jueves, octubre 26, 2006

Proyecto y método en arquitectura (Décima parte)

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN 21 DE OCTUBRE DE 2013




Es obvio que Jencks encuentra históricamente valioso el trabajo de Popper, por lo que no se propone refutarlo, simplemente se contenta con decir que el argumento racionalista de éste, en el mejor de los casos (at best, en el texto original), no es concluyente y que, en consecuencia —deducimos nosotros— queda abierta la posibilidad para sustituirlo por un método crítico igualmente convincente pero más pluralista, como el que Jencks intenta esbozar a lo largo de todo el libro. Pero, ¿en realidad se debe seguir un método si se pone en duda su idea fundamental? A Jencks esto no le preocupa, él se esfuerza por seguir paso a paso los rasgos más importantes de la teoría racionalista de Popper, aun cuando no comparta con éste la mencionada búsqueda de la verdad objetiva ni la necesidad del rigor lógico. De hecho lo que hace Jencks es tomar prestado de diferentes teorías los elementos que les son útiles, sin importar que su enfoque presente serias contradicciones con los fundamentos de éstas. Basta que haya entre ellos un sólo punto en común: la visión pluralista de la realidad. Pero veamos cómo construye Jencks su método crítico. Parte sobre todo de la idea de que la realidad sólo se puede representar en la mente y en la obra como una serie de “realidades complejas” y de que la historia no progresa en una simple línea recta sino de manera discontinua como en una evolución arbórea.

A diferencia de Popper y Gombrich, Jencks hace de la descripción de los hechos que componen estas realidades el único objeto posible de análisis: para él la verdad no es de ningún modo un objetivo asequible a la crítica. Siendo que Popper y Gombrich son una poderosa influencia en su concepción del método crítico, cabe preguntarse entonces, ¿cómo llega Jencks a esta diferencia de principios con ellos? La idea de la imposibilidad de alcanzar el conocimiento absoluto, como se sabe, proviene de Immanuel Kant (1724-1804), pero el kantismo no es un escepticismo ni rechaza el uso de la razón para alcanzar un cierto grado de la verdad. La imposibilidad del conocimiento absoluto, hay que reconocerlo, está latente tanto en Popper como en Gombrich, o es evidente tanto en Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) como en Ivor Armstrong Richards (1893-1979), quienes son otros dos de los importantes autores cuyas influencias reconoce Jencks desde el inicio de su libro, pero todos ellos —como Kant— abrazan el racionalismo para buscar respuestas a sus interrogaciones. Jencks no lo hace, él opta por la pura descripción de los hechos, método que recuerda el empirismo cientificista combatido por Popper y Gombrich. Este reemplazo del racionalismo hace que Jencks no aprecie el poder de la lógica rigurosa como en cambio sí lo hacen Coleridge y Richards quienes desarrollan una lógica propia del arte tan rigurosa, dicen, como podría ser la lógica científica. De éstos Jencks toma los recursos de la metáfora y la ironía para construir una suerte de lirismo crítico que, despojado del rigor racionalista de Coleridge y Richards, le permite abordar sus casos de estudio con una generalizada despreocupación no sólo por los términos sino también por las teorías que implican. El método crítico de Jencks, en consecuencia, sacrifica la veracidad y la precisión de los argumentos y abusa de la ironía para ofrecer en su lugar sólo imágenes ambiguas —apresuradas pinceladas impresionistas, diríamos— que lo mismo pueden tomarse como juicios definitivos que como meras sospechas, pero que sobre todo tienen la intención de desacreditar y ridiculizar a los enjuiciados, anularlos y expulsarlos de la historia.

Aunque Jencks nos advierte desde el inicio que su análisis tendrá un enfoque político no nos advierte que también será un enfoque moralista. Pero este enfoque se hace patente desde el primer momento. Está, por ejemplo, en su reproche a los historiadores como Nikolaus Pevsner (1902-1983) quienes, a su juicio, además de exponer una visión unitarista, dividen la historia de manera simplista en héroes y villanos, ya que Jencks mismo acaba sustituyendo este esquema por el de los buenos y los malos, o los democráticos y los totalitarios, o los multivalentes (pluralistas) y los platónicos (unitaristas). Quien no está de su lado, es decir, del lado del Liberalismo y la Democracia, de la moral abierta y antitotalitaria, no merece pertenecer a la Historia y mucho menos encabezar un movimiento artístico. Juzga y condena al desprecio y al olvido a aquéllos que en su opinión tuvieron alguna relación con el nazismo o el fascismo, o con el pragmatismo económico; o que él estima traicionaron sus propios principios o no pudieron ser consecuentes con ellos. Pondera, en cambio, las virtudes de aquellos quienes a su juicio han sido fieles a la causa de la libertad y fieles a sí mismos. Ciertamente no se le puede exigir a Jencks que no tenga un punto de vista moral, lo que si se le debe cuestionar es el valor que puede tener tal rasero para establecer quién es quién en la historia, en especial cuando él se vale de suposiciones y no de hechos, o, lo que es peor, de interpretaciones claramente tendenciosas de tales hechos. Jencks procede de muy parecida manera a como hace De Fusco en La idea de arquitectura: tiene una idea de cómo son las cosas y decide probar a toda costa que él tiene la perspectiva correcta. Establece una hipótesis y reúne en torno suyo las pruebas que la corroboran. Para conseguir el resultado que desea, Jencks es selectivo en los hechos a analizar. Y encima de todo los analiza sólo desde el ángulo más conveniente. Así crea la atmósfera de un trabajo complejo pero consistente, congruente y fundamentado. Sólo que se trata de una ilusión, de un mero acto de prestidigitación. Es como si Jencks concibiera la crítica como una obra de arte de la cual, parafraseando a Gombrich, valorara no tanto su realismo como la ilusión de vida que puede transmitir.

