lunes, septiembre 01, 2025

La arquitectura como poesía y ciencia V/VI

POR MARIO ROSALDO



Así como las expresiones «arquitecto moderno» y «arquitectura moderna» se usaron en Europa durante los siglos XVII, XVIII y XIX, es decir, mucho antes de que se asociaran específicamente con la nueva arquitectura impulsada por la Bauhaus, Le Corbusier, Theo van Doesburg y otros, así también la expresión «movimiento moderno» se usó frecuentemente a lo largo del siglo XIX en diferentes ámbitos, ya sea económicos y políticos, ya religiosos y literarios. En esos tres siglos «moderno» se empleaba en oposición a «antiguo», era por lo tanto sinónimo de «contemporáneo», «reciente» y «actual», pero luego el significado decimonónico de «moderno» se hizo impreciso, pues comenzó a decirse que algo «antiguo» también podía ser «moderno» en su aplicación técnica o en su renovación. En la segunda mitad del siglo XIX, la expresión «movimiento moderno» tenía por un lado un uso vinculado estrechamente con la filosofía y la religión, que intentaban fortalecer sus posiciones frente al liberalismo y el empirismo contenidos en dicho «movimiento», y por el otro un uso más propio de la historia y la crítica de la poesía, la literatura y el arte (música, pintura y arquitectura), que volvía a oponer lo «antiguo» a lo «moderno», devolviendo a este último el sentido clásico de «contemporáneo», «reciente» y «actual». No es sino hasta la primera mitad del siglo XX que las expresiones arquitecto moderno, arquitectura moderna y Movimiento Moderno se van a precisar y se van a relacionar directamente con la teoría y la práctica de los arquitectos centroeuropeos, en particular, a través del libro de 1936 de Nikolaus Pevsner: Pioneers of the Modern Movement from William Morris to Walter Gropius. Por eso la reacción autodenominada Post-Moderna de las décadas de los 1950, 1960 y 1970 no pierde el tiempo explicando a cuál Movimiento Moderno o a cuál arquitectura moderna se refiere. Algo semejante sucede con las expresiones «arquitectura contemporánea» o «arquitectura actual» y «arquitecto contemporáneo» o «arquitecto actual», que se usaron ocasionalmente en el siglo XVIII y con mayor frecuencia en el siglo XIX. El adjetivo «contemporáneo» o «actual» tenía y tiene hasta la fecha un doble uso, el de señalar que algunas cosas o algunas personas coexisten en el tiempo, y el de destacar que las unas o las otras corresponden a la época vigente o en curso. Las expresiones y los términos, pues, nunca fueron una pura invención al vuelo de la pluma de Pevsner, ni de los historiadores de arquitectura que le siguieron, como algunos de los llamados Post-Modernos han querido hacer creer. Fueron y son el producto de la experiencia social, del proceso histórico de transformación social. En otras palabras, son conceptos con los que distintos grupos sociales intentaron describir y explicar la vigorosa realidad concreta, específica, en que vivían relacionándose entre ellos y ajustándose a los continuos cambios que las relaciones y la realidad experimentaban. No podía ser de otro modo, pues no es la realidad la que tiene que coincidir exactamente con los conceptos —como algunos supuestos pensadores o aspirantes a intelectuales dicen hoy día despreocupadamente—, sino éstos con aquélla. Para cualquier realista, lo que importa no son los términos con los que se puede nombrar o conceptuar una cosa, sino la cosa misma, el objeto en sí, y si este objeto es real o ficticio. He ahí el por qué los arquitectos realistas asumen este vocabulario sin ninguna inquietud. Además, como realistas, no aspiran en ningún momento a querer trasformar el mundo de la arquitectura con las puras palabras y menos con un repertorio conceptual que sólo parezca nuevo sin serlo en efecto. No es muy diferente cuando se trata de arquitectos que oscilan entre el realismo y la fantasía o que son francamente fantasiosos, aunque en un inicio —y siguiendo a los filósofos y a los literatos de moda— estos arquitectos pueden mirar ese mundo arquitectónico como un discurso permanente, como una interminable narración, al final el realismo latente se manifiesta en ellos y se impone a la idealización poética de la vida. Así, dentro y fuera del Movimiento Moderno, hubieron modas, estilos, etiquetas, expresiones y términos como «brutalismo» y «regionalismo», que hicieron época, pero que no pudieron reemplazarlo, ni relegarlo al olvido, haya sido o no esta su primera intención, porque su validez de forma y contenido no dependía de la voluntad ni del interés momentáneos de un individuo o de un grupo poderoso e influyente, sino de su continua corroboración como producto social, como respuesta congruente a problemas reales, no a caprichos, no a deseos íntimos o personales, ni a afanes meramente protagonistas. Los arquitectos puramente fantasiosos, pero también los arquitectos más realistas, adoptaron por un tiempo las modas. Muy pocos permanecieron en ellas después de su desaparición, la mayoría las abandonó y volvió al centro del problema que planteaba la corriente integralista u orgánica del Movimiento Moderno: hacer una arquitectura acorde a la sociedad industrial y capitalista, pero también humanizar las ciudades y las casas para contrarrestar el utilitarismo siempre creciente de la vida burguesa.