miércoles, febrero 27, 2013

La percepción artística, poética y literaria de la realidad social

POR MARIO ROSALDO



A pesar de que hemos sido muy asiduos a leer literatura contemporánea, invariablemente hemos preferido leer a los clásicos. Nos cuesta mucho trabajo leer las obras de poetas y literatos de nuestra generación o de las nuevas generaciones. Cada vez que al azar ojeamos un libro de poesía o literatura, encontramos que no tenemos mucho en común con los autores. Su preocupación mayor suele ser formal, esteticista, o mística. No es que los poetas o los literatos contemporáneos sólo hablen de sus preocupaciones y de sí mismos, sino que, disimulada o abiertamente, esperan ver nacer de sus cabezas —puesta de pie y armada como Minerva— la «obra de arte» que ha de hacerles merecedores de fama y fortuna, de premios y aplausos. Una «obra de arte» tan completa en sí misma que en su absoluta abstracción pueda superar todos los defectos de la comunicación humana.

El concepto de la obra de arte de las nuevas generaciones es distinto al de las generaciones de Nikolái Vasílievich Gógol, de Honoré de Balzac, o de Karl Marx, no únicamente por que ha pasado mucho tiempo y porque la sociedad capitalista y burguesa ha cambiado, sino además porque se ha divulgado la idea de que la historia es prescindible, por creerse que es relativa, que es una simple creación del espíritu humano. El viejo concepto daba lugar a pensar que la obra de arte era apreciable en el presente justamente porque pertenecía al pasado, porque había toda una historia alrededor suyo que la hacía especial y la validaba. En la segunda mitad del siglo XIX, esta percepción comenzó a cambiar. Las corrientes artísticas, poéticas y literarias se sucedieron unas tras otras en intervalos cada vez más cortos, de tal forma que la escala del tiempo también se modificó. Los historiadores de arte tuvieron que establecer períodos fundados más en las críticas periodísticas que en las obras mismas, las cuales no siempre eran fáciles de diferenciar de las precedentes o contemporáneas. Pronto dejó de hablarse de la obra de arte como de un hecho claro e histórico, para entrar al terreno de las especulaciones acerca, ya no de cómo era una obra de arte, sino de cómo debería ser. El historiador y el crítico de arte se atribuyeron el privilegio de indicar lo mismo al público que al artista qué cosa era una «obra de arte». La Academia había contribuido a la difusión del arte, la poesía y la literatura, y había intervenido para orientar su desarrollo en la dirección que encontraba conveniente, por eso mismo luchó por mantener la autoridad que el flujo impetuoso de nuevas corrientes amenazaba con derribar. El artista, el poeta o el literato, para ser reconocido como creador de «obras de arte», debía cursar estudios académicos y contar con un diploma. El diploma académico era el certificado —la certificación— que la autoridad otorgaba al creador y a la «obra de arte» misma. El público, los artistas, los poetas, los literatos, los críticos y los historiadores ya no podrían poner en duda a quién debían llamar «artista» y a qué cosa «obra de arte». De esto a la idea de que cualquiera que egresara de una escuela de arte o letras era un «artista» y creaba necesariamente «obras de arte» sólo hubo un paso.

El cuestionamiento que sufrió la Academia por parte de las corrientes artísticas llamadas vanguardistas tuvo como meta principal la destrucción del concepto fijo de «obra de arte». La reacción académica por el contrario divulgó la idea de que la razón de ser de un artista, de un poeta o de un literato sólo podía consistir en la culminación de su actividad profesional, esto es, en la creación de una «obra de arte» que no suscitara dudas. Mientras las llamadas vanguardias buscaron la razón de ser del arte en la esencia misma del hombre, en la exploración de su organicidad y de su sexualidad, la Academia proporcionó cursos y diplomas oficiales para garantizarle a la sociedad que sus egresados eran los artistas auténticos. Los historiadores y los críticos de arte intentaron decidir qué era un artista auténtico y qué no. Las vanguardias rechazaron las escalas y los parámetros de la historia académica del arte, para iniciar una historia propia e independiente que arrancara, no de Roma, ni de la Edad Media, sino de las necesidades del hombre del siglo XX. La reacción académica aseguró que ese rechazo atentaba contra toda la civilización fundada sobre los principios grecorromanos, que era una forma de anarquía, de «antihistoricismo». La Segunda Guerra Mundial dispersó las vanguardias por todo Occidente, y facilitó con ello su difusión, pero al mismo tiempo su debilitamiento y transformación. De un movimiento anti-académico pasó a ser un movimiento académico bastante publicitado, bajo la forma de una reacción antimoderna o «posmoderna».

La influencia de las llamadas vanguardias se hizo sentir en México sobre todo a mediado de los años treinta, cuando tuvo lugar la dispersión del movimiento. Aunque siempre se ha hablado de «rezago» con respecto a las situaciones económicas y culturales de Europa y los EE.UU., los artistas, los poetas y los literatos mexicanos del siglo XX también siempre se las arreglaron para tener una idea de lo que estaba sucediendo en esas regiones del mundo. Entre los obstáculos que impidieron la difusión de las ideas de vanguardia en México estuvieron, en primer lugar, la propia centralización del país, que se traducía —entonces más que ahora— en oportunidades desiguales de trabajo, salud y educación, y, luego, la Academia. No extrañe, pues, que los artistas, los poetas y los literatos mexicanos, que se dieron a conocer durante el siglo XX, hayan nacido en la capital federal, o hayan emigrado a ella en algún momento de sus vidas, para estudiar, para producir sus obras o para triunfar.