Esta especie de lirismo crítico de Jencks contrasta, hemos dicho, con el lirismo racionalista de Coleridge y Richards. El uso de la metáfora y la ironía no está reñido en ellos con la exactitud y la precisión en la investigación y la expresión. Comprobemos esto con la obra que relaciona a Coleridge, Richards y Jencks: Biographia Literaria (1815). En ella Coleridge nos narra a grandes rasgos algunos hechos importantes de su vida intelectual, pero no lo hace en términos estrictamente poéticos, hay un muy grato balance entre lirismo y racionalismo, y no sólo en los capítulos que tratan de sus serios y profundos estudios filosóficos en busca de la verdad, también en los que cuenta anécdotas aparentemente ociosas o donde da consejos a los jóvenes poetas sobre la difusión de sus obras y el control de los costos de publicación. Esta obra precisamente es la fuente principal sobre la que se basa Richards para escribir su influyente Coleridge on Imagination (1934), libro el cual Jencks toma a su vez como fuente de inspiración para hacer suyas las ideas de imaginación e ironía, de las que él hace mención en su sección de reconocimientos[1]. Es verdad que Coleridge, y en ello le sigue Richards, distingue una lógica o una razón propia del arte y del artista, que es tan legítima e incluso más complicada y sutil que la de la ciencia. Pero Coleridge no hace de esta diferenciación una justificación para relajar el criterio o la lógica, mucho menos lo hace Richards. Por el contrario, en la mencionada Biographia, Coleridge nos habla del rigor con que aprende a estudiar los textos clásicos y a escribir poesía bajo la mirada severa de su maestro (Capítulo I). Rigor que se hace evidente no sólo a lo largo de todo su libro, sino también en sus poemas más reconocidos, algunos de los cuales deben estar relacionados de un modo u otro con su disquisición sobre la imaginación, que se hace pública sólo hasta la aparición de Biographia, pero que probablemente toma años a Coleridge desarrollar como puede deducirse de la carta del amigo, real o ficticio, que alude a un tratado filosófico del que forma parte el asunto de la imaginación, y que sugiere presentar de una manera más sencilla. Razón por la cual Coleridge decide posponer la edición del referido tratado y en su lugar sólo publica una inteligente conclusión. He aquí dicha síntesis, ella nos permite apreciar, si no todo el proceso de razonamiento, por lo menos sí el enorme esfuerzo intelectual en pos de una solución razonable del problema filosófico:

«La imaginación primaria entiendo yo que es el poder viviente y la causa primaria de toda percepción humana, y en cuanto una repetición en la finitud del eterno acto de la creación del infinito YO SOY. A la imaginación secundaria la considero un eco de la anterior, que coexiste con la voluntad consciente, empero todavía idéntica a la primaria en la clase de acción, difiriendo solamente en grado y en el modo en que opera. Disuelve, dispersa, disipa a fin de recrear: o donde este proceso se vuelve imposible todavía de algún modo lucha por idealizar y unificar. Es esencialmente vital, incluso mientras todos los objetos (en cuanto objetos) esencialmente se fijan y se mueren.
«La fantasía, por el contrario, no tiene contrapunto con el cual jugar, sólo fijezas y determinados. La fantasía, por supuesto, no es otra cosa que una forma de memoria liberada del orden del tiempo y el espacio; mientras se mezcla, y se modifica con el fenómeno empírico de la voluntad, el cual expresamos con la palabra elección. Pero, como sucede con la memoria ordinaria, la fantasía debe recibir todos sus materiales ya hechos por medio de la ley de asociación»[2].

Lo primero que se percibe es que Coleridge no recurre a una explicación metafísica de la imaginación; de hecho, en un acto de humildad, e inspirado por Kant, pone fuera de toda discusión la imaginación primaria, que pertenece, como él dice, al infinito YO SOY (I Am). Una vez apartado aquello que es infinito o absoluto, y sobre lo cual resulta vano especular, Coleridge se dedica a exponernos su visión de lo que puede ser la imaginación secundaria, que es la que el artista puede emplear, y no la primera como aseguran algunos intérpretes de estas conclusiones. Pues no hay ninguna contaminación indeseable en la coexistencia de la imaginación y la voluntad consciente. De hecho, esta concepción de la coexistencia o equilibrio de la imaginación y la voluntad consciente coincide con la reflexión introductoria del citado capítulo, la cual versa sobre Descartes, Kant y los opuestos; así como con el establecimiento de los límites de la fantasía, la que carece de contraparte con la cual interactuar. Coincide también con su idea general del equilibrio entre razonamiento y poesía. De modo que, el pensamiento que hemos citado de Coleridge es racionalista no sólo porque retoma el tema de la los opuestos discutido por Descartes, Locke, Kant, Fichte, Schelling o Schiller, sino igualmente porque siguiendo esta tradición racionalista trata de encontrar un fundamento a la vez subjetivo y objetivo para su fe. Es decir, la renuncia kantiana al conocimiento absoluto, no le lleva al abandono de la lógica, del juicio razonado. Antes bien le lleva a apoyarse en el razonamiento para buscar la verdad, así sea una verdad en torno a las Sagradas Escrituras. Conque no vemos nada que justifique un lirismo crítico relajado, falto de rigor en el razonamiento, como el que Jencks pone en la base de su crítica metafórica e irónica.



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NOTAS:

[1] Jencks, Charles; Modern Movements in Architecture; Penguin Books, UK, 1980 (1971-1973, reimpresión de 1980); p. 6.

[2] Véase: S. T. Coleridge, Biographia Literaria, Capítulo XIII, traducción nuestra de la versión digitalizada disponible en Project Gutenberg.

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