miércoles, enero 24, 2018

Tradición y modernidad en Juchitán Segunda y última parte

POR MARIO ROSALDO




De 1880 a 1910, Juchitán se integró parcialmente al país por medio del ferrocarril, el telégrafo, el giro postal recíproco y la construcción de algunos caminos vecinales. Aunque habían surgido dos haciendas, cuyos cultivos se exportaban principalmente a Europa, y se daba un continuo incremento en la explotación minera en el distrito de Juchitán, la venta de las tierras comunales no había podido ser consumada del todo por el gobierno de Díaz; así, campesinos, pescadores y ganaderos todavía podían producir y distribuir para el mercado local, y en algunos casos sólo para el consumo doméstico. A la par de un avance en la educación, que hacía posible que algunos juchitecos concluyeran sus estudios profesionales en la capital estatal o en la capital federal, había analfabetismo entre las familias más pobres o más reacias a la educación moderna. En todo el distrito había varias escuelas de «primera» y «segunda calidad». La cabecera del distrito, además de la vieja iglesia, el nuevo palacio municipal y el cuartel, contaba con un hospital militar, uno de los diez que existían en todo el país. Es probable que el juzgado y la prisión se hayan ubicado primero en el edificio del cuartel militar y después en el palacio municipal. Como en cada uno de los municipios de todo el país, en el distrito de Juchitán había presidentes, tesoreros y agentes municipales, pero el máximo representante del gobierno central era el jefe político, jefe de zona o prefecto, quien, por lo regular, ostentaba algún alto grado militar. Por causa de esta integración incompleta a la economía nacional, y por los actos de rebeldía, unas veces reales, otras veces ficticios, el distrito juchiteco estaba sometido a un constante escrutinio político-militar respaldado por una guarnición y el jefe político. Precisamente, el deseo de integrar plenamente el distrito de Juchitán y en general el sur del Istmo de Tehuantepec a la economía nacional, a través de la venta de las tierras comunales, esto es, a través de la introducción de la propiedad privada, hacía decir a los porfiristas que esas tierras potencialmente ricas, se desperdiciaban en las manos insuficientes de los campesinos zapotecas, y también que Juchitán no era más que un pueblo indígena de casas de adobe, que no se comparaba ni a Tehuantepec ni a la ciudad de Oaxaca, ciudades que, en su opinión, se asemejaban bastante a las del resto del México progresista. Había una verdadera campaña para convencer a la opinión pública de que la apuesta por la propiedad privada y la consiguiente venta de tierras nacionales a las compañías extranjeras era razonable y justificada. Huelga decir que ante cada sublevación de pequeños grupos facciosos locales, la prensa porfirista generalizaba tachando a toda la población juchiteca de incivilizada e inmoral, repitiendo lo que se había dicho antes, durante el gobierno de Juárez. Los partes oficiales porfiristas diferenciaban claramente entre los facciosos y el pueblo, pero más para restarle importancia a los alzamientos que para reconocer virtudes a los juchitecos. No faltaban vecinos o testigos presenciales, quienes, queriendo ser justos, aseguraban que el pueblo de Juchitán era en sí pacífico y amable con los visitantes, o que no tenía nada que ver con los sublevados.

