viernes, octubre 21, 2011

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Séptima parte)

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN 25 DE JULIO DE 2013




Para matizar su idea de que la catedral y «el pintoresco corrillo de habitaciones privadas» forman un conjunto natural, Acevedo hace hincapié en que ese «campo de violetas» tiene sus particularidades. Todas estas casas, asegura «son distintas entre sí, pues cada una ha sido construida para un hombre que no se parece a los demás sino en que todas sus energías militantes están puestas al servicio del monumento religioso que ha de dar nombre a la ciudad»[1]. Es decir, al mismo tiempo que percibe esta relación intrínseca y armónica, orgánica, entre la catedral y las habitaciones privadas, reconoce la importancia de cada uno de los componentes. Así, esa parte complementaria del monumento, las casas que lo rodean, sólo puede ser uniforme a primera vista, puesto que en realidad las casas responden a necesidades específicas, a la esencia individual que distingue a los hombres por sus anhelos. En efecto, por un lado, Acevedo se refiere al individualismo del hombre del Medievo, quien a pesar de trabajar en corporaciones o gremios, conservaba su personalidad intacta precisamente por estar sometido, no a un fin material y mezquino, sino a un ideal puramente espiritual y desinteresado; y, por el otro, a la invariable supeditación del individualismo medieval al fin superior, el de la colectividad y la vida religiosa.

Precisamente, esta completa entrega al ideal espiritual y a la vida comunal, cuyo corazón era la catedral, hace la diferencia entre el hombre del Medioevo y el hombre moderno, quien —asegura nuestro autor— posee una casa que no acentúa su personalidad, sino que la vulgariza, la adocena, en aras de la comodidad. Es decir, esta casa es indistinta, no para colmar las aspiraciones y exigencias de la vida comunal o de las actividades individuales, sean espirituales o materiales, sino para satisfacer una idea generalizada o abstracta del bienestar: «Todos vivimos mal en la casa que alquilamos y los paseantes no ven sino fachadas casi idénticas que ya nos habrían hecho morir de spleen si en nuestro país pudiéramos caer bajo el imperio de tal enfermedad»[2]. Entendemos que para Acevedo, el gusto, que es la expresión primordial del espíritu y, por tanto, del bienestar, es colectivo sólo como resultado de la conjunción de esfuerzos individuales, no puede ser reducido a tal generalidad confortable. La casa moderna uniformiza y despersonaliza, no toma en cuenta ni las necesidades ni los anhelos verdaderamente individuales. Esto equivale a decir que la auténtica individualidad no consiste en la ilusoria comodidad del progreso material, sino en la real permanencia de la esencia humana, del espíritu colectivo, de lo únicamente fundamental.

Por supuesto que hay una idealización exagerada en Acevedo cuando describe el proceso de encargo y realización de una de estas casas medievales, pues esta es otra muestra no sólo de su estilo lírico, que no se somete al rigor racionalista, ni mucho menos al empirista, sino también del contraste espiritual que intenta establecer entre aquella edad del arte y la nuestra: «El propietario de la Edad Media, si desea construir su casa, llama a uno de los sabios entre los más sabios arquitectos de su tiempo, quien con la colaboración de artesanos que son verdaderos príncipes del arte, ejecuta la obra cuidadosamente imaginada en vista de los gustos y profesiones de su dueño, y llamada a testificar la sinceridad de sus autores»[3]. En nuestra opinión, este pasaje señala que no importa realmente los términos que se usen, sino lo que se subraye, en este caso: que la obra no era concebida conforme a un ideal abstracto de bienestar, de confort, ni conforme a la necedad y los caprichos del maestro de obra o de los artesanos, sino sabiamente según la individualidad del dueño; esto es, no sólo conforme a las necesidades materiales del individuo, del gremio o de la colectividad, sino también conforme a los gustos y las creencias propias de aquél. Esta ejecución de la casa medieval, que toma en cuenta la espiritualidad de su habitante, ha de revelar la disposición y la entrega sinceras de los constructores a la misma aspiración, al mismo anhelo, que hace de lo individual la realización de lo colectivo.

Luego de poner en claro la particularidad de la habitación medieval, Acevedo vuelve al conjunto natural para pasar de ahí al monumento público, la catedral. Es tan íntima esta relación entre la catedral y las casas circundantes que podría pensarse que éstas surgen de aquélla, cuando ha sido el pueblo quien ha erigido el monumento «bajo la noble dirección de sus arquitectos». Es en consideración al pueblo que estos arquitectos se han propuesto utilizar el material más a mano, la piedra, para edificar «un monumento tan alto y espacioso que pueda contener a todos, un edificio que produzca a la vista la grata impresión de solidez que el razonamiento garantiza; y todo sin emplear un tiempo excesivo que consumiría demasiados recursos y muchas vidas humanas»[4]. La idealización de los hechos le permite a Acevedo el bosquejo de lo fundamental sin tener que acudir a las precisiones históricas. Así, le parece que pese a su escala el monumento no rompe la unidad del conjunto natural u orgánico. Ello se debe, dice, a que la mayor admisión posible de luz está en relación directa con la estabilidad del edificio y a que su estructura es a la vez magnífica y sensible a la razón. También le parece que la ornamentación de la estructura no llega a ser jamás ostentación de la riqueza ni manifestación insolente o egoísta de excesiva habilidad. Por si esto no fuera suficiente, Acevedo nos recuerda que para el pueblo la ornamentación escultórica de los muros y las puertas «forma un alfabeto y un epítome de la religión, de cuyo conocimiento puede estar orgulloso, porque le permite inscribir en majestuosas líneas el encanto doloroso de la vida y de la muerte de Cristo»[5].



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NOTAS:


[1] Acevedo, Jesús Tito; Apariencias arquitectónicas; Conferencias del Ateneo; UNAM; México 200; p. 259.

[2] Ibíd. Podemos tomar la mención del spleen como una crítica de Acevedo dirigida principalmente contra las generaciones romántica y moderna, que hablaron de hastío, tedio, spleen, neurosis o histeria, pero también como la indicación de que en ellas se encuentra por lo menos una de las raíces de su pensamiento.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd.

[5] Ibíd.

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