lunes, junio 30, 2014

Gógol, Marx y García Saldaña

POR MARIO ROSALDO




Aunque desde 1974, o incluso antes, sentimos interés por la novela Las almas muertas de Nikolái Vasílievich Gógol, no fue sino hasta fines de los setenta que por fin pudimos comprarla y comenzar a leerla. Sin embargo, a diferencia de otras ocasiones, la lectura resultó bastante desesperante; no avanzamos mucho en ese primer intento, así que pusimos el volumen en nuestro librero, en nuestra muy pequeña sección de literatura, en espera de un mejor momento. Si alguna vez tropezábamos con él, tratábamos de leer algunas páginas para dejar que nos atrapara, pero todavía no sucedía nada. Con el paso del tiempo comenzamos a preguntarnos qué era lo que realmente impedía que pudiéramos leer esta novela disfrutándola de principio a fin. Hace algunos años decidimos acabar con esta situación. Volvimos al libro de Gógol. Al principio leímos a contracorriente, luchando mucho para no abandonarlo. Llegamos a pensar que habíamos perdido la capacidad de leer por leer, sin más objeto que la recreación. Poco a poco avanzábamos sobre el difícil texto. Ahora nos damos cuenta de que nos hicimos un par de trampas para no dejar escapar el libro de nuestras manos. La primera fue tratar de entender qué era lo que nos bloqueaba compartiendo nuestra inquietud con otras personas. Pero la «terapia de grupo» no funcionó. La segunda, y la decisiva, fue irnos a leer al aire libre, bajo el árbol de pimienta, acompañados de parte de la familia y de toda la flora y la fauna del patio posterior. Ahí descubrimos que era mucho más fácil avanzar en la lectura si leíamos en voz alta a una persona cercana y querida, pues veíamos el efecto de nuestras palabras en sus sonrisas. Dando tumbos, primero, y corriendo después, leímos más de 200 páginas y llegamos al final de la Parte Primera, donde encontramos la declaración de Gógol que haría que, de repente, comprendiéramos la razón de tantas dificultades; no era que Gógol sonara extemporáneo, o ajeno a nuestras realidades sociales del siglo XXI, sino que había toda una estructura teórico-literaria que se debía tener en cuenta previamente si se quería captar por completo la vista de conjunto:

« … los lectores no deben indignarse contra el autor si los personajes que han aparecido hasta ahora no han sido de su agrado; es culpa de Chichikov, ya que en esto es dueño absoluto, y tendremos que seguirlo por donde quiera ir. Por nuestra parte, si merecemos la acusación de que los personajes son tan insignificantes y poco presentables solamente diremos que nunca se ve al principio la extensión que puede tener una cosa. La llegada a una ciudad, aunque se trate de la capital, siempre suele ser desvaída; al principio, todo aparece gris y monótono; se ve una infinidad de fábricas ahumadas, y sólo después se divisan las casas de seis pisos, las tiendas, los rótulos, la enorme perspectiva de las calles, los campanarios, las columnas, las estatuas, los torreones con el resplandor y todas aquellas maravillas que ha producido la mano del hombre; se oye el ruido y el tráfico de la ciudad»[1].

Después de esto, la lectura de la Parte Segunda no tuvo interrupciones: no había más polvo en el camino, ahora podíamos ver con nitidez el punto al que se dirigía Gógol, pero no dejó de ser descorazonador el inesperado y abrupto final. En la Parte Primera, la descripción de las aventuras de Chichikov nos habían puesto en contacto con la vida aburrida de algunos terratenientes, jóvenes, viejos y viudas, que habitaban paisajes desolados, encerrados en sus recuerdos y en sus casas en ruinas, que esperaban noticias del mundo exterior y que hallaban en la visita de un extraño el motivo para temer lo peor o para reunirse y hasta celebrar con alguna comida especial, no necesariamente deliciosa. Poco a poco vimos surgir de la penumbra una sociedad más rural que urbana, que se reunía con cualquier pretexto para hacer gala de «el buen tono» y los formulismos que daban un poco de sentido a sus vidas vacías. Las maquinaciones de Chichikov también se fueron haciendo cada vez más claras, tanto al lector como a los personajes que las sufrían. Una vez que las maquinaciones quedaron expuestas —para ellos y para nosotros— no restó sino esperar el desenlace. ¿Para qué haría falta entonces una segunda parte? Eso es justamente lo interesante de esta novela. No encontramos en la Parte Segunda el juicio moral del escritor dirigido contra su personaje central, contra Chichikov. Todo lo contrario, en esta Parte Segunda encontramos lo que algunos sociólogos de los sesenta y setenta solían llamar el «estudio de caso», esto es, la explicación socio-psicológica de su comportamiento oportunista, el cual no era exclusivo de Chichikov, sino prácticamente de toda una generación de jóvenes rusos, que había sido educada bajo las normas del mercantilismo, el utilitarismo y el positivismo:

«—¿Es usted aficionado a las vistas? —dijo Kostanjoglo, mirándolo severamente—. Tenga usted cuidado; va usted a buscar vistas y se puede usted quedar sin pan y sin vistas. Busque usted la utilidad y no la belleza. La belleza vendrá por si misma. El ejemplo lo tiene usted en las ciudades; las mejores y más bellas ciudades son aquellas que se construyeron por sí mismas, donde cada cual construía según sus necesidades y sus gustos; en cambio, las que se fundaron con un proyecto, son cuarteles, verdaderos cuarteles... Dejemos a un lado la belleza: preocúpese de las necesidades»[2].

Esta experiencia con el libro de Gógol vino a nuestra mente antes de llegar al final de nuestro estudio de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte[3], pues también en esta obra hay que esperar al avance de la lectura para que la mayoría de las preguntas que nos asaltan desde el comienzo se vayan respondiendo: ¿Quiénes son La Montaña y el Partido del Orden? ¿Quiénes son los republicanos y quiénes los monárquicos?, o ¿quién es ese Enrique V?, etc., etc. Gracias a Gógol pudimos comprender que el paso de lo abstracto a lo concreto lo hizo Marx de una manera bastante novelada, esto es, sin vender la trama desde el principio, revelándola poco a poco. Manteniendo la tensión dramática, hasta el momento del desenlace. Sólo hasta que ya había explicado cada aspecto de lo general pasaba a explicar lo particular, y entonces el esbozo cronológico de las circunstancias daba cabida a la precisión histórica del acontecimiento. En los Grundrisse hablaba Marx de elaborar una exposición como un «todo artístico». Nos parece que esa idea también la tuvo presente cuando escribió El dieciocho brumario de Luis Bonaparte. Pero no hay que dejar de advertir que Marx no confundía nunca exposición con investigación.

