jueves, agosto 27, 2015

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Undécima parte)

POR MARIO ROSALDO





El párrafo inmediato, aun siendo muy lírico, nos remite puntualmente a la historia del arte. Estudiémoslo a detalle. Con un simple «Desde entonces»[1] Acevedo sostiene que durante todo el siglo XIX y los primeros años del XX la búsqueda de una nueva arquitectura, de una solución al estancamiento o a la pérdida del espíritu liberal de pueblos y artistas, ha sido infructuosa; luego, con la imagen lastimosa de que «la madre de las artes vaga tocando a todas las puertas sin encontrar ninguna que se dignifique abriéndose ante su paso», no sólo nos pone frente a la definición de la arquitectura que, representada por la catedral gótica, abraza todas las artes plásticas, enseña las sagradas escrituras a través de su ornamentación alegórica y da cabida a —e intensifica— la música y los cantos, ni sólo nos dice que la arquitectura no ha encontrado soluciones dignas, sino también que la unificación de todas las artes ya no interesa a nadie[2]. Acevedo trabaja con rápidas pinceladas, de ahí que sea escueto y a la vez muy revelador cuando comenta: «El alma universal ha huido dejando desierto el santuario de la Diosa; la literatura, la escultura, la pintura, y sobre todo la música, se han adueñado del sentimiento popular»[3]. Acevedo compara aquí la —para él— verdadera arquitectura, que se consagra a las necesidades del hombre y sus aspiraciones, con la que se ha convertido en el santuario de la Diosa del verso romántico, de la imaginaria vuelta al pasado. La primera está animada por el espíritu universal del hombre y la segunda está desierta, vacía, carece de humanidad. En su opinión, las artes plásticas, la literatura y la música ya no realizan esas necesidades individuales y esas aspiraciones colectivas; ya no son los medios de expresión sino los fines mismos a los que el pueblo se somete. Acevedo pasa en seguida de este apretado esquema introductorio al ejemplo de lo que quiere decir acerca de la música y su dominio: «La religión de la orquesta hace cada día más prosélitos: la sinfonía, divina señora con ardor de walkiria y mirar de sirena, se apodera de todas las voluntades y arrastrándose en los vertiginosos círculos de su armonía paradisíaca, fomenta en nuestros espíritus la vaguedad, el amor al misterio, y por lo tanto nos coloca en situación anormal poco propicia para gustar de objetos materiales»[4]. Detengámonos en la primera frase, con ella nos informa de lo que ha acontecido tanto en el México liberal como en el porfirista: poco a poco la orquesta ha pasado de ser complemento, suplemento y mero acompañamiento de las emotivas actuaciones e interpretaciones a ser el principal objeto de atención del público, objeto de verdadera veneración. El proselitismo denunciado significa no sólo que Acevedo reconocía la ya vieja división entre románticos, modernistas y clasicistas, sino que además veía la fuerte promoción del nuevo papel que los primeros le habían concedido a la orquesta en los conciertos sinfónicos y en las óperas. La frase y el contexto nos permiten deducir que Acevedo piensa en especial en los prosélitos europeos como la referencia o el ejemplo que hay que tener siempre presente y obviamente como el objeto de nuestra crítica, implicando con ello que en México había sucedido algo muy parecido lo mismo en el reducido círculo de los profesionales y estudiantes de música que en el grueso de los llamados diletantes de la burguesía porfirista; todos ellos eran los «prosélitos» locales de «la religión de la orquesta». Caso aparte era la clase trabajadora que —a decir de algunos cronistas del cambio de siglo— prefería los teatros de tandas. Comparemos la crítica a «la religión de la orquesta» de Acevedo con la admiración por la misma que manifiestan abiertamente dos de los representantes de generaciones anteriores a la suya, no con la intención de explicar lo particular por lo general, ni las acciones individuales por la inercia de una masa de hechos históricos, sino de resaltar con precisión el carácter original de su punto de vista.

En 1895, Justo Sierra había expresado la misma idea de Acevedo, aunque no con tono de reprobación, sino de alabanza. Sierra era desde ese momento uno de los convencidos, uno de los nuevos prosélitos criticados por Acevedo:

«La música de Beethoven no es siempre religiosa, pero siempre produce esa emoción que se llama religiosa; sus sinfonías son alas, el alma vuela con ellas. Aquí y en todas las ciudades hay grupos considerables de fieles a su culto. También Wagner tiene sus fieles; pero éste va llegando al periodo sereno; en el fondo del ánfora de cristal del arte se va depositando el oro de sus creaciones. ¡Ay! por qué en México no le conocemos todavía? Toda una faz y la más expresiva del arte moderno, nos es ignorada así; el Gobierno debía considerarse obligado a iniciar a los grupos sociales en ciertas manifestaciones superiores de la cultura humana»[5].

