viernes, noviembre 25, 2011

El pensamiento mesoamericano y la actitud crítica

POR MARIO ROSALDO



Para celebrar el sexto aniversario del blog publicaremos algunas de nuestras notas del mes de febrero del 2005, en las que abordamos algunos aspectos del problema que presenta el estudio de la actitud crítica en la vida de los pueblos mesoamericanos. Tal vez la expresión misma de «actitud crítica» introduce ya una deformación en tal estudio, como parece ocurrir con otros conceptos estrechamente ligados al punto de vista europeo, pero desconocemos cuál es o cuáles serían los términos nahuas más cercanos a dicha expresión y si, además, corresponden efectivamente a un pensamiento como el que suponemos.

Soustelle nos recuerda: que entre los aztecas, en el siglo XVI, la palabra toltecatl se había vuelto sinónimo de artista; que Quetzalcoatl resumía con su mención la época fabulosa de Tula, la Edad de Oro de la civilización tolteca; que la tradición señala o reconoce a Quetzalcoatl como el inventor de la cuenta del tiempo, los jeroglíficos y todas las artes que embellecen la vida[1]. Quetzalcoatl fue adorado, nos dice Soustelle, en gran variedad de formas y atributos, pero el solo nombre de Quetzalcoatl era símbolo de las fuerzas positivas de la naturaleza y del hombre, de la acción benéfica del emperador y del esplendor de las artes. Era considerado sacerdote, rey y dios, pero, sobre todo, héroe; era el héroe de la vida, y en particular de la vida civilizada[2].

Ahora bien, la civilización tolteca sobrevive entre quienes conservan lo esencial de su cultura (Soustelle habla de Estados-Ciudades y ejemplifica con Xochimilco y Culhuacan), pero también entre quienes reciben la influencia, aun cuando provenían del norte en calidad de bárbaros invasores (Azcapotzalco y Tezcoco). Respecto a esta última ciudad, dice: «... la historia de Tezcoco es típica: fundada por el jefe chichimeca Xolotl, la dinastía evoluciona en menos de 200 años con tal rapidez que, desde el siglo XV, el rey de Tezcoco, Nezahualcoyotl, podía ser considerado como el representante de la civilización mexicana más clásica, y su ciudad una especie de Atenas del nuevo continente»[3]. Soustelle se esfuerza por llevarnos a algo más sólido y más claro que las meras especulaciones. Así, en varios intentos de aproximación al tema, trata de demostrar que en el México Antiguo, cuando menos en los pueblos que han sido más estudiados, había una tendencia al pensamiento dual que provenía de la religión. Esta tendencia dualista habría hecho surgir el conflicto que se desarrollaría a lo largo de algunos siglos a través del culto a los viejos y a los nuevos dioses; los primeros provenientes o heredados de las culturas clásicas, en particular de la cultura teotihuacana clásica, y los segundos traídos por las sucesivas invasiones o migraciones de los pueblos «bárbaros» o del norte. Para Soustelle, los «aztecas»[4] se hallaban en un proceso interesante de sincretismo, respecto a la dualidad religiosa, cuando invadieron los españoles. Desafortunadamente, hasta el día de hoy, no han surgido pruebas suficientes que apoyen la hipótesis de Soustelle. Lo que sí queda hasta cierto punto claro es la división del trabajo, cuando menos al nivel del gobierno y del ejército, que se manifiesta en la separación y en la rivalidad de las escuelas del México Antiguo, telpochcalli y calmecac, que se encontraban en Tenochtitlan y al parecer también en Tezcoco.

Aunque Soustelle se esfuerza en establecer su hipótesis, no se aleja mucho de las crónicas y los libros (las fuentes), en las que busca las pruebas o, en su lugar, los argumentos que fortalezcan su posición teórica. Pero hay que preguntarnos sobre la calidad de estas fuentes, pues no tenemos que ir a ellas para ver como Soustelle introduce términos propios de la historiografía europea que deforman necesariamente la visión que los mesoamericanos tuvieron de sí mismos. Los testigos contemporáneos de la «conquista», como Bernardino de Sahagún y Toribio de Paredes (Motolinía), pudieron intentar ser objetivos en algunas descripciones de lo que ellos mismos observaron, o creyeron ver, o con los datos que recibieron de terceras personas, pero en otras sucumbieron plenamente a su formación europea y religiosa. Por ejemplo, la manera en que Soustelle plantea la división del trabajo en físico e intelectual nos hace pensar que los «aztecas» casi vivían como en la Edad Media (europea, por supuesto). Tal vez lo alienta Sahagún, quien habla de «las artes mecánicas», de «filosofía» y de «moral», por lo menos en la traducción al castellano de su obra en náhuatl. Si bien, a diferencia de Sahagún, Soustelle insiste en ver a Quetzalcoatl como el dios bienhechor y dador de la civilización y la cultura, no tanto porque le interese el tema de la división del trabajo, o porque quiera plantear el tema del concepto «azteca» del arte, sino porque se siente atraído por el sincretismo y las posibilidades que éste habría podido desplegar si la «conquista» no hubiera tenido lugar. Acaso halla un paralelismo con nuestra época —supuestamente plural— en la que nos movemos entre diversas religiones, diversas filosofías y, desde luego, diversos poderes políticos, que entran en conflicto más a menudo de lo que sería deseable. Sahagún, en cambio, parece ser sólo un intermediario inocuo, si bien no se puede dejar de notar que, de cuando en cuando, emite abiertamente juicios morales.

