domingo, mayo 16, 2010

El estudiante de arquitectura*

POR MARIO ROSALDO



Al igual que el pasado artículo de Los arquitectos y la indiferencia teórica, este breve texto es la traducción de nuestro original publicado en francés hace casi cuatro años. Del mismo modo, aunque fue escrito pensando en la situación de la enseñanza en Francia, creemos que bien puede aplicarse a por lo menos algunos casos de nuestra América. Hemos omitido el anglicismo de «job», pero hemos preferido traducir literalmente el dicho «poisson qui se mord la queue».


A primera vista nuestro estudiante no es diferente a ningún otro: él trata de vivir su vida en las horas que le quedan entre un deber y otro, o incluso durante el horario de algunas de sus clases. Siente como los otros: se alegra, sufre, duda. Y como los otros, vive su vida en compañía o en la intimidad, rodeado de gente o no. Pero si miramos más allá de estas primeras impresiones, se reconocen las diversas facetas propias del estudiante de arquitectura. Por ejemplo: por un lado tenemos a los estudiantes que ven el diseño como un acercamiento entre el arte y la técnica, y los que lo definen claramente como una ciencia; por el otro lado, situados en abierta oposición a estos dos puntos de vista, tenemos aún a los estudiantes que conciben la arquitectura más como un arte que como una técnica o una disciplina científica.

Según el enfoque, nuestros estudiantes de arquitectura resuelven sus proyectos y sus propias vidas siguiendo las ideas que les parecen las más familiares, las más adecuadas, casi sus propias ideas, las que trata de realizar por medio de sus diseños o de su conducta personal. En la mayoría de los casos, los estudiantes no viven conforme a un método, se dejan llevar por sus instintos, por sus impresiones, por sus ideales: no van más allá del simple hecho de informarse; no comienzan verificando a fondo la información que reciben. Los conceptos se consideran casi como verdades eternas o universales. Si hay una oportunidad de hacer la investigación que falta, se manifiesta solamente como el deseo de realizarla un día de éstos, o cuando el estudiante encuentre las condiciones necesarias para ello.

La prioridad de los estudiantes promedio no es la investigación en sí, antes que nada deben aprobar sus materias, ni que decir del taller de diseño: si el deber o el proyecto no les exige una mayor investigación, jamás lo harán por propia cuenta; el análisis serio de los autores y de los conceptos de éstos se deja para otra ocasión. Después de años de instrucción, durante la infancia y la adolescencia, ya han aprendido a diferenciar entre lo necesario y lo contingente, lo permanente y lo transitorio, pero también a remplazar sus necesidades esenciales, naturales, permanentes, por las necesidades de una economía demandante, nunca satisfecha. De ahí que su interés se centre principalmente en el conocimiento práctico, en el mundo del trabajo, en la posibilidad de un empleo «seguro y bien pagado».

El sistema educativo ha hecho bien su tarea, porque a pesar de la rigidez del sistema, hay una cierta sensación de libertad en la universidad: ya no es indispensable tener que reconocer la autoridad de la escuela en su conjunto, basta con reconocer la autoridad de un solo maestro. Esto es posible gracias al prestigio que le precede como arquitecto práctico, realizador de obras, o simplemente gracias a la capacidad de comunicar sus ideas, o de convencerlos. En el primer caso, los estudiantes toman en cuenta las acciones y los resultados que le han encumbrado como un triunfador, que le han hecho distinguirse moral o económicamente de todos los demás. En el segundo caso, ven más bien el aspecto intelectual. La autoridad del profesor se mantiene firme sólo mientras su reputación continúa. No estamos hablando por tanto de una autoridad absoluta.

Pero el hecho de que un promedio de estudiantes acepte la autoridad relativa de un maestro no debe hacernos pensar que no existe el estudiante rebelde o escéptico, radical o apasionado. La universidad es la última etapa de la educación, los que están ahí ya han tomado la decisión de trabajar en los diversos campos de la ciencia o del arte; el estudiante ha comprendido finalmente que un empleo es la clave para hacer lo que desea, para abrirse paso en la vida. Esto no quiere decir que él esté de acuerdo o que renuncie a sus sueños. Al contrario, acepta el desafío: transformar la sociedad «para bien de todos», a través de su trabajo, es decir, a través de su actividad física e intelectual. De suerte que se puede decir que el proceso educativo se parece un poco al pez que se muerde la cola: se sirve de métodos a veces autoritarios para propagar el espíritu y la actitud crítica.




*Publicado con el título de L'étudiant d'architecture en el blog Des nouvelles sur la génération qui vient, el 30 de agosto del 2006.

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