Es decir, Sierra pedía para nosotros los mexicanos el proselitismo musical que veía en las ciudades que visitaba en el vecino país del norte, y que Acevedo lamentaba que existiera aquí o en cualquier otra parte. La verdad es que en 1864 ya se había escuchado en México la gran marcha de Tannhäuser[6], que Wagner había muerto en 1883 y que, en la fecha del viaje de Sierra, Gustavo E. Campa —wagneriano convencido— y Ricardo Castro, entre otros, representaban y difundían las escuelas francesa y alemana[7]. A favor del comentario de Sierra se puede argüir que, en esos años de oposición a la escuela italiana de Melesio Morales, Campa era considerado principalmente el paladín de la escuela francesa[8].

En Místicas de 1898, en Un padre nuestro dedicado a Luis de Baviera, Amado Nervo no olvida nombrar a Wagner; pero es en su visita a Munich, en 1901 o 1902, cuando Amado Nervo también se confiesa prosélito de la religión wagneriana:

«¡Todo para Wagner! Negarle un solo instante de reconcentrada atención sería un desacato. Pero en cambio, ¡qué recompensa! ¡Cómo esa música nos va revelando su esencia, emanada de la misma esencia de las cosas! He aquí a la diosa tal cual debía ser, no profanada por el teatralismo y lo convencionalmente mediocre de las empresas sin conciencia. Estos que cantan son elegidos por la familia de Wagner, y dirigidos por el hijo de Wagner mismo. El arte, que, merced a Wagner, posee ya de nuevo su santidad y su inocencia; el arte consagrado y purificado, necesita, no intérpretes venales de esos que pasean por los teatros de Europa sus registros medios o agudos y sus gimnásticos dos de pecho, sino verdaderos sacerdotes, elegidos llenos de amor, de respeto y de fe. Bayreuth fué levantado como una salvaguardia para la Obra mutilada, desfigurada, teatralizada por empresarios comerciales, ávidos de lucro; y este teatro es un hermano gemelo del de Bayreuth, es decir: un santuario»[9].

Aunque las alusiones de Richard Wagner nos llevan a la imagen que Acevedo ofrece después de la frase que estamos discutiendo, hay que observar que esa fusión del cuerpo de una valquiria con la mirada de una sirena no remite específicamente a Wagner, sino al conjunto del romanticismo musical que durante más de cuarenta años se había ejecutado en teatros, templos, casinos, etc. de la ciudad de México. Esto es, si bien pudiésemos probar que Acevedo nunca escuchó la tetralogía completa de Wagner, porque jamás se la interpretó en público en el México porfirista, o porque Campa aseguraba que en ese período de la historia nacional sólo se conocían «las medianas ejecuciones de Lohengrin» brindadas por «algunas compañías de ópera italiana»[10], esto no restaría validez a su crítica, pues el secuestro de la voluntad y la inmersión en un mundo de fantasía, de ilusiones, de sombras e imprecisiones no los adjudica Acevedo exclusivamente a la obra wagneriana, sino en realidad a «la religión de la orquesta» o, lo que es igual, a todo el desarrollo orquestal —no sólo romántico— que llevan a cabo compositores como Lulli, Gluck, Beethoven, Rossini, Meyerbeer o Verdi, quienes desde hacía mucho tiempo eran bastante conocidos por los músicos profesionales y aficionados de nuestro país[11].



-----------------------
NOTAS:

[1] Acevedo, Jesús T.; Apariencias arquitectónicas; en Conferencias del Ateneo, UNAM; México, 2000; p. 262.

[2] Más tarde, en 1919, la Bauhaus defenderá esta misma unificación.

[3] Acevedo, Jesús T.; op. cit.; p. 262.

[4] Ibíd.; pp. 262-263.

[5] Sierra, Justo; En tierra yankee (Notas a todo vapor); Palacio Nacional; México, 1898; pp. 94-95.

[6] Olavarría y Ferrari, Enrique de; Reseña histórica del teatro en México Tomo II; La Europea; Segunda edición; México, 1895; p. 366.

[7] Romero, Jesús C.; Chopin en México; Imprenta Universitaria; México, 1950; pp.22-25 y p. 27 y ss.

[8] Ibíd.; véase también: Stevenson, Robert; Music in Mexico A Historical Survey; Apollo Edition; New York, 1971; p. 227.

[9] Nervo, Amado; El Éxodo y las flores del camino; XXXV Munich – Wagner; en Obras Completas Volumen IV; Biblioteca Nueva; Madrid, 1920; pp. 126-127.

[10] Campa, Gustavo E.; Críticas musicales; CENIDIM; México, 1992. La cita aparece en Serralde Ruiz, José María; Música y músicos en los cines de la Ciudad de México (1910-1916); Tesis para obtener el título de Licenciado en Piano; Escuela Nacional de Música de la UNAM; México, 2004; p. 99. Véase además: Campa, Gustavo E.; Artículos y Críticas Musicales; A. Wagner y Levien Sucesores; México, 1902. 

[11] Olavarría y Ferrari, Enrique de; Reseña histórica del teatro en México Tomo II; La Europea; Segunda edición; México, 1895: véase su tratamiento de este desarrollo, pp. 186 y ss. Véase asimismo: Stevenson, Robert; Music in Mexico A Historical Survey; Apollo Edition; New York, 1971. Stevenson tampoco pasa por alto el papel que la orquesta juega en los más importantes compositores y directores europeos y mexicanos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Exprésate libre y responsablemente.