domingo, enero 13, 2013

La divina inspiración y la experiencia humana

POR MARIO ROSALDO



Hace unos días expresamos a un muy joven escritor nuestra admiración por su temprana producción literaria. Está escribiendo de manera automática, dando forma a las ideas o a sus visiones internas, que no parecen ser ni sus obsesiones ni sus preocupaciones cotidianas, que más bien surgen en determinados momentos de apartamiento del mundo, y aunque ahora está convencido de que tales ideas y tales visiones vienen del Creador mismo, pues no está dedicado a estudiar ni poesía ni literatura, y ni siquiera parece interesado en abrazar los estudios profesionales que cualquiera diría que corresponden a sus inquietudes juveniles, acepta que, como decía Paul Valéry con otras palabras, la divina inspiración sólo da la primera línea, lo demás es trabajo y más trabajo; o, mejor dicho, es oficio de escritor.

En efecto, lo último que él había escrito, y que nos leyó amablemente, anuncia ya ese oficio de escritor que es capaz de conmover al lector o, en nuestro caso, al escucha, y que sabe traducir los pensamientos en algo más que meros esfuerzos de escritura, porque no basta que se escriba todos los días para hacerse escritor, y menos para conocer el oficio de escritor hasta el punto de hacer ver sencillo lo que en realidad es complicado, o de hacer que nos conmovamos hasta con lo cotidiano. Al parecer tiene que haber un convencimiento de que lo que se hace tiene algún sentido, o una razón de ser; tiene que haber una mínima congruencia entre lo que se piensa y se hace para poder dedicarse al trabajo de escritor en cuerpo y alma, como se dice.

No sabemos qué piensa nuestro joven escritor al respecto, pero sí sabemos que porta consigo, en su mochila, un cuaderno y una especie de agenda en los que escribe cada vez que se sale de la rutina del trabajo o en cada oportunidad que tiene un momento para sí, para zambullirse en su universo interior, en lo que él llamaría una experiencia espiritual. Es decir, regularmente está escribiendo, pero también, mediante la escritura, mediante la exploración de sus pensamientos, está constantemente renovando su comunión con el verdadero y único Creador. No escribe, pues, para un público cautivo, como hace un autor reputado, sino para sí mismo, para conmoverse a sí mismo al descubrirse a diario formando parte de la Creación.

A pesar de nuestra patente admiración, él no pudo evitar discrepar con nuestro parecer de que él andaba en busca de ideas propias. Palabras más, palabras menos, nos dijo que no tenemos ideas propias pues todas vienen de la misma fuente, de la misma luz, del mismo origen: Dios. Trató de que debatiéramos con argumentos racionalistas la existencia o la no existencia de Dios, y ante nuestra renuencia a entrar en tal debate, hizo una larga exposición del por qué él creía en la existencia Divina. No es una sorpresa que él apelara al racionalismo para hacer esta demostración, pues recordamos las largas discusiones, que aún continúan, entre los innatistas y los empiristas; si bien su argumento no recurría a las ideas innatas, sino a un primer impulso, un origen, que a su juicio no puede ser otro sino Dios. Con todo, al final pareció aceptar que no nos manifestáramos ni a favor ni en contra de tal realidad, que prefiriéramos abordar temas a escala humana.

Mucho tememos que esta discordancia haya acabado con la posibilidad de futuras lecturas de sus escritos, de futuras entrevistas y diálogos. De cualquier forma no dejamos de reconocer que su observación racionalista de que, al decir nosotros que nos hemos soltado de la mano de Dios, seguimos creyendo en Él, no es en absoluto un disparate, pues da pruebas de su inteligencia y de lo equívoco de nuestra metáfora. En honor a la verdad, nosotros hemos hecho a un lado la discusión acerca de la existencia o la no existencia de Dios para poder enfocarnos en los problemas que podemos dimensionar, comprender y resolver: los problemas humanos. Del mismo modo, hemos hecho a un lado la consideración de que nuestro planeta no es más que una brizna en la inmensidad del universo, una partícula de polvo cósmico, y que, por tanto, prácticamente todo es superior a nosotros, todo nos rebasa, todo escapa a nuestro control y entendimiento inmediato, para partir no de un microcosmos sino de la realidad del hombre, del hombre actual y del hombre histórico; de su experiencia material (que siempre quiere decir también espiritual o intelectual), de su producción material (de objetos físicos e intelectuales). Así, en vez de ver una amenaza en las colosales energías de la naturaleza vemos en ellas las causas reales de nuestra existencia y sus transformaciones.

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