jueves, diciembre 01, 2016

Jesús T. Acevedo: Apariencias arquitectónicas (Decimosexta y última parte)

POR MARIO ROSALDO



Hemos defendido la idea de que Acevedo no ve en la religión cristiana ni la única fe, ni el único fin elevado al que el hombre universal puede aspirar. Hemos dicho que la base de la investigación de Acevedo no resulta de una adopción de doctrinas, sino de la confrontación de éstas con la historia del arte en cuanto realización de las necesidades y la voluntad del pueblo, que se une por completo en pos del fin común espiritual. Y también acabamos de decir que Acevedo corrobora la presencia del espíritu observando los rasgos materiales de cada una de las edades del arte. Hemos discutido lo que primero creímos era una contradicción nuestra y, luego, de Acevedo. Nos hemos convencido al final de que su enfoque no es empírico, ni empírico-racionalista, a pesar de que argumenta con pruebas tangibles o documentadas. Esta es una atención a los escépticos. Como Acevedo mismo nos dice desde el principio, a él le basta ver lo que ya existe para comprobar que, en efecto, la historia revela lo intangible, lo esencial, esto es, el alma de los pueblos. Y, además, la vehemente aspiración de estos pueblos a elevarse a lo sagrado, a lo divino, a lo superior. No es fácil captar el realismo de Acevedo, en parte porque su exposición lírica nos hace creer que estamos frente a un puro idealista, pero también porque en esta conferencia no se propone ir más allá del señalamiento de los hechos más fundamentales del problema y su solución. ¿Es real que el pueblo quiera satisfacer sus necesidades y alcanzar sus aspiraciones de una vida plena? ¿Es real que pueda hacerlo a través de la unión voluntaria como asegura Acevedo se hizo antes en la edad del gótico? Acevedo está convencido de que es real. Y aunque no esboza un concepto de pueblo se refiere a él como el conjunto real de clases sociales que en esos años constituyen la sociedad porfiriana. Desde la perspectiva de la historia del arte, Acevedo ve que la unión del pueblo se puede lograr de manera absolutamente voluntaria. Le convence el hecho de que todos necesitamos satisfacer tanto necesidades físicas como espirituales, de que todos queremos una vida mejor. Esta es una realidad que nadie negaría en la actualidad: el individuo y la colectividad responden a necesidades materiales y espirituales y desean ser felices. Llama la atención que Acevedo vea en la satisfacción de las necesidades físicas e intelectuales de los humildes el catalizador del verdadero cambio. Pero, si aceptamos que Acevedo se apega a lo que ve, en este caso, al pueblo que ve, hemos de aceptar también que estas ideas de la unión y del verdadero cambio resultan de una atenta observación de la realidad, no de ninguna doctrina, no de ninguna teoría.

Como prueba de lo anterior, confrontaremos el realismo de Acevedo con aquellos precedentes que hubieran podido influirlo. Pongamos en la balanza coincidencias y diferencias.

Comencemos con una referencia incidental que él mismo nos da[1]: el libro del siglo XV, Imitación de Cristo, el cual se atribuye al canónigo agustino Tomás de Kempis y se considera como uno de los orígenes de esa nueva devoción. Lo primero que notamos es que Acevedo no habla, como el mencionado libro, de un sacramento, de una sagrada comunión con Dios, ni de la necesidad de ser uno con Jesucristo; que no promete, como la doctrina cristiana, una vida eterna en el cielo, ni bienes, ni consuelo por las aflicciones terrenales sufridas; que, discrepando de esta doctrina, no ve en la humildad de los hombres la renuncia ni a la ciencia, ni a las propias aspiraciones, menos a la vida mundana. Acevedo tampoco habla, como Kempis, de someterse a lo superior, esto es, de servir exclusivamente a Dios y a sus representantes prelados. Sin embargo, todo parece implícito cuando él rechaza la palabrería, cuando exige ver más con la voluntad que con los sentidos, más con el deseo que con la especulación científico-racional; o cuando da por sentado que ricos y pobres pueden aspirar ardientemente a la realización de todas sus necesidades materiales y espirituales por medio de la más completa unidad de voluntades que ascienda al fin superior, a la bóveda celeste; es decir, cuando aduce que, si en verdad se lo propone, un pueblo solidario con el más humilde puede producir una vida material armónica pues entonces le mueve el espíritu, la esencia universal del hombre que —como se habría demostrado ya en su conferencia— se manifiesta en cada edad del arte porque es actividad creadora. Lo que nos convence de que Acevedo en verdad no ve en la Imitación de Cristo algo más que una influencia benigna, es, no su expreso rechazo a las soluciones utópicas o fuera de este mundo, sino el claro papel determinante que le atribuye al pueblo. Éste es la referencia real que condiciona todo el esquema discursivo de Acevedo. Entendemos que, con la alusión a la Imitación de Cristo, Acevedo únicamente nos informa que él, al igual que el pueblo, pese al laicismo y al positivismo de los liberales, ha podido conservar si no una fe absoluta en la doctrina o la Iglesia como institución, sí una fe en la vida práctica del cristiano, que aspira a una vida colectiva justa y equilibrada, tal como la que demandaban por esas fechas los socialistas, los anarquistas y la generalidad de los demócratas liberales. Acevedo no esboza un concepto del fin superior o espiritual. En vez de eso, presta atención a lo que el pueblo de México demuestra querer en los hechos, en su cotidianidad. A decir verdad, Acevedo ni siquiera insinúa que el pueblo debiera aspirar a este o aquel fin, se atiene a lo que el mexicano manifiesta de manera patente —por lo menos desde ese entonces— como sus objetivos primordiales, a saber, la satisfacción de sus necesidades naturales y sociales y el cumplimiento de sus más caros deseos de una vida libre y feliz, material y espiritualmente plena. Es el pueblo mismo el que —según Acevedo— responde aquí y ahora a la vida terrenal, sin dejar de aspirar al premio divino del cielo. Acevedo renuncia a la individualidad del artista para abrazar la unidad comunal. Si se acerca a la devotio moderna o, al mismo tiempo, se distancia de ella, es por causa de esta contradicción esencial o, si se prefiere, de esta conciliación esencial en los fines populares que él toma como punto de referencia y de arranque.

