hilo conductor de Argan, a saber, el convencimiento previo de que el arte moderno es heredero del racionalismo ilustrado, es el que lo lleva sin duda a decidir inmediatamente que Gropius lucha por el prestigio de la razón, por un racionalismo en cuanto «última herencia de la gran cultura alemana», y no por causas sociales ni espirituales. Este racionalismo, según Argan, no es más que una «pura estructura lógica del pensamiento» que se basta a sí misma para derivar en «determinaciones formales de validez inmediata». Aquí hay una confusión fatal por parte de Argan. De acuerdo a los textos de Gropius, éste distingue perfectamente entre el trabajo intelectual o lógico y el trabajo creativo del artista. Es muy claro al respecto, tanto en los Programas-manifiesto de la Staatliches Bauhaus de 1919-1923 como en su escrito Mi concepción de la idea del Bauhaus de 1935, e incluso en la mayoría de los demás artículos recogidos en su libro Alcances de la arquitectura integral[2]. Ahí declara Gropius rotundamente que el arte no tiene método porque simple y sencillamente no se puede enseñar ni aprender: «Kunst ist nicht erlernbar»; porque el arte es un talento (Begabung) innato. La capacidad creadora no se finca en la educación libresca o intelectual, sino en la intuición, en el estado anímico libre de prejuicios, que posibilita el surgimiento de la naturaleza creadora del artista. Gropius en ningún momento ni en ninguna parte dice que se llegue al arte a través de la razón, y mucho menos que las formas artísticas sean resultado de una lógica rigurosa.

El camino que Gropius propone para llegar al arte es la intuición, pero no aquella intuición intelectiva de algunos poskantianos, ni la intuición en cuanto «momento de la producción» de Schelling o Fichte[3]. Por el contrario, su concepto de la intuición es lo más opuesto al conocimiento, al razonamiento y a todo acto voluntario; es la ausencia de estos «estorbos», es la condición que permite alcanzar la naturaleza interna o espiritual de los artistas creadores. Cuando nos habla de «proyectar» nos dice que se trata de imaginar libremente, de entrar en contacto con ese talento innato, y nos advierte también que la obra de arte es un resultado inconsciente, que no está sujeto a nuestra voluntad ni a nuestros conocimientos. La gran preocupación de Gropius es la pérdida de la vida espiritual. El no acepta sin más la vida moderna; una vida —a su juicio— desequilibrada, donde lo material o económico ha sobrepasado a lo espiritual. El impacto de la mecanización no le lleva a abrazar la causa del racionalismo, sino a oponer a éste los contrapesos necesarios. Argan yerra el tiro cuando en vez de analizar el concepto central de Gropius, el del arte en cuanto elemento equilibrante, prefiere hablar de un «traspaso» entre «puro racionalismo» y «puro pragmatismo» insinuando, además, que ello se debe simplemente a la influencia directa del pragmatismo americano.

«La racionalidad que Gropius desarrolla en los procesos formales del arte es afín a la dialéctica de la filosofía fenomenológica (sobre todo la de Husserl), a la cual está de hecho históricamente ligada. Se trata en substancia de deducir de la pura estructura lógica del pensamiento las determinaciones formales de validez inmediata, independiente de toda Weltanschauung. En su obra, el rigor lógico alcanza evidencia formal; deviene arquitectura como condición directa de la existencia humana».

Argan pierde de vista que Gropius no es un filósofo, sino un arquitecto; por lo que su filosofía sólo se puede entender y comprender dentro de la tradición filosófica alemana, y es sólo al compararla con ella que podemos distinguir sus rasgos más originales, la verdadera aportación de Gropius. La Weltanschauung que Argan no halla en Gropius se halla en las fuentes de las que éste bebe consciente o inconscientemente[4]. Al pragmatismo de la época él opone la demanda de una vida sana, esto es, el equilibrio entre la vida material y la vida espiritual. Gropius no llega a esta conclusión exclusivamente durante su permanencia en los Estados Unidos, ya está convencido de ello cuando redacta los dos mencionados manifiestos de la Bauhaus.

Más preocupado por destacar la importancia del «internacionalismo de clases» que por entender verdaderamente el punto de vista de Gropius, Argan presupone que lo que era válido para la cultura francesa y alemana de la época de la posguerra del 45, a saber, el hecho de que se hablara de una «nación europea» en general oponiéndose —según Argan— al «contraste histórico de ideologías y de clases que venía exasperándose día a día», también era válido para el caso de Gropius y su idea de lo que era la arquitectura internacional. Con todo, líneas abajo deja caer este argumento, que ni siquiera trata de probar, pero no da un paso atrás en lo que a la descalificación de Gropius se refiere. En vez de eso, opta por aventurar un juicio de valor sobre la supuesta «incapacidad de ilusionarse» de Gropius y su no menos supuesta «fría negativa en fundar la nueva comunidad sobre el prestigio de los ‘grandes ideales’». Ideales que, desde luego, Argan sí defiende; pues como deja entrever al explicarse la situación de Gropius, para él (Argan) «los grandes ideales y los supremos valores» continúan existiendo aun cuando haya desaparecido «una determinada estructura de la sociedad». Igualmente atribuye a Gropius lo que de hecho sólo son sus propios pensamientos, aun cuando Argan no acepte la llamada crisis del arte:

«[Gropius] también admite que la crisis de la sociedad es asimismo la crisis del arte, y desea establecer cuál puede ser la función del arte, como inalienable 'experiencia' artística, en el inminente proceso de transformación de la sociedad».

