lunes, noviembre 24, 2025

La crítica de arquitectura y el debate público

POR MARIO ROSALDO




Como mensaje del vigésimo aniversario de Ideas Arquitecturadas, presentamos este ensayito sobre dos temas colindantes y hasta cierto punto complementarios. Esperamos que su tratamiento resulte novedoso, no sólo para quienes nos leen por primera vez, sino también para quienes nos leen con la regularidad del lector atento e interesado.

Por lo general, la gente considera sabido y entendido qué es la crítica de arquitectura o qué es el debate público, pues no necesita profundizar en ello para resolver sus tareas cotidianas, ni necesita explicarle puntualmente a nadie qué es lo que piensa sobre esos dos temas. Pero, para alguien que practica la crítica de arquitectura, la crítica de arte o la crítica en general, la cosa es diferente; esta persona sí tiene que explorar detenidamente las implicaciones de uno u otro término para discutir con bases firmes sobre la permanencia o el cambio del curso del debate, sobre la adopción o el abandono de posiciones retardatarias o avanzadas, o sobre la validez de una visión idealizada del mundo o de otra más bien realista.



LA CRÍTICA DE ARQUITECTURA Y EL DEBATE PÚBLICO


La retrospectiva siempre es engañosa, no sólo nos hace creer que la historia es lineal y con un origen único en la Antigüedad Clásica, sino que también nos limita a pensar en términos griegos, latinos o conceptos de alguna otra lengua europea. De esta forma es fácil deducir que la crítica se originó con Tucídides y Aristófanes en Grecia, o que con Aristóteles se instrumentó como lógica, o que con Kant se consolidó como alternativa epistemológica al método experimental de las ciencias naturales o como técnica moderna de investigación propiamente filosófica, o que, más cerca, en nuestra época, otro germano descubrió —con la crítica al realismo— que el límite de todo lenguaje personal o subjetivo es el objeto real, el mundo real, etc., etc. Además de distorsionar la historia creyendo que todo se reduce a pensar y escribir —o a filosofar— a la manera occidental, se defiende la tesis de que las palabras de prácticamente cualquier lenguaje dan vida al mundo al establecer su significado o sentido, y se rechaza que éste o aquéllas se originan invariablemente a partir del esfuerzo individual y colectivo (social) de transformación y determinación subjetiva y objetiva de una realidad y una época específica. Eso equivale a sostener que la «experiencia» de los distintos pueblos del mundo carece de la misma importancia que, en cambio, tiene la «experiencia» de los países más dominantes porque —supuestamente— aquéllos «heredan pacíficamente» de éstos, a través de las circunstancias, el destino o la ley del más fuerte, el conocimiento y la civilización de Occidente; no de las habilidades que tales pueblos habían alcanzado con autosuficiencia antes de la expansión europeo-occidental. La verdad histórica es muy distinta, nada depende de la «experiencia» en tanto concepto de origen griego, ni en tanto palabra perteneciente a los diversos lenguajes derivados del latín, ni de las lenguas germanas o eslavas, sino que todo tiene que ver más bien con las capacidades físicas y espirituales (intelectuales) de cada ser humano. Este ser humano ha trabajado y producido medios sustentables de vida en las diferentes regiones del mundo, en primer lugar para la preservación y continuidad de las actividades individuales y comunitarias, o personales y sociales y, sólo después, para el intercambio, el trueque o el comercio. Sin producción de medios sustentables de vida y técnicas para emplearlos no hay intercambio. Los seres humanos se han asentado en todas partes para poder criar animales o cultivar y cosechar cereales, frutas o vegetales. Han aprendido a producir derivados de la leche y de los granos. Han seleccionado lo que es benéfico para la alimentación y lo que no, lo que es útil y debe conservarse y lo que no. Han ordenado, almacenado y llevado la cuenta de toda su producción. En todas las latitudes, el género humano ha perfeccionado gradualmente los sistemas