Una apreciación más exacta, sería señalar que la principal actividad popular se desarrollaba en el plano económico, no en el político, pues, a pesar de la inesperada mortandad del ganado, de las amenazas del cólera y la fiebre amarilla, de las plagas de langosta, de las inundaciones por lluvias, de la sequía de varios años por la tala inmoderada del bosque, de la hambruna por la escasez de maíz, de la caída de los precios en las exportaciones, o de los terremotos, que, entre 1890 y 1901, afectaron directamente a la población juchiteca, ésta pudo sobrevivir gracias a que no dependía exclusivamente del mercado nacional, ni internacional; esto es, gracias al dinámico mercado local, gracias al trabajo productivo que realizaba prácticamente cada familia del distrito. Es verdad que el gobierno porfirista estableció cordones sanitarios para evitar la expansión de las epidemias, distribuyó maíz y envió ayuda a los damnificados por los terremotos, pero la lenta o la rápida recuperación estuvo siempre en manos de los juchitecos. Las crisis económicas del régimen les afectaron, sin duda; algunos perdieron sus propiedades, otras las vendieron; pero muchos también pudieron conservarlas y heredarlas a sus descendientes o incluso, los menos, pudieron dejarles pequeñas fortunas, en «pesos plata mexicana» a través de una compañía de seguros de vida y accidentes de la época. Lo más importante para nuestra tesis, es que en Juchitán, tras décadas de liberalismo, la propiedad privada era, a principios del siglo XX, tan significativa como la propiedad comunal.

La inauguración del tráfico interoceánico por la vía del Ferrocarril del Istmo, en marzo de 1907, tampoco modificó completamente la estructura económica del distrito de Juchitán, siguió siendo una economía predominante doméstica. El aumento en el valor de las tierras por las que atravesaba este ferrocarril, no favoreció a los campesinos de la región, sino a las compañías extranjeras y al gobierno porfirista, que se las vendía a precios bajos. Estas compañías, con el visto bueno oficial, introdujeron en el Istmo la producción de plátano, cuyo mercado estaba en los EE. UU. Las alzas y las bajas de los precios del hule, del café, o de cualquier otro producto cotizado en las bolsas de Londres o Hamburgo, afectaban sobre todo a las compañías y a las haciendas exportadoras, mientras que la amenaza de hambrunas, el resurgimiento de epidemias y plagas o los desastres causados por fenómenos naturales, afectaban directamente a todos. La economía local juchiteca pudo sobrevivir más o menos aislada del movimiento general revolucionario, de 1910 a 1930; en parte, gracias a que ni siquiera el porfirismo había destruido completamente la propiedad comunal; pero, también, a que la Constitución de 1917 ordenó la anulación de las enajenaciones porfiristas hechas a los campesinos y las comunidades indígenas, y la restitución del ejido, al tiempo que confirmó la propiedad privada como unidad de producción mediante el reparto de terrenos a los campesinos. De este modo, por lo menos en el discurso, y hasta el cardenismo, deja de ser una prioridad establecer al largo plazo una única forma de propiedad para el impulso del progreso económico. A continuación mencionaremos algunos de los trabajos relacionados estrechamente con la vivienda tradicional istmeña, los cuales se realizaban en Juchitán durante los años 1930, 1940 y 1950, según se nos ha explicado; y todavía en los años 1960 y 1970, según recordamos.