La transformación de las sociedades rurales en urbanas fue acelerado a partir del siglo XIX, pero se había venido registrando, como consta en las viejas crónicas, desde la aparición misma de las ciudades. La concentración de la propiedad privada, las riquezas y el poder político y religioso hizo de las ciudades centros de atracción para todos aquellos que eran hombres libres y que estaban dispuestos a ganar dinero con sus talentos o con su esfuerzo físico. Sodoma y Gomorra representan los grados de corrupción o descomposición a los que las ciudades antiguas podían llegar en la persecución de la riqueza y el poder real o ilusorio. Las grandes ciudades modernas como Londres o París también ejercieron durante los siglos XIX y XX enorme influencia en los artistas, poetas y literatos ingleses y franceses, que nacieron o emigraron a ellas, como hicieron también muchos extranjeros. Algunos no sobrevivieron a esa influencia, otros hicieron fama y fortuna. La ciudad y el campo fueron la temática de todos estos artistas, poetas y literatos. Y, si en alguna ocasión se habló de la gran ciudad con el entusiasmo del que la descubría por primera vez, pronto comenzó a hablarse del campo y de los pueblos como el gran refugio y alivio que el alma del citadino reclamaba. Ya desde el siglo XIX se hablaba de la mentalidad provinciana, como un pensamiento limitado, con poca iniciativa y rezagado con respecto al del habitante de Londres o París. La pintura, la poesía y la literatura tocaron a menudo este tema, pero también la historia y la crítica.

La provincia real o imaginaria era el campo o el pueblo que se caracterizaba por la ausencia del ruido de la gran ciudad, donde se podía descansar de la locura urbana. Pero una vez repuestos había que volver a ella, porque ahí estaba el trabajo, los medios para difundir las ideas y sobre todo el público conocedor que podría comprenderlas o, en el peor de los casos, admirarlas. En México, durante el Porfiriato, la «provincia» fue más una visión poético-literaria que una realidad, pero coincidía con el centralismo que se padecía, el cual aplastaba al pacto federal, que en teoría daba autonomía legislativa y judicial a los estados. La provincia había desaparecido oficialmente desde la constitución de la república federal, desde la división del territorio nacional en estados, pero en la mente de quienes vivían en la ciudad de México, era necesario diferenciarse de la canalla y de los «provincianos». Si bien en particular la canalla o gentuza era el nombre que la aristocracia solía dar al «pueblo», en general la clase alta y la clase media solían aplicar el nombre lo mismo al lépero, que andaba en andrajos o casi desnudo, que a cualquier individuo de cualquier clase social que obrara con codicia y ambición, sin miramientos ni escrúpulos. Originalmente la provincia se contraponía a la corte en cuanto población donde por tradición y costumbre residía el monarca. Así, ser provinciano no sólo significaba que se vivía en una de las divisiones territoriales del reino, sino, además, que no se pertenecía a la corte o que se estaba excluido de sus privilegios. Ese esquema se reprodujo en el virreinato de la Nueva España, pero se terminó con la independencia y la constitución de la república. No obstante esto, no se dejó de pensar en el provinciano de manera negativa o, en el mejor de los casos, de manera ambigua, ya que en nuestra historia muchos de los próceres y hombres de letras habían nacido en los estados, en «provincia».

Aunque la división del trabajo continuaba su profundización, haciendo que las clases medias aspiraran al modo de vida —y aún a los ideales— de las clases altas, y no se identificaran en absoluto con las clases bajas o el llamado «pueblo», en la vida diaria todo parecía ser el efecto de una sola y buena causa, que en sí misma era esperanzadora, conciliadora y hasta renovadora: el progreso o la modernización. Londres y París se habían convertido en las «cortes», es decir, en los centros de cultura y civilización; el resto del mundo era la «provincia». Cualquiera que quisiera progresar o modernizarse tenía que imitar las producciones industriales y artísticas de estos faros del mundo, o simplemente consumirlas. Pero, junto con esta nueva actitud venía el conocimiento de que la misma Francia había tenido que alcanzar a Inglaterra, había tenido que seguir su ejemplo. El modelo francés, pues, sugería cómo cortar etapas para alcanzar el nuevo desarrollo económico de la sociedad moderna. Lo que no se advertía era que la simple adopción de las ideas no era capaz de hacer realidad lo que la lucha entre liberales y conservadores no habría de lograr a lo largo del siglo XIX. Londres y París se hallaban en la cúspide cultural porque antes habían alcanzado el auge económico. Berlín todavía no lo conseguía completamente porque el desarrollo económico encabezado por Prusia debía convertirse primero en el auge económico de la Alemania unificada. Los países americanos, y México en particular, imitaron la monarquía constitucional y las formas republicanas centralista y federalista, para hacer posible la coexistencia de los dos bandos dominantes, sin haber tenido éxito permanente ni en lo político ni en lo económico. El modelo francés, que arranca con la revolución francesa de 1789, se propaga con Napoleón y su imperio, y atraviesa por la restauración borbónica, las revoluciones de 1848-1851 y el golpe de Estado de Luis Bonaparte, tuvo que haberles parecido a nuestros políticos e intelectuales el más cercano a la realidad que se vivía entonces en el México de fin de siglo.

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