sábado, enero 17, 2015

La crítica intelectual y la libertad: reflexiones sobre dos libros de Malva Flores (Tercera parte)

POR MARIO ROSALDO


Toca el turno a la explicación de los sentidos en que Flores emplea la expresión «debate público». Ha quedado dicho que, centrada en la poesía, ella alcanza desde ahí el mundo real tan sólo para tomar de éste lo puramente esencial. Es preciso entender ahora que en el discurso de Flores todos los conceptos y todas las proposiciones tienen como referencia obligada el mismo centro, que es puro o absoluto, y que, aunque siempre corren en paralelo con la realidad tal cual, con los objetos físicos en su individualidad, nunca nos remiten a ellos, sino únicamente a sus formas trascendentes que capta la intuición directa o no sensible. Esta es la razón por la que Flores hace convergir el sentido general de «debate público» y el de poesía moderna con el más amplio de poesía intelectual o simplemente poesía. Si ésta es el precedente de diversas formas de expresión e incluso una de las más antiguas disidencias, aquél es la esfera donde el poeta ha de desenvolverse a plenitud, es la historia de la literatura o la historia de las revistas literarias, que nos remite a un origen, a la tradición dialogística misma. El minucioso trabajo de Flores en sus casos concretos pudiera convencer a cualquiera de que procede a la inversa de un idealista-objetivo; esto es, que en vez de ascender a la conciencia absoluta desciende a la multiplicidad, a la contradicción del mundo real, o, lo que sería mucho más exacto, que abandona lo intuitivo para rendirse a lo sensible. Pero eso no ocurre en ninguno de los libros estudiados porque el caso concreto no aparece en ellos en calidad de explicación del caso general, ni para establecer que lo particular debe determinar lo universal. Antes bien, en sus consideraciones, Flores siempre somete el caso concreto al general, siempre es éste el que rige sobre lo particular, sobre lo individual, no sólo porque se apega a la legalidad del lenguaje poético, a la tensión que debiera haber entre poema y realidad, ni sólo porque remarca el peso de la herencia poética moderna, de la tradición poética en cuanto tradición del cambio, sino también porque insiste en una poesía trascendente, en el ejercicio poético de la autorreflexividad; lo que equivale a decir que exige para el poeta actual una lealtad a los valores del espíritu universal, una elevación al Yo poético en su esencia más pura y en su evidencia más diáfana.

Para corroborar esto que acabamos de afirmar, vayamos directamente a los casos concretos del segundo ensayo del primer libro, que está compuesto de tres partes, de las cuales la segunda, «Vertientes de la poesía mexicana contemporánea»[1], se divide a su vez en otras cuatro. Flores examina ahí una selección de poetas que, por meras estadísticas antológicas, debería definir a una generación entera pero que, por su constitución real, se va a revelar ella misma heterogénea y compuesta de sustratos (Husserl). Intentando ser objetiva, Flores confronta la obra poética, o, por lo menos, los textos que tiene por los más representativos de tal obra, de esta muestra generacional, con los ideales defendidos por las generaciones modernas que la han precedido, ideales que estarían por encima de los intereses particulares de todos nosotros: autores y lectores. Este método, que es el fenomenológico trascendental, parece tener un inconveniente: que si tales ideales no son aceptados por los seleccionados, entonces la confrontación se convierte en una simple toma de partido a favor de un grupo o del punto de vista de la persona que realiza el trabajo de crítica. El método prueba ser exitoso en los tres primeros apartados de «Vertientes...». Con relativa facilidad, Flores reconoce en cada uno de ellos quién se acerca al «debate público» a través del diálogo espiritual y quién se aleja de aquél, cuál es una poesía de contenido trascendente y cuál permanece atrapada en la mascarada. Es en el último apartado, «El hechizo de la forma», donde —sólo por un momento— el método parece perder validez. Pero su eficacia se restablece tan pronto se nos hace ver que la tradición moderna se caracteriza, no por un anquilosamiento formal, no por un regreso romántico al pasado, sino por su apuesta a un futuro que no excluya ni lo antiguo ni lo nuevo, que transforme las antítesis poéticas y reales mediante la experimentación y la crítica inspirada en lo divino o lo elevado. Con este contenido moderno en su enfoque, Flores encuentra que, efectivamente, en la muestra de la supuesta generación del desencanto, que resulta ser una gradación de esencias, algunos poetas se deslizan de la rebelión a la decepción, de la acción en la vida pública a la reclusión en la vida privada, vale decir, olvidan el presente para reconstruir el pasado personal, le dan la espalda a la realidad para dedicarse a proteger su Yo sensible, su individualidad; aunque no todos, pues algunos optan por el diálogo interior para volver a descubrir lo que es trascendente o para destruir a ese Yo sensible, aparencial, que ata el espíritu puro a la vida material y a las necesidades corporales.

Hemos mencionado previamente que este examen de Flores es una primera respuesta concreta a la teoría del desencanto, la cual, en su generalización empírica, estigmatiza a toda una generación. El examen evidencia que sólo algunos de los poetas de la muestra se dedican a rumiar la decepción, la pérdida de las «ideologías» o la pérdida de cualquier otra áncora de salvación, renunciando de paso al «debate público», al intercambio desinteresado de ideas, pues los más se distancian por completo de esta actitud renovando sus votos por el diálogo, al que entienden ora como una discusión acerca de la universalidad de las ideas, ora como un reencuentro con lo absoluto, e incluso como el descubrimiento del otro que les trasciende a pesar de su proximidad, sin que falten los que fracasan en este retorno a lo originario. El método fenomenológico trascendental, que pone en correlación lo indeterminado y lo determinado, lo superior y lo inferior, lo genérico y lo individual, lo universal o general y lo particular, las formas trascendentes y las cosas mismas, nos explica que en la llamada generación del desencanto coexisten poetas quienes, a lo largo de cuatro décadas, lo mismo se han identificado plenamente con la tradición crítica, con la trascendencia, con el Yo poético eterno e infinito, que han permanecido atrapados en el mundo físico, que han hecho de este mundo la causa de sus aflicciones, y le han lanzado con furia sus dardos, que han hablado de las cosas, no para dar cuenta de ellas, sino para verlas como obstáculos insuperables, como los límites de su vida personal y creativa, que se han confinado en sus propios cuerpos, en sus propias biografías, en su mismidad, porque no quieren o no saben reconocerse en el otro, o porque no admiten la trascendencia poética de la otredad. Si el encierro voluntario de estos poetas en la esfera privada no es ahora el diálogo con el alma eterna, que conduce a la purificación del corazón y a la iluminación del espíritu (Malebranche), si no es todavía la negación de la realidad en cuanto existencia independiente para considerarla simple producto de la percepción humana, del sujeto que la contempla, y por ello, de la voluntad de Dios (Berkeley), en el pensar trascendental, siempre cabrá la posibilidad de que algún día el retiro se vuelva inmersión plena en el abismo del Yo, búsqueda incesante del Yo incondicionado, de la conciencia primigenia (Schelling).  Ir a la Cuarta parte



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NOTAS:


[1] Flores, Malva; El ocaso de los poetas intelectuales y la «generación del desencanto»; Colección Biblioteca; Dirección General Editorial de la Universidad Veracruzana; Xalapa, 2010; pp. 91-195.

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