En el curso de las décadas mencionadas, las casas de «mezcla, ladrillos y tejas», de adobe, o de «material», no sólo consumían ya mano de obra y materiales locales, sino que además garantizaban el espacio para los distintos oficios o trabajos artesanales que sostenían a la familia y que le permitían ventas e intercambios en el mercado lo mismo de la ciudad que de la región. En Juchitán, según los recursos con los que se contara, la vivienda del panadero podía incluir un anexo para el horno de bóveda de ladrillo, con suficiente espacio para almacenar leña y guardar sus palas, artesas, charolas o láminas; la del alfarero, un horno de ladrillo adecuado para cocer las diversas piezas de barro, adjunto al área de trabajo y de almacenado. El herrero, el hojalatero, el carpintero y el platero podían incluso alquilar a sus conocidos un local independiente, de uno o más cuartos, según fuera necesario. Había modestos talleres donde se trabajaba las jícaras laqueadas como la xhigagueta. Y en otros se elaboraba una especie de algodón, llamado po'mbo. En los pórticos o corredores de las viviendas también se desarrollaba el trabajo familiar o individual: con el telar se elaboraban mantas, sábanas, servilletas, rebozos, ceñidores y enaguas de enredo o bizuudi'renda; con el torno, se producían cántaros para sacar agua del pozo, batidores para el champurrado, ollas y tinajas de variadas formas, dimensiones y usos, como la bidxadxa para colar el maíz cocido con cal, o la guisu zuquii que carece de fondo y se usa como horno de leña para cocer tortillas como el totopo, la gueta bicuuni o la gueta bi'ngui'. Los tejedores de hamacas de pita, ixtle o hilo, de redes para pescar, o redes para las mazorcas, y tejedores de palma para petates, cestos, sombreros o trenzados, podían trabajar en los pórticos o a la sombra de los árboles del patio. La costurera de refajos, huipiles, enaguas, resplandores (huipiles de cabeza) y vestidos modernos, o la bordadora del huipil y la enagua de gala, trabajaban en el pórtico o en el interior de la vivienda junto a una ventana. En el patio también trabajaban las mujeres que preparaban comida o tortillas de horno. Las tortillas de comal, el molido en el metate del cacao para hacer chocolate o la preparación del atole podían hacerse en el interior, en el corredor o en el patio. Todavía hasta los sesenta, algunas viviendas incluían un cobertizo donde comían y descansaban los bueyes que jalaban las carretas de madera cuyas ruedas radiadas, reforzadas en sus cantos con un aro de hierro, hacían crujir el duro suelo de las calles sin pavimentar de esa época. Era tradicional que las familias poseedoras de tierras de cultivo transportaran en estas carretas mazorcas o melones y sandías, para su venta e intercambio; las mismas carretas se decoraban para la regada de frutas y obsequios de las fiestas de mayo. Tradicional también era que las familias propietarias de ranchos con ganado vacuno elaboraran queso, crema y mantequilla; aunque la principal venta tenía lugar en el mercado, se distribuía igualmente de casa en casa, a veces directamente, otras a través de pequeños y medianos comerciantes. No faltaba por supuesto la venta de carne seca o salada. Y se comercializaban los «cachos» y el «cuero de res». Los pescadores también aportaban pescado y camarón que se salaba abundantemente para conservarlos durante días. Por último, hablemos de los músicos, a quienes se contrataba para acompañar a los novios rumbo a la iglesia y durante la fiesta bajo la enramada instalada provisionalmente a media calle o en un solar baldío; o para conducir al difunto a la misa en su nombre y despedirle posteriormente de su casa, la casa paterna y de los lugares que frecuentaba, así como durante su inhumación. Tan importante era esta despedida con música istmeña que el gobierno federal llegó a cobrar impuestos adicionales por incluirla. La banda practicaba en casa del director o en casa de amigos; el director podía leer y escribir partituras y, por lo tanto, ser el maestro particular de aquellos aspirantes a nuevos músicos. Los instrumentos empleados eran, por lo común, el tambor, la caja, la tuba, el clarinete, el saxofón y la trompeta.

