miércoles, agosto 10, 2011

La ciudad en la historia de Lewis Mumford (Tercera parte)*

POR MARIO ROSALDO



ESTUDIO DEL PRIMER CAPÍTULO

Mumford destaca la importancia del arte como magnificador, dice, de los sentimientos, la reverencia, el orgullo y el gozo, Pero Mumford sólo ve el arte como accesorio, como adorno. Esto es, lo ve desde una perspectiva moderna, pero equivocada. De las representaciones de las cavernas, dice: «Para quien pueda dudar que en el mero esfuerzo de asegurar una provisión más abundante de alimento animal ―si ese era en efecto el propósito mágico de la pintura y el rito― la ejecución del arte mismo agregaba algo tan esencial a la vida del hombre primitivo como la gratificación carnal de la caza»[1].

¿Qué vemos aquí? En primer lugar, que se da por hecho la separación entre arte y memoria. A nuestro juicio, el arte no añadía nada; la memoria era y es en sí ese arte, pero no en el sentido pobre de lo moderno. Observemos que las asombrosas representaciones de animales alcanzan un nivel de abstracción y realismo, al mismo tiempo, que no hallamos en muchos de nuestros pintores contemporáneos. Manifiestan una maestría, producto probable del ensayo y del error, no de la revelación mística ni de la magia. Este aspecto mágico es puramente una explicación subjetiva de su efecto. Dado que no tenemos una evidencia de la evolución de esta maestría, tenemos que pensar que tuvo lugar en otros lados y no directamente en las cavernas: en la arena húmeda, en la arcilla fresca, en el barro suave, en las piedras lisas o lascas, en ciertos huesos, etc. Esto presupone, además, otros desarrollos, como el uso del color; es decir: la invención o la aplicación de la pintura. Cuando el hombre paleolítico llega a dibujar en la caverna es porque ya tiene un dominio de la pintura, de la proporción y, desde luego, de su propia mano. La representación en la caverna es prácticamente la conclusión de esta evolución física y espiritual. El arte es esa maestría, y no solamente la representación o el adorno, como creen ciertos estetas. El efecto en aquel entonces debió ser superior al que nos provoca hoy el descubrir que, antes que nosotros, y en épocas que menospreciamos, actuaron hombres con capacidades extraordinariamente desarrolladas. En los trazos y en la abstracción del animal podemos reconocer un manejo asombroso de la línea y de la forma que demuestran una evolución hacia la geometría, que aparece en el neolítico. Esta visión geométrica alcanza su pináculo con la pirámide de Gizeh del Antiguo Egipto.

«Pero noten que dos de los tres aspectos originales del asentamiento temporal tienen que ver con cosas sagradas, no sólo con la supervivencia física: se relacionan con un género de vida más valioso y significativo, con una conciencia que enfrenta el pasado y el futuro percibiendo el misterio primario de la generación sexual y el misterio final de la muerte, y lo que yace más allá de la muerte. Según se forma la ciudad, se agregará mucho más: pero estas preocupaciones centrales permanecen como la razón misma de la existencia de la ciudad, inseparable del fundamento económico que la hace posible»[2].

Mumford no es específico respecto a las «cosas sagradas», pero suponemos que se refiere a las tumbas y a los santuarios, que en apariencia no nos remiten a la supervivencia física. Mumford pasa por alto el dato de que los seres humanos, por lo menos los modernos, vemos la historia con una mentalidad diferenciadora, crítica, separadora. ¿Cómo saber si esta mentalidad evoluciona o siempre es la misma? Si Mumford parte del principio de que la evolución es real, es probable que acepte también la existencia de una evolución de las ideas. ¿Cómo funciona la memoria histórica, nos pone ante una idea primitiva o vemos esta idea sólo desde nuestra perspectiva moderna? Hemos sugerido que esta memoria vincula un punto de referencia con nuestra perspectiva rompiendo la secuencia del tiempo. En este sentido, las representaciones son memoria prolongada o continuada hasta nuestros días; la memoria histórica es conocimiento puesto a resguardo.

Estas ideas nuestras ahora sólo nos comunican la existencia de una maestría en la línea, en la visión y en la concepción. Nada nos dicen del sentido original de su creación, aunque parecen revelarnos a un ser humano muy próximo a nosotros en su potencial y en su actuación. A través de la historia vemos cómo las representaciones nos diferencian de las civilizaciones pasadas. En cambio, la de las cavernas parece aproximarnos a una esencia casi olvidada. No podemos pensar como el hombre paleolítico, pero por eso mismo no podemos deducir de los fragmentos de su existencia ideas que pertenecen por su valor a nuestra época. El hombre que abstrae la figura del animal parece proceder como todo hombre que ha adquirido un conocimiento de la técnica, que tiene una ciencia. Eso lo podemos «ver», pero la idea que plasma o persigue esa no la vemos, en su lugar vemos las nuestras, que, al provenir de una evolución, nos hacen suponer que provienen del hombre neolítico mismo. Esto, sin duda, no es más que una ilusión, pues es sólo mediante un proceso de abstracción que vemos la diversidad de representaciones históricas como la propia evolución de nuestras ideas. Si por un lado separamos y diferenciamos, por el otro simplificamos lo que nos resulta difícil de entender. La primera impresión suele ser la de una imagen dispersa, fragmentada, confusa; por lo que, o bien simplificamos dándole un orden arbitrario, pero comprensible, o bien centramos nuestra atención en cada fragmento: lo aislamos y lo analizamos. Volver a reconstruir todo parece fácil, si se cuenta con las piezas. Así, se puede reconstruir un ánfora, una pared de barro o de piedra, o incluso un complejo arquitectónico completo. Pero lo que no podemos ni agregar ni aislar, mucho menos analizar, es la idea del hombre que la concibió y fue capaz de ejecutarla. Podemos especular, por supuesto, y elaborar una hipótesis completa o parcialmente alejada de la realidad, aunque convincente conforme a nuestro punto de vista. Sin embargo, nada de eso va a reponer ni a sustituir esa idea del hombre paleolítico, o neolítico. 




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NOTAS:


[1] Mumford, Lewis; The City in History, Pelican Book; London, 1979; pp. 16 y 17. Traducción nuestra.

[2] Op. cit.; p. 18.



*Texto basado en nuestras notas escritas durante el mes de diciembre de 2006

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