viernes, marzo 20, 2009

El discurso dominante y las migas de pan en el camino

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN: 13 DE DICIEMBRE DE 2013



Para muchos resulta absurdo el empeñarse en una actitud crítica ante la vida; en su opinión, no hay nada mejor que tomar las cosas como vengan, pues es inútil siquiera pensar que pueda cambiarse la realidad. Pero hay personas que tienen un punto de vista completamente contrario. Es decir, estas personas están convencidas de que la realidad no existe de por sí, sino más bien gracias a la participación propositiva del individuo; es éste quien la construye con su diaria actividad física y mental. Puestos ante esta crítica, los primeros argumentan que cada quien es libre de pensar como mejor le parezca, pero que la realidad termina siempre por imponerse y, por tanto, no queda más que adaptarse a ella. A este grupo pertenecen aquellos que han difundido la idea del pluralismo en cuanto una relación equilibrada de fuerzas del pensamiento: en este tipo de debate pluralista todos tienen derecho a opinar con tal de que no aspiren a ser mejores que los otros, con tal de que no insistan en tener la razón exclusiva respecto a la realidad, con tal de que no rompan el orden impuesto por el liberalismo y el socialismo reformistas (supuestas no-ideologías). De esta forma, el pluralismo oficial aniquila en el discurso las contradicciones y abre ilusoriamente un presente y un futuro de tolerancia; pero en los hechos todo sigue igual: esta clase de pluralismo no alcanza para dar entrada a la crítica radical, que no se contenta con las soluciones aparentes, que insiste en la transformación efectiva de dicha realidad. De ahí que los segundos denuncien este pluralismo como una cortina de humo que oculta la verdad, esto es, que la sociedad contemporánea sigue construyéndose sobre las contradicciones de clases y, por tanto, sobre las contradicciones de los pensamientos de izquierda y derecha: que el pluralismo no puede fundarse con la exclusión de los radicales, ni siquiera bajo el pretexto de tolerar solamente el punto de vista racional, empírico o científico, ya que este enfoque es cuestionable especialmente entre quienes se han autoproclamado pluralistas.

Cambiar o aceptar la realidad es un problema que se presenta, pues, en forma de un discurso de izquierda o de derecha; no simplemente como un discurso cualquiera, sino sobre todo como un discurso social, que incluye lo económico y lo político. Este problema es propiamente el conflicto al que todo individuo se enfrenta desde su primera infancia; no es un mero conflicto sexual, como señalara Freud, sino un verdadero conflicto social (si bien lo sexual puede llegar a ser lo que el mismo Freud consideró como una fijación a causa de la represión del discurso dominante, que él entendía únicamente como autorrepresión moral). Es decir, el niño inquisidor descubre pronto la diferencia entre el discurso del padre o la madre y la realidad que él mismo puede percibir directamente. El lenguaje socializador no impide que el niño se plantee verdaderas preguntas respecto a la realidad que sus sentidos descubren; no impide que éste construya el mundo y la vida, no sólo desde el limitado vocabulario familiar y social que ha recibido hasta ese momento, sino además desde sus propias percepciones objetivadas a través de un lenguaje propio, que puede ser el dibujo o la manipulación misma del lenguaje oral. Este lenguaje socializador, que llega al niño desde múltiples fuentes, forma parte de un discurso del cual incluso los padres no están plenamente conscientes. Es un discurso históricamente dominante que se presenta como la realidad misma, pero que no alcanza a sustituirla, a pesar de que lo intenta. Aun así, el discurso dominante consigue imponerse y desalienta todo cuestionamiento. La edad del por qué en la infancia es resultado de la curiosidad natural de los niños, pero se ve sofocada por el discurso imperante que llega a través de la familia como primera representante del Estado y la Religión. En vez de estimular esa curiosidad se la domina para neutralizarla, o para hacerla entrar a los canales del discurso establecido. Paradójicamente, años más tarde, ese mismo discurso les propone al adolescente y al adulto que desarrollen un interés por la lectura o por la investigación, cuando la base inquisidora y desprejuiciada ha pasado demasiado tiempo en el olvido. Por fortuna, cuando menos para algunos de nosotros, la objetivación fragmentada de nuestra experiencia infantil y adolescente resulta ser un rastro de recuerdos o migas de pan que, como en el cuento de los hermanos Grimm, nos permite reconstruir el camino que lleva de vuelta a ese primer momento de nuestro despertar racional y empírico.

Si ponemos lo anterior en términos del discurso arquitectónico, veremos el papel que han jugado libros como Vers une architecture de Le Corbusier, Complejidad y contradicción en la arquitectura de Robert Venturi, El lenguaje de la arquitectura posmoderna de Charles Jencks, o Nueva York delirante de Rem Koolhaas. En cada caso se trata de la confrontación de un discurso dominante contra otro que aspira a sustituirle. Mientras Le Corbusier se propone restituir el lugar privilegiado del arquitecto, como artista y técnico, mediante un discurso que acepta los nuevos tiempos a condición de que no se pierda lo mejor de las épocas pasadas, a saber, el espíritu artístico, Venturi trata de convencernos de que el arte no puede despojarse de la tradición, de la cultura histórica, y que es el papel del arquitecto recuperarla para fundirla en la modernidad, apelando a un discurso que, si bien es conservador, se presenta como innovador en la forma. Del mismo modo, Jencks adopta el discurso para revelar al mundo que el lenguaje moderno (el lenguaje de la ruptura) ha dejado de serlo desde hace algún tiempo, que ha dejado de ser convincente incluso dentro del pequeño círculo de sus seguidores; el viejo discurso dominante, por tanto, ya no tiene rival y puede metamorfosearse en un “nuevo” discurso mucho menos desafiante y radical que el del Moderno. Otra etapa de esta confrontación entre el discurso dominante y sus críticos se da en Koolhaas y su estudio del empirismo metropolitano de Manhattan; el rechazo a la crítica entendida como teoricismo o intelectualismo, o, peor aún, como paranoia, es también un rechazo a la consideración de la tradición como mero discurso. Koolhaas prefiere creer que la construcción de los viejos rascacielos de Nueva York sólo obedecía a necesidades prácticas o económicas y no filosóficas, teóricas, retóricas o metafísicas. Olvida que cada individuo aprende y se comunica por medio del lenguaje, que no está excluido en ningún momento del discurso político o del discurso religioso. El hecho de que el ingeniero y el obrero sean inconscientes de que sus acciones y pensamientos se rigen por un discurso dominante (leyes, códigos, moral, etc.), no significa que dicho discurso no intervenga a la hora de planear un proyecto. La actitud misma de prescindir de una teoría arquitectónica demuestra el dominio de un discurso pragmático y no la ausencia de éste. Los arquitectos, como los niños, pueden ser inquisidores o no, pueden adaptarse al discurso dominante o preferir objetivar un contra-discurso, un contra-argumento, una crítica, ello dependerá de cómo los arquitectos hayan enfrentado el conflicto inicial y el despertar de su conocimiento empírico.

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