para incrementar la producción y conservación de alimentos. Ha inventado señales, signos, elementos gráficos o pictóricos, una numeración y hasta un lenguaje para mantener a salvo las técnicas de producción y el recuerdo de cómo hacer las cosas de un modo efectivo y seguro para el grupo. Ha aprendido a transmitir a su descendencia los procedimientos relacionados con la producción y la supervivencia como especie y como organización social. Ello comprende la regulación del comportamiento individual y colectivo mediante códigos, leyes y restricciones, para facilitar la unidad en la consecución de objetivos comunes. Todo este trabajo, todo este esfuerzo individual y colectivo, y todos los acontecimientos concretos y abstractos consecuentes, son eso que llamamos experiencia, no es sólo el conocimiento aislado de la práctica, y menos aquel conocimiento científico-natural que presuntamente pertenece a un exclusivo puñado de países. La experiencia es humanagenérica—, no solo europea, no solo burguesa, no solo capitalista. Los conceptos o las palabras de los distintos idiomas, que remiten a la experiencia de cada individuo y de cada grupo social, son resultado de un largo proceso histórico de asimilación y difusión en el que hemos evolucionado, lo mismo como seres independientes que como el conjunto de ellos, como especie humana, a través de nuestras actividades físicas e intelectuales relacionadas simultáneamente con la supervivencia y con la producción de medios sustentables de vida. No han sido pues los puros conceptos los que han ocasionado nuestras múltiples acciones —que van desde la observación y la experimentación hasta la deducción y la inducción—, sino, todo lo contrario, aquéllos han surgido y han cobrado importancia gracias a éstas. Por eso, las respuestas en torno de la supuesta crisis actual de la crítica de arquitectura no se encuentran en las raíces etimológicas del término griego, ni en las definiciones académicas y filosóficas que algunos presentan como contundentes pruebas argumentales para zanjar de una vez por todas el supuesto problema de su significado lógico y universal, o para proponer un presunto nuevo método de análisis y diseño en el que todo queda asumido y comprendido en forma absurda y esquemática con frases vanas. No estamos ante una cuestión de definiciones interminables de palabras, ni de deslumbrantes referencias bibliográficas, porque el problema no es qué debemos entender por crítica, sino qué es lo que queremos solucionar o transformar de manera cierta, real. Agregarle adjetivos o prefijos al mero concepto de crítica tampoco hace que su experiencia y su uso sean más eficientes, ni más precisos: «crítica dialéctica», «crítica operativa», «crítica inmanente», «pos-crítica», «trans-crítica», etc., etc. Así, sólo se da vueltas al asunto, sin jamás entrar de lleno en el fondo del problema real que nos incumbe. Hace falta dejar de pensar en los estrechos términos empírico-racionalistas de la filosofía occidental, en particular, de aquella filosofía subjetivista y proclive a las falsas apariencias, que aduciendo ser ambigua, compleja e incluyente reduce la existencia real de los seres y las cosas a los puros significados «múltiples», «multivalentes», «plurales», «tangenciales» de las palabras, de los conceptos, de las categorías y del discurso en general, significados que, en los hechos, son interpretaciones vacías, aisladas o metafísicas, cuando no caprichosas, parciales o tendenciosas. Es decir, que no remiten a la realidad física, sino a las rebuscadas disquisiciones de los arquitectos filosofantes, a sus etéreas elucubraciones, a sus personales gustos e intereses, quienes, en compañía de sus fuentes acreditadas institucionalmente, nos quieren convencer de que nada existe fuera del poder de la arbitrariedad y de la simulación, o de la falsificación; poder con el que incluso el peor «de los mundos posibles» se convierte de repente —por arte de magia o por un simple acto de prestidigitación— en el mejor de ellos.

miércoles, noviembre 12, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia VI/VI

