sábado, noviembre 22, 2008

Circunstancias y conformismo

POR MARIO ROSALDO



El estudio de los movimientos artísticos, y de todo movimiento práctico e intelectual que se lleve a cabo en el seno de nuestra sociedad, exige la delimitación de sus alcances y sus influencias, no basta elegir arbitrariamente un segmento de la historia, sin una relación directa con el pasado que la determina o condiciona, y con el presente que lo estudia mediante conceptos y teorías que si no le son ajenos, ya tampoco le pertenecen. Por esta razón se hace indispensable un estudio que por lo menos intente explicar cómo se desarrolla esta compenetración entre pasado y presente, cómo se vuelve una relación recíproca, dialéctica. El siguiente fragmento se basa en parte del estudio que hemos hecho durante este año [2008] siguiendo el objetivo mencionado; aquí separamos lo que en nuestro concepto es, o debería ser, la actitud crítica de la simple simbolización y deformación de ésta.





(…) Todas las corrientes de pensamiento de una época se alimentan, por decirlo así, de las circunstancias: un libro, por ejemplo, nos retrotrae a su época y a la época que estudia: podemos estudiar a un personaje de la historia, que hizo lo mismo con personajes coetáneos suyos o de la antigüedad; además, nosotros lo estudiamos en las circunstancias que suponemos son las de nuestra época, pero esta época y estas circunstancias nuestras se conforman a su vez por las circunstancias y épocas que perviven en nuestras familias, en nuestro grupo de amigos y sus familias, en nuestros maestros y sus maestros y sus familias, y así sucesivamente. Encima de esto, cada uno de nosotros es capaz de leer noticias y pensamientos contemporáneos que provienen de grupos e individuos más lejanos a nuestro espacio y tiempo, pero cuyas circunstancias también pueden afectarnos. La contemporaneidad, entonces, es aplicable a toda situación donde el pasado y el presente se fusionan, conviven, y no sólo, como hoy se hace, a la interrelación de los personajes vivos y los pensamientos de la última hora. De hecho, este simplismo no resiste un análisis. Los nuevos pensamientos, aun intentando romper con el pasado, acaban discutiendo los viejos temas de la filosofía o del arte, y así, involuntaria e inconscientemente, Sócrates, Platón y Aristóteles siguen siendo contemporáneos nuestros a través de aquéllos. La tarea de la crítica es ir a las fuentes sorteando las cortinas de humo y los embates del relativismo y del historicismo. No obstante que el pensamiento documentado es un pensamiento vivo, éste solamente puede ser una influencia poderosa si se difunde, si se estudia y discute.

Pero no todos somos críticos, o no todos aspiramos al conocimiento de la misma manera. Mientras unos estamos ocupados en el estudio, otros están aguardando por la oportunidad de hacerse ricos o hacerse del poder político. Y son capaces de apoyarse en las nuevas y las viejas teorías con tal de alcanzar sus objetivos. La contemporaneidad no es un inmenso estanque donde las ondas concéntricas transmiten armonía en equilibrada simetría y perfección. La contemporaneidad es una colisión física y mental de fuerzas y voluntades, donde predomina la asimetría tanto entre los individuos como entre éstos y las instituciones del Estado y el Capital. Este alejamiento del estudio voluntario lo atribuimos por lo general a la mala calidad de la educación, pública o privada. Decimos que es ésta la que se encarga de hacernos odiar el estudio, y, como todo se rompe por su punto más débil, culpamos al maestro de todo esto. La verdad es que la educación, como todo en la sociedad capitalista, tiene que ver con la economía, es decir, con el presupuesto que se destina a ella, y en particular con el sueldo de los maestros: en nuestros países latinoamericanos, los bajos sueldos no dejan margen para la investigación, ni siquiera para disfrutar el modesto trabajo que se realiza. Más bien se padece el trabajo, pues para ajustar el presupuesto familiar, el maestro de educación elemental, o media, debe emplearse en dos o más escuelas, o, en casos extremos, encontrar medios fraudulentos para completar el ingreso. Y si el maestro padece, el alumno también. Esto es de sobra conocido. El problema es que aún a estas alturas de nuestra experiencia histórica seguimos creyendo que el político y el capitalista correrán a salvarnos y que, por tanto, invertirán para hacer que los alumnos se vuelvan los críticos que les cuestionarán en el futuro inmediato. Ambos prefieren que las cosas vayan lentamente y por el cauce que más les conviene.