Este es apenas un pálido esbozo de la realidad; no obstante eso, nos permite observar la existencia de una tendencia mayoritaria a marchar por el propio camino y al propio ritmo, no tanto para oponerse radicalmente al régimen en turno como para sobrevivir en cuanto comunidad plenamente identificada con su herencia ancestral. No puede negarse que las experiencias que Porfirio Díaz tiene directamente con los juchitecos, le convence de que son un pueblo de difícil gobierno razón por la cual les mantiene vigilados y, hasta cierto punto, divididos entre los representantes del porfirismo, y sus seguidores, y el pueblo que trabaja para progresar participando en la política sólo en su tiempo libre. Tampoco puede pasarse por alto que la formación liberal, o militar, de algunos juchitecos fue el medio del que se valió el gobierno central para ejercer un control sobre Juchitán y su distrito. Ni que estas divisiones se fueron profundizando con los distintos gobiernos revolucionarios. Pero, aunque en la prensa nacional se dice que de 1911 a 1929 surgen en el distrito de Juchitán chegomistas, maderistas, felicistas, juaristas, huertistas, carrancistas, obregonistas, orticistas y vasconcelistas, o bien estos nombres eran simples membretes, meros rótulos partidistas, o bien eran movimientos que no representaban a la mayoría de los juchitecos. La prensa también dividía a la población de Juchitán en rebeldes y federales, o exrebeldes y exchegomistas, en maderistas y zapatistas. Una opinión, que se hizo pública (El País, martes 3 de junio de 1913, p. 7), distinguía entre una parte consciente del pueblo juchiteco y otra inconsciente, la cual era «embaucada» por «agitadores» para apoyar como «chusma» y «porra» a personajes locales que, presuntamente, no tenían la estatura suficiente para ocupar «un puesto público», y para tildar en cambio a «hombres probos y de valer» de «enemigos del pueblo», «científicos» o «mochos»; recomendaba para Juchitán un jefe político que uniera a «los viriles y trabajadores juchitecos», que se mantuviera «estrictamente neutral», que castigara justificadamente «sin excepción de ninguna clase» y que fuera preferiblemente «un extraño», esto es, recomendaba a alguien que no hubiera nacido en Juchitán. Cabe aclarar que los «agitadores» eran carrancistas que prometían tierras de cultivo a los juchitecos y, en general, a los indígenas istmeños. Este agrarismo se convierte después en constitucionalismo. En 1914, ante la amenaza de la invasión estadounidense al puerto de Salina Cruz, quince mil voluntarios juchitecos dan muestras de patriotismo al ofrecer sus vidas para impedirla. Los fragmentos publicados de una carta firmada por el coronel Pablo Gamas (El Pueblo, domingo 28 de febrero de 1915, p. 5), insinúan que no existía una verdadera división entre los juchitecos, y que los traidores eran unos cuantos instigados por extraños. El gobernador Benito Juárez Maza habría encomendado a «algunos malos hijos de Juchitán» cometer el asesinato de José F. Gómez. Y el general Santibáñez habría sobornado a «un grupo de juchitecos» para asesinar al general Jesús Carranza. Mario Gómez Palacios también habría sido asesinado «por Santibáñez y sus huestes», por negarse a participar en el asesinato de Carranza. Por otro lado, la existencia de los partidos verde y rojo nos dice algo distinto. Su enemistad era añeja, aunque se dice que se unieron una vez, en 1920, para «festejar al héroe de Celaya», al candidato Álvaro Obregón. Al final, el incumplimiento de las promesas de campaña, debe haber sido una amarga decepción.

En nuestra opinión, este simple bosquejo, además de ayudarnos a observar en los juchitecos esa completa dedicación a la vida productiva, a la economía doméstica, y la división histórica o circunstancial ante la lucha política, nos deja apreciar igualmente que no predominó en ellos una franca oposición a las categorías abstractas del nacionalismo revolucionario ni tampoco una obstinada defensa de la comunidad ancestral. Son las nuevas generaciones de juchitecos quienes al parecer ahora se plantean estos y otros problemas que surgieron de este peculiar proceso de apropiación de la modernidad, llevado a cabo por los abuelos de sus padres. Habrá que escucharles y leerles con atención. Respecto al tipo arquitectónico de vivienda, desde nuestro punto de vista, se corrobora que por lo menos en este caso no se manifiesta una dominante «resistencia cultural», ni una remarcada asociación simbólica de la realidad. La reproducción del tipo arquitectónico porfirista, a lo largo del proceso de modernización de México, hasta los años 1960 y 1970, es a la vez «rechazo» y «adaptación» a las condiciones históricas que los juchitecos, y los zapotecas en general, han enfrentado todo este tiempo como uno de los pueblos originarios del país.



1 comentario:

  1. Mi estimado Mario muy interesante el punto de vista desde donde abordas la realidad de los Juchitecos, te felicito y gracias por compartir tu investigación

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