POR MARIO ROSALDO



Una de las propuestas hechas a los arquitectos modernos y contemporáneos, empeñados en ser realistas respecto a la solución de los problemas que les atañen, directa e indirectamente, es la elección de una consideración intermedia: o bien ir por la vía del eclecticismo, o bien por la del pragmatismo. En el primer caso, se busca elegir lo mejor de dos mundos, de dos extremos, o de dos posibilidades, en principio irreconciliables. En el segundo caso, la idea es elegir lo que es más eficiente, más efectivo, o más funcional, sin perder el tiempo en los aspectos filosóficos, ni morales. Estas dos tendencias del pasado se han vertido, por separado o combinadas, en las teorías más recientes de la interpretación filosófica y literaria, que ha influido deliberadamente en la crítica de arquitectura actual, pues mientras algunos arquitectos contemporáneos entienden que el interpretar subjetivamente los textos de las fuentes clásicas da amplio margen para introducir ideas propias, ideas que son válidas sólo para ellos; otros entienden contrariamente que todo trabajo creativo es en esencia conceptual, es decir, que por lo común arranca a partir de una base conceptual clara y convincente, por lo que se justifica acudir a las teorías sociológicas y psicológicas que exploran el análisis lingüístico, o incluso a las que únicamente se limitan a explicar y resolver de modo metafórico, simbólico, el problema de la interpretación del discurso. Pocos son los arquitectos contemporáneos que cuestionan la supuesta novedad de las teorías que intentan conciliar los extremos, la diversidad, etc., frecuentemente dan por hecho que esas teorías hablan con una verdad irrefutable, que han descubierto áreas completamente inexploradas del conocimiento, o que han sido capaces de actualizar o renovar, y desde luego superar, los viejos pensamientos en las que se inspiran. Proceden así por falta de tiempo, por abrazar abiertamente el subjetivismo, o por suponer que todo mundo entiende que un autor de cualquier disciplina trabaja siempre con términos provisionales, hipotéticos, no definitivos, ni absolutos. Pero incluso en esta aparente mayoría, hay quienes se consideran realistas o no teoricistas, ni exageradamente fantasiosos; quienes no confían a ciegas en las ideas de los filósofos, los humanistas o los empiristas, porque saben que éstos pueden estar equivocados, o que se guían más por prejuicios económicos y políticos que por pruebas empíricamente corroborables. Este saber no impide que ellos construyan críticas y teorías arquitectónicas apoyados en esas mismas ideas precarias pues las tratan como fundamentos relativamente sólidos, o no definitivos. A veces los arquitectos que proceden así olvidan enfatizar ese carácter provisional o tentativo de sus escritos; otras, son sus seguidores e intérpretes los que dan por sentado que están frente a una verdad irrefutable. No está de más recordar que, pese a la aparente popularidad de estas presuntas soluciones ambiguas, mixtas, multivalentes o polifónicas, los extremos u opuestos continúan manifestándose en la realidad, porque no son un invento de la mente humana, sino que forman parte de nuestra naturaleza y de nuestra organización social. A continuación, pues, vamos a trazar un rápido bosquejo para siquiera entrever cómo se han dado o cómo han influido en la historia de la arquitectura moderna y contemporánea tanto las contradicciones sociales, que son reales, como las teorías de la conciliación o de la anulación de estas contradicciones sociales, teorías que son, a decir verdad, más supuestas, imaginarias, ilusorias o quiméricas que reales. De entrada digamos que el primer momento de esta tendencia conciliadora moderna o «vía conciliatoria», es el debate o la querella de los antiguos y los modernos, que tiene lugar en Francia, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVII, pues en ella se discuten ya las relaciones que pueden y deben haber entre el arte y la ciencia moderna. El segundo momento es el de la Enciclopedia y la Ilustración, que tiene lugar en Inglaterra y en Francia durante el siglo XVIII, empresa y época que hablan de las relaciones entre las artes y las ciencias clásicas y las ciencias modernas. El tercer momento se da con la reformulación de las ciencias humanas, que en Alemania —antes y después de Wilhelm Dilthey— se llaman ciencias del espíritu. Dilthey quiere establecer unas ciencias propias del conocimiento humanista en general, independientes, pero no del todo alejadas de las ciencias naturales. Así, el último y más reciente momento de estas teorías de la conciliación o la «vía conciliatoria» es el que vivimos hoy día —en diferentes países del mundo— con las teorías de la complejidad, la diversidad, la inclusión, etc., etc. Dicho lo anterior, pasemos al asunto.