El antecedente histórico nacional no se hace presente en Acevedo más que como una referencia muy indirecta. La lucha política o armada entre el partido liberal y el conservador, que a lo largo de casi todo el siglo XIX tiene lugar en México, aparece en Acevedo como un dato lejano y desvanecido. Ni siquiera los conceptos que emplea nuestro arquitecto contribuyen a conectarlo con la teoría y la práctica nacionales que le preceden. El sentido en que usa conceptos como unidad, pueblo y voluntad es del todo diferente. Nos refieren a una realidad tanto histórica como presente que ni los personajes liberales y conservadores, ni sus historiadores, pudieron admitir, sin duda debido a lo que ya entonces se llamaba «espíritu de partido». Mientras estos personajes y estos historiadores sólo vieron en el pueblo clases sociales que debían unirse en torno de la clase gobernante o en torno de las capas más ilustradas de la clase media, Acevedo no ve otra solución que la propia conversión del pueblo rico y pobre, humilde y no-humilde, en un todo orgánicamente unido, en el cual lo material vuelva a expresar lo esencial, el alma del pueblo; es decir, que lo material junto con lo espiritual responda a las necesidades y aspiraciones verdaderas del pueblo, no a los intereses de unos cuantos. Por ejemplo, en 1842, Mariano Otero hablaba de un necesario equilibrio entre el progreso material y el progreso moral, pero dejaba en manos de la clase media, en especial de la clase política, la búsqueda y realización de este equilibrio, esto es, el perfeccionamiento de las leyes que hicieran posible el desarrollo armónico de ambos progresos[2]. En Otero, en términos de democracia y elecciones, la voluntad soberana de la nación se opone a la de la minoría, o a la voluntad y capricho de un dictador[3]. Otro ejemplo, en 1905, Justo Sierra veía no en la clase media como tal, sino en la conciencia de un individuo solo, quien se había elevado de la clase baja a la clase gobernante, la característica que todo guía del pueblo debía poseer: una visión completa de lo que hacía falta llevar a cabo para establecer el Estado liberal y laico[4]. Sierra concibe la voluntad del ejército popular como la potencia moral que ha de vencer a la fuerza militar profesional[5]. Ahora bien, al asumir su tesis realista, según la cual el pueblo coincide en sus demandas materiales y espirituales, lo que podría llevarle a desear y realizar —como en la edad del gótico— una unión solidaria en torno de un mismo fin elevado, Acevedo deja toda la iniciativa a este pueblo y se limita a notificarnos la urgencia de la fusión plena del artista y el pueblo. En cambio, quienes toman partido por la clase media, por cualquiera de las capas que la componen, o por el individuo plenamente consciente —un gobernante o un educador—, encuentran mejores oportunidades para actuar directamente en la vida pública nacional. Las diferencias son evidentes, no sólo porque Acevedo pone como condición la satisfacción de las necesidades y aspiraciones físicas y espirituales de la clase más humilde, sino también porque no ve ni en el puro conocimiento más lúcido, ni en la elevación económica y moral de una clase a otra, la solución buscada. Acevedo ve que al final en los hechos todos aspirarán a lo mismo: satisfacer sus necesidades y hacer realidad su deseo de