miércoles, abril 15, 2009

Las posibilidades de la crítica frente al discurso dominante

POR MARIO ROSALDO



Hablábamos en el artículo pasado de esa reconstrucción retrospectiva, que podemos hacer de nuestra trayectoria crítica, siguiendo los rastros que hemos dejado en el camino de nuestra búsqueda. Hablábamos también de que este trabajo nos lleva justo al momento en que tiene lugar nuestra primera reflexión sobre la realidad, allá en nuestra infancia; reflexión que no se da nunca fuera del discurso dominante, fuera de las representaciones legales y morales del Estado y la religión, pero que le opone un punto de vista propio, aun cuando al principio sea fragmentario o precario. Ahora bien, este aparente estar dentro y fuera al mismo tiempo de la "realidad" que nos impone el discurso oficial parece suceder solamente entre quienes su actividad, o accionar, les permite fijar sus sentidos en la forma de los objetos mismos y no tanto en las palabras que los definen o sustituyen. Pero no es así, esta posición ambivalente también la comparten los niños y los adolescentes que prestan mucha más atención al discurso: algunos aprenden a simular una adaptación inmediata a esa realidad discursiva, precisamente porque han descubierto en las etapas tempranas que muchas palabras, si no es que todas, son meras abstracciones que no coinciden, ni de lejos, con la naturaleza y la sociedad que dicen referir; otros aprenden a rebelarse o a sacar provecho de la situación y surgen entre ellos las tendencias escépticas, anarquistas y oportunistas.

Los dos grandes temas de la infancia y la adolescencia son la verdad y la mentira o, mejor dicho, el gran tema es el descubrimiento de que el niño y el adolescente han de obedecer las reglas del juego aun a sabiendas de que muy pocos adultos las cumplen cabalmente; esto nos pone a muchos ―o a todos― ante la disyuntiva del qué hacer. Problema que supuestamente podemos resolver cuando alcanzamos la adultez. Pero, en nuestra opinión, más que aprender a disolver las ambivalencias, o a superar las contradicciones, el adulto aprende a vivir momentos aparentemente duraderos de decisión y conformidad; aprende a crear su propio mundo dentro del discurso imperante. No cree en las palabras, pero su crítica no va más allá del mero rechazo a todo discurso metafísico y científico. No opone un punto de vista propio, sino que toma del mismo discurso dominante lo que más le conviene, o lo único en lo que cree. Se refugia, así, en un realismo que supuestamente excluye los opuestos, que supuestamente le facilita la existencia. Este adulto prefiere el extremismo a la indecisión, la agresión a la neutralidad, o el partidismo a la conciliación; prefiere el hacer al pensar, el sentido común al intelecto, la práctica a la teoría. Pese a que fortalece las tendencias del discurso dominante que consideran las contradicciones ―los opuestos― como una simple invención de la retórica, como ilusiones lingüísticas que no existen en la realidad, esta preferencia unilateralista ―que se dice realista, objetiva o empírica― no consigue reemplazar ni ocultar las contradictorias y cambiantes circunstancias en las que vivimos todos. Prueba de ello es que no puede hablarse de un adulto promedio absolutamente práctico, porque este mismo adulto también puede ser todo lo contrario de lo que hemos dicho. Puede preferir abrazar las tendencias discursivas adversas al realismo y entregarse a una vida idealista o de introspección. Creer que una u otra es la tendencia promedio es sólo un efecto del ambivalente dominio del discurso social.

Pongamos atención al hecho de que, no obstante su carácter dominante y contradictorio, este discurso se objetiva a partir de nuestra percepción de la naturaleza y la sociedad. Es decir, su dominio no se funda exclusivamente en la autonomía del conocimiento ni en la objetivación misma; sus contradicciones tampoco son únicamente consecuencia de un proceso interno. Podemos atribuir estas variaciones en la percepción de la realidad a la imperfección de nuestros sentidos, pero esta tesis no explica por sí sola el partidismo resultante que nos ha dividido entre aquellos que defienden como dominante un punto de vista y aquellos otros que lo refutan. Un trabajo intersubjetivo, que aspirase a superar las deficiencias humanas en el terreno de la percepción, y que supusiese ser un trabajo de convivencia, o de colaboración, sería apenas posible en ámbitos restringidos, en comunidades idealmente aisladas justo de la realidad social y natural que han de estudiar. La selección arbitraria de modelos y la suspensión metodológica de las relaciones entre los objetos de estudio —empíricos y eidéticos— y el conjunto, proviene de una visión extremamente simplificada del concepto mismo de objeto: en la descripción husserliana de la actitud natural ante el mundo físico, ante el objeto empírico o real, éste es absolutamente independiente y puede ser visto prácticamente sin problemas desde cualquier ángulo por cualquier espectador; en la realidad esto no sucede así, un objeto nunca está aislado por completo; se le aísla por contraste o apariencia, pero este es un proceso de abstracción que tiene lugar en nuestra mente y no en el objeto (la separación física del objeto suele entrañar su destrucción parcial o total). Husserl pasa por alto esto porque en su esquema rector paralelo la conciencia intersubjetiva o empírica no es capaz de elaborar una abstracción tan fina como lo haría la conciencia eidética o intelectual de un epistemólogo[1]. Pese a su tono conciliador, la teoría de Husserl también forma parte de las tendencias partidistas que definen el discurso dominante.

Las contradicciones del discurso dominante, entonces, no surgen de nuestra voluntad ni de nuestra conciencia, sino más bien del proceso social que les da origen tanto a éstas como al discurso en cualquiera de sus formas. Es un fenómeno natural al mismo tiempo que histórico o humano. La supervivencia no se vuelve un problema en la naturaleza hasta que los individuos se plantean la necesidad de regularizar las condiciones favorables de vida, hasta que los individuos aprenden a fijar el tiempo y el espacio mediante algo más que olores, sabores y gruñidos: marcas, señas, sonidos y objetos sagrados. Es decir, no es únicamente la supervivencia la que lleva a luchar entre sí a los grupos de individuos, sino, además, el valor mismo que éstos le atribuyen a sus creaciones. Un punto de vista propio, opuesto al discurso dominante, es posible gracias a que las actividades o acciones, individuales y colectivas, nos permiten deducir por lo menos parte de la realidad que aquél oculta y mistifica. El descubrimiento de la realidad referente es también el descubrimiento de que la percepción tradicional se ha vuelto una inversión de los hechos, un reflejo ilusorio que sofoca toda iniciativa propia. Aunque el objeto de la crítica es el discurso de quienes se empeñan en extender la cortina de humo, una crítica rigurosa no se reduce a simples redefiniciones, o a la invención de nuevos términos, mucho menos a promover la idea de que la liberación comienza con la pura destrucción o la corrupción del discurso mismo; por el contrario, su prioridad es poner de relieve que la realidad no se cambia combatiendo las apariencias o los espejismos, sino sus determinantes sociales. Por tanto, la importancia de tener un punto de vista propio y crítico no consiste en la mera oposición al discurso dominante, ni tampoco en las meras posibilidades que una variación en la percepción ofrece al estudio de la realidad, sino, más bien, en el hecho de que dicho punto de vista es el producto de nuestra actividad física y mental, y no solamente resultado de una influencia externa. La crítica que busca el origen del pensamiento propio exclusivamente en el sujeto, o tan sólo en el medio natural o social, omite esta condición que rige para todo individuo.




-----------------------
NOTAS:



[1] Véase: Husserl, Edmund; Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica; Fondo de Cultura Económica; México, 1962

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Exprésate libre y responsablemente.