Dejemos a Soustelle y busquemos los indicios de la actitud crítica en el caso que nos presenta José Luis Martínez en su libro Nezahualcoyotl. Vida y Obra[5]. Martínez ofrece ahí una visión —apoyada en diversos autores, que han tratado el tema de la historia del México Antiguo— que nos permite pensar en un Estado sumamente organizado y, desde luego, en un Nezahualcoyotl verdaderamente riguroso en el cumplimiento de las leyes y las costumbres, aun cuando éstas no coincidan con su propio sentir y pensar de poeta y filósofo. Hay pues dos direcciones en las cuales podemos trabajar para reconocer los indicios que nos interesan por ahora. La parte social del libro y la parte poética, que no van necesariamente separadas. Podemos tomar la organización del Estado, de la economía, de la religión, de la educación, de las leyes, de las festividades, etc., como la simple muestra de una gran capacidad crítica (empírica y racional), superpuesta a —o tamizada por— una concepción del mundo y de la vida que sometía al individuo a la tradición y a un cierto fatalismo. O podemos ver en la actitud de Nezahualcoyotl una leve tendencia al individualismo, un mero conato, que al final desaparece siempre ante las leyes y las costumbres.

Pero el concepto de individualismo introduce una discusión ajena al tema que nos interesa. En el México Antiguo, el pueblo estaba sometido al Señor, como éste lo estaba a los dioses. Y eso puede apreciarse en la historia que nos cuenta Martínez: un enamorado y celoso Nezahualcoyotl maquina un complicado plan para primeramente conocer a la hermosa Azcalxochitzin, mujer de Cuacuauhtzin, el Señor de Tepechpan, y luego deshacerse de éste, enviándolo a una muerte segura en una emboscada. Nezahualcoyotl no se impone a sus subordinados, ni rompe con las costumbres. El plan es necesario para guardar las formas y poder poseer legítimamente a la mujer que tanto desea. A pesar de este cuidado, Cuacuauhtzin descubre las verdaderas intenciones de Nezahualcoyotl pero, aceptando su destino, tan sólo deja como despedida un Canto triste de ocho versos; este es uno de ellos, el quinto:

Deja abrir la corola de tu corazón
deja que ande por las alturas.
Tú me aborreces,
tú me destinas a la muerte.
Ya me voy a su casa,
pereceré[6]

La crítica es muy sutil, casi inexistente. Podemos tomar el canto completo como una reflexión sobre el momento crucial que vive el Señor de Tepechpan ante la ida a la Guerra Florida, y sobre todo ante las sospechas, o informes, de su muerte planeada y concertada con los tlaxcaltecas. O podemos pensar que es una crítica a cualquier conato interno de rebelión, a todo pensamiento opuesto al destino decidido por los dioses. Acaso el poder espiritual detrás de las costumbres y las leyes impidió que Cuacuauhtzin pensara en una desobediencia a las mismas, al poder encarnado en el Señor de Tezcoco, e incluso en sí mismo como Señor de Tepechpan. De otro modo, resulta difícil comprender la total sumisión de Cuacuauhtzin a Nezahualcoyotl a sabiendas de la infamia. El mismo hecho de que el propio Nezahualcoyotl se sometiera a un protocolo, a las apariencias, a las costumbres y leyes, y no abordara directamente a Azcalxochitzin, razón o pasión por la cual el Señor de Tezcoco ordena la muerte del marido, ya nos da una ligera idea de la gravedad con la que los nahuas consideraban estos asuntos.




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NOTAS:



[1] Soustelle, Jacques; El universo de los Aztecas, Fondo de Cultura Económica; México, 1983; p. 17.

[2] Ibíd.; p. 18.

[3] Ibíd.; p. 32.

[4] Algunos autores consideran que el término «azteca» era una especie de sobrenombre y que el pueblo referido era en realidad el de los mexicas o tenochcas.

[5] Martínez, José Luis; Nezahualcoyotl. Vida y Obra; Fondo de Cultura Económica; México, 1992.

[6] Ibíd.; pp. 60 y 61.

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