A decir verdad, nadie sabe a ciencia cierta cómo debe ser una educación que despierte a los individuos y les haga adoptar una actitud crítica y autocrítica. Además, la influencia del pasado actúa en nuestras vidas con una acción tanto crítica como conformadora. Y lo hace no solamente a través de los documentos, que son las ideas objetivadas, sino también a través de las leyes y las costumbres, escritas o no, pues la tradición oral es igualmente otra forma de objetivación. Estas leyes, o códigos, y las costumbres nos llegan a través de la madre y el padre, es decir, a través de toda la familia, pero también a través de todas y cada una de nuestras relaciones interindividuales y grupales. Se nos presentan como objetos telúricos, engendrados por las entrañas de la naturaleza, o como fenómenos incomprensibles, incuantificables, procedentes de un poder sobrehumano. No hay conocimiento, sino dolor y temor. Se teme y se obedece. Se teme al Estado y a la Iglesia a través de los padres y la familia, los maestros y los condiscípulos. Cada uno se vuelve el censor y el supervisor, el juez y el verdugo. El hombre se vuelve el habitante de una nación, una ciudad, un barrio o una casa, cuyo primer deber es ser fiel a la causa paterna, al Estado o a la Iglesia. Si el Estado, la Iglesia y la casa paterna coinciden en la misma fe, cosa que no sucede a menudo, el individuo se adapta a la sociedad, y al tipo de relaciones interindividuales, con mucha mayor facilidad. Pero, como lo contrario es lo más típico, la fe del individuo se ve siempre cuestionada o limitada por el Estado, la Iglesia y hasta la familia y el grupo de amigos más cercanos. Así, en aras de una vida feliz —o lo que sea que cada individuo considere como la felicidad—, se abandonan las ideas propias, sea porque éstas nada pueden hacer contra los preceptos estatales y eclesiásticos, sea porque tienen tan poca raigambre que pueden olvidarse sin esfuerzo alguno. Por fortuna, esta sólo es una parte de la influencia del pasado en el presente. La otra es precisamente su contrario y éste ayuda a que cada caso o individuo tenga la posibilidad de confrontar esta inercia y superarla. Al parecer, es en el mayor número de individuos donde se da la crisis, el conflicto entre el querer hacer y el deber ser, entre el querer afirmarse como individuo y el pertenecer al grupo cuyas leyes necesita desafiar.

Aquéllos que han tenido éxito en adaptarse difícilmente hallarán oportuno e importante dicho contrario o antítesis. Para ellos más bien será una perturbación, una amenaza a la estabilidad que creen disfrutar, pero como esta adaptación exige de una constante demostración de fidelidad al Estado y al Capital, o a la Iglesia y la comunidad, la tarea no es nada fácil y el costo de la felicidad siempre va al alza. De ahí que se rompan lanzas a favor de la tradición o en contra de ella. En cambio, los que sobrevivan sin la completa adaptación hallarán en esta antítesis el camino a su felicidad, a su afirmación. Así, en esta lucha intergrupal, pero también interindividual dentro y fuera de cada grupo, se manifiestan la crítica y la conformidad. A veces la una aparece disfrazada de la otra, a veces se valora más a ésta que aquélla o viceversa, si bien casi siempre se ignora si se practica una crítica o si en realidad se es conformista. Toma tiempo averiguarlo y, además, hace falta voluntad para ponerse a investigar. El hecho es que solemos confundir la crítica con el ir más allá de los límites, con el simple incumplimiento de las reglas cívicas o morales. Pero romper con las reglas o traspasar los límites no nos hace más críticos y sólo nos deja dolorosas experiencias o recuerdos de los cuales ni queremos hablar. Aquéllos que viven sobre el filo de la navaja, quienes hallan el placer en arriesgar sus vidas o su salud física y mental, no son más críticos que los que se adaptan a las reglas, a las normas sociales, disfrazados de outsiders. Es más, «juglares», «arlequines», «snobs», «transformistas» o «sibaritas» son todos personajes de la adaptación disimulada, de la incorporación secreta a la sociedad. No pocas veces estas máscaras ocultan a los más conservadores. El ser crítico no radica en aceptar disimuladamente el statu quo, el estado de cosas en que vivimos, sino en liberarnos de esa voz pregrabada que nos doblega y nos hace ver como normal lo que de hecho es absolutamente antinatural. Pese a su normalidad, los vicios sociales, u ocultos, son cadenas invisibles que nos oprimen e impiden tomar el control de nuestras propias vidas; son tristes sucedáneos de nuestra aspiración natural a la libertad. De nada sirve evadirnos de la realidad escondiéndonos en el rincón más oscuro, si llevamos con nosotros todo nuestro dolor y todo nuestro resentimiento, todas nuestras dudas y todos nuestros conflictos: si no somos libres. Apartarnos unos de otros sólo nos debilita. ¿Por qué perseguir, entonces, el vano afán de la autoflagelación? Más allá del romanticismo, preguntémonos si la única oportunidad para ser libres es sacrificar nuestra propia vida. La inmolación es un acto estéril de autodestrucción que no transforma la sociedad, no la convierte en una comunidad libre; sólo la entristece. Con que no solamente es cuestionable moralmente, sino, también, políticamente.