Por eso —equivocando la interpretación de la concepción de Gropius— Argan lamenta que éste haya «creído que la transformación se podía reducir a una revolución histórica de la actual clase dirigente para adecuarse a las nuevas tareas sociales». Pero, Gropius no habla de ninguna revolución histórica, ni de que los dirigentes tendrían que encabezarla, de lo que sí habla es de la democracia y de la vida comunitaria como elemento activo de aquélla. Asimismo, Argan lamenta que Gropius no haya abierto el arte a «nuevos horizontes del conocimiento», dando por sentado que éste debiera ser el propósito de todo arte, sin confrontar objetivamente su enfoque con el de Gropius. Definitivamente, Argan no puede agradecer que Gropius haya «señalado el punto nec ultra de toda tradición figurativa», pues para superar este «límite, todo eventual retorno artístico deberá fundarse necesariamente sobre una nueva concepción del valor de la existencia y de la organización humana.» Y eso significa no otra cosa sino negar toda la tradición cultural que Argan considera legítima. Para explicarse la visión de Gropius respecto a «la crisis de la vieja burguesía alemana», Argan prefiere seguir la línea de su defensa de la tradición cultural, de modo que en vez de remitirnos al análisis de los conceptos de Gropius, lo caricaturiza y nos dice que aquél reduce el problema social a la noción de que la «sociedad estaba enferma de arte», por lo que el organicismo de Gropius no sería —según la apreciación equivocada de Argan— sino ver el arte como un órgano «sobre el cual se debe operar para reducir el desarrollo anormal y rectificar así la función irregular». En fin, con su interpretación prejuiciada del pensamiento de Gropius, Argan hace un espantajo, y le tira a matar, así que no sorprende su conclusión:

«El hecho es que Gropius se preocupa más de sustraer a la clase dirigente y productora de un decaimiento creciente, de volver a conducirla a sus deberes sociales, de reorganizar técnicamente la producción y de crear efectivas y objetivas condiciones para el progreso de la vida social, que de obrar sobre la masa para incitarla a conquistar un nivel de cultura elevado. Exige que la autoridad de la clase dirigente no derive más de la posesión del capital y de los medios de producción sino de la capacidad de producir un mejor modo (y aquí entra en juego la función artística porque el arte es un modo perfecto), es decir, de una segura preparación técnica. Por lo tanto destierra de su polémica todo acento filantrópico, aun toda simpatía humana. Su mensaje está dirigido exclusivamente a los responsables, a los 'dirigentes'».

En esencia le reprocha a Gropius ser un socialista demócrata y no un comunista revolucionario como él. Tenemos, así, no una crítica sistemática y objetiva de los conceptos fundamentales de Gropius, que nos lleve a descubrir primero en qué consisten —de acuerdo a los textos por él escritos— y que, después, nos permita profundizar en su análisis para verificar la posibilidad o la imposibilidad de su realización, sino una condena exaltada y partidista por no coincidir en la defensa de los mismos ideales o principios políticos. Se trata de una descalificación cuyo propósito no puede ser otro que el disuadir al estudiante de arte de toda investigación posterior al respecto. Argan, siguiendo la tendencia política de la izquierda ortodoxa de la época, antepone a toda crítica del arte la idea de que éste es una forma ideológica (y, acaso por lo mismo, una forma de conciencia, de conocimiento) que tiene que ser arrebatada a la clase dominante. Argan habla indistintamente de cultura y de arte, pero el término cultura implica una educación a través del perfeccionamiento de lo tradicional, del cultivo del patrimonio artístico. En otras palabras, para Argan el arte se puede heredar, esto es, se puede aprender y se puede enseñar, y esta es la tarea del artista. Para Gropius, ya sabemos, esto no es así. Gropius rechaza la aceptación incondicional de la cultura racionalista y academicista, que conduce a la separación de los componentes humanos, que separa la vida práctica de la vida espiritual. Y pone en su lugar el equilibrio del arte, en cuanto contrapeso espiritual, unido a la comunidad. El «nivel de cultura elevado» al que se refiere Argan es el que potencialmente se puede alcanzar con base a una educación afianzada en la aceptación de la tradición cultural, en su continuación antes que en su disolución. Se tiene que partir, entonces, del mayor nivel cultural que posee no la «masa» sino la burguesía, la gran burguesía. La «masa» tendrá que ser educada en esta cultura para poder aspirar a «nuevos horizontes del conocimiento», al progreso mismo.



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NOTAS:

[1] Véase Argan, Giulio Carlo; Walter Gropius y la Bauhaus (1951). Todas las citas de este primer apartado pertenecientes a Argan se han tomado de este texto en línea.

[2] Gropius, Walter; op. cit. Este libro se edita por primera vez en 1956, pero los artículos, que abarcan el período de 1924 a 1954, ya habían sido publicados en su mayoría, por lo que es muy probable que Argan conociera algunos de ellos al momento de escribir su libro en 1951.

[3] José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Alianza Editorial, Madrid 1980, vol. 2 p. 1751 y ss.

[4] Cabe la posibilidad de que Argan se estuviera refiriendo a la ausencia aparente de una concepción de clase, de una disolución de esta concepción para dar paso a una especie de neutralismo técnico, como señala Rafael López Rangel en su crítica a Gropius, pero la discusión que lleva a cabo Argan no permite sostener que este fuera su interés. La crítica de Argan se dirige más bien contra el pensamiento fenoménico que prescinde de toda concepción del mundo y de la vida.

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