Cuando en 1970 Parménides García Saldaña escribe su libro más conocido y comentado, En la ruta de la onda[4], no sólo comienza haciendo una referencia a este mismo libro de Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, sino que incluso se inspira en su trama o estructura para proponer una historia de la juventud de los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo XX. Como Marx, García Saldaña hace la crónica de un acontecimiento reciente, que incluso todavía está en curso. Como Marx, García Saldaña se vale del lenguaje de sus propios sujetos de estudio. E igual que aquél, éste nos da la historia particular de cada personaje o de cada grupo. Ahora bien, la primera diferencia entre Marx y García Saldaña es que el segundo no escribe para un público estadounidense, al que hay que poner al corriente de quién es quién en la farsa francesa que el primero critica, sino que García Saldaña escribe para un público que conoce de sobra a los personajes y a los grupos en los que se centra el discurso. Es decir, no hay manera de desvelar progresivamente el asunto. La segunda diferencia entre Marx y García Saldaña es que este último deja a un lado el lenguaje de la onda, el lenguaje de los jóvenes, para descalificar a los principales artistas juveniles de los sesenta —por las enormes ganancias que obtienen— con los adjetivos de «burgueses» o «pequeñoburgueses». Cuando Marx llama a las clases sociales francesas «aristocracia financiera», «burguesía industrial», «burguesía comercial», «clase media», «pequeña burguesía» o «proletariado» no lo hace para descalificarlas, ni para introducir una terminología caída del cielo, sino para reproducir un discurso político netamente francés que se había venido empleando por lo menos desde el siglo XVIII. El mismo Luis Felipe I, rey de Francia de 1830 a 1850, utiliza la expresión «burguesía industrial» en una carta oficial. El único término que Marx utiliza como calificativo despectivo dirigido contra una sola clase social —y que puede considerarse invención suya— es el de lumpenproletariado bonapartista, término que Marx equipara al de la bohême, que se usaba entonces en Francia para referirse a «la canalla». Pero Marx en ningún momento hace extensivo este uso del término a las clases del lumpenproletariado campesino, ni a la del lumpenproletariado propiamente dicho. A diferencia de estas clases derivadas del campesinado parcelario o del proletariado francés, que son clases empobrecidas pero cuya fuerza de trabajo sigue siendo explotada, el lumpenproletario bonapartista está formado por gente sin escrúpulos, oportunistas, vividores, estafadores, es decir, por gente que no produce nada sino que vive a expensas de los demás. La tercera diferencia, y quizá la más importante, entre Marx y García Saldaña es que los flashbacks que el segundo intercala, desde el arranque mismo de la exposición, no están pensados para acentuar los perfiles de los personajes y los grupos, entendidos éstos como los actores del acontecimiento histórico mismo, sino que también ponen el acento en las circunstancias, en la farsa que se vive. Es decir, a diferencia del texto de Marx, En la ruta de la onda de García Saldaña no nos presenta un momento en que esa farsa queda atrás y se revela por completo la verdad del acontecimiento; en el texto de García Saldaña el contrapunto o la dialéctica entre farsa y acontecimiento —esto es, lo aparentemente fantasmagórico o fenoménico— no desaparece para dejar salir el acontecimiento histórico, sino que se mantiene siempre hasta el final, lo que resta claridad a la exposición de su crónica, y muestra la enorme distancia que hay entra la teoría marxista de García Saldaña y la teoría de Marx y Engels. Ya el término de flashback nos remite al enfoque psicologista de García Saldaña. El método histórico de Marx apunta hacia lo concreto, hacia lo real o empírico. El flashback lleva a García Saldaña a la exploración del subconsciente del joven de la clase media, a la vida psíquica, a lo no-empírico; lo lleva al psicoanálisis. Por último, Marx ve en las chozas prehistóricas de los campesinos parcelarios franceses la prueba palpable de la degradación que sufren bajo el régimen bonapartista; García Saldaña, en cambio, ve en la arquitectura moderna de la ciudad de México el signo que en esos años representa las aspiraciones de la clase media mexicana.

No es una casualidad que, en la segunda edición de su libro, García Saldaña mencione a Gabriel Careaga, llamándole «Careaguita», quien acababa de publicar su Mitos y fantasías de la clase media en México,[5] pues en este ensayo Careaga también intenta aplicar al estudio de la realidad social nacional un enfoque literario, psicoanalítico y sociológico, apoyado en lo que él concebía como teoría marxista. La impresión que nos dejan estos trabajos de García Saldaña y Careaga es que en los años sesenta y setenta se estaba estudiando a marchas forzadas todo lo que tuviera que ver con una alternativa al pensamiento dominante, al pensamiento liberal y conservador de los gobiernos antidemocráticos en turno. Había prisa por dar a conocer las reformulaciones que la crítica marxista podía alcanzar con la ayuda de un enfoque no economicista. Pero será en otra ocasión que estudiaremos estas propuestas a través de lo que Carega entendía por «clase media», «pequeña burguesía», «proletariado», «clases sociales», «base económica» y «superestructura».



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NOTAS:


[1] Gógol, Nikolái Vasílievich; Las almas muertas (o las aventuras de Chichikov); Editorial Sopena; Barcelona, 1972; pp. 249-250.

[2] Gógol, Nikolái Vasílievich; op. cit.; p. 335.


[4] García Saldaña, Parménides; op. cit.; Editorial Diógenes; México, 1974.

[5] Careaga, Gabriel; op. cit.; Cuadernos de Joaquín Mortiz; México, 1978.

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