Sin embargo, las luces de neón y los prismas de los candiles nos atraen como a los mosquitos la reverberación que habrá de aniquilarlos. La fiesta y el circo, con su magia efímera y tornasolada, nos ofrecen una vida de saltimbanqui, o de prestidigitadores, una vida propia alejada de los convencionalismos. Es como estar fuera de la sociedad sin salir del todo. El acto del funámbulo y del trapecista, o las figuras etéreas del malabarista y los pases mágicos del ilusionista, nos convencen con su gracia de la existencia de un mundo secreto y apartado. Con todo, sabemos ya que aceptar su existencia soterrada no nos libera en absoluto de las ceremonias y rituales, de las fórmulas y las etiquetas, al contrario, es aceptar justo lo que rechazamos. La diferencia entre ser un outsider —aquél que no pertenece a grupo alguno— y el que solamente finge serlo es que el portador de esa máscara la utiliza para entrar subrepticiamente a donde supuestamente no quería pertenecer, o a donde simplemente no había podido integrarse, aun al precio de tener que vivir disfrazado el resto de su vida. Algo parecido hacen los que viven a diario en la embriaguez, la ven como el último recurso para sentir de algún modo que todavía pertenecen, si no a la humanidad, por lo menos al reducido grupo de indigentes suicidas. Estos son hombres que traspasaron los límites, que se arruinaron física y mentalmente. Ese fue un acto de ira e impotencia, no de crítica. Maldicen e insultan al mundo del cual se sienten expulsados. Su lenguaje soez no les hace ni más libres ni más críticos, y, sin embargo, lo mismo altos ejecutivos que estudiantes universitarios promedio los emulan: éstos sustituyen la crítica por los aspavientos, la jerigonza y los dobles sentidos. El lenguaje irreverente los protege, pues con él responden a todo sin tener que decir realmente nada, sin tener que pensar mucho. Pero, como el lenguaje es una de las mejores formas de objetivar nuestras ideas, de ver con bastante precisión lo que pensamos, su distorsión sólo impide nuestro crecimiento espiritual o intelectual.

Por fortuna —otra vez— los individuos pasamos de un extremo a otro, o buscamos términos medios, e incluso nuevos caminos. La contradicción nos acompaña siempre; por eso, aunque perseguimos de muchos modos la embriaguez, al final, si no hemos arruinado por completo nuestras vidas, nos damos cuenta de aquello que es lo inédito, y de aquello que es solamente lo ilusorio. Así, descubrimos que no sólo tenemos a los «apocalípticos» y los «integrados», sino también a los críticos, que a través del pasado influyen en el presente de quienes no se conforman con la verdad oficial. Y esto no puede ser de otra manera, la rebeldía y la inconformidad brotan de la naturaleza humana, que se resiste siempre a ser normada, moldeada, a gusto de la tradición y la costumbre. Esa es la razón por la que la crítica no sólo está en los libros de izquierda, sino igualmente en los de la derecha y el centro.

(…)

2 comentarios:

  1. Gracias amigo mejicano por leer mi blog. Eres la primera persona que no conozco que me comenta algo en el blog, me ha hecho ilusión. Parece increíble que una persona a miles de kilómetros pueda ponerse en contacto conmigo de esta manera tan simple.

    He estado leyendo este blog. Me gusta. Por desgracia no hablo francés para echarle una ojeada al primero de tu lista, pero el que está en inglés lo leeré cuando tenga tiempo.

    Un saludo.

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  2. Gracias Mario, yo también añado este a mi lista de seguimiento. Si prefieres otro de los varios que tienes dímelo para que el resto de la gente pueda verlo.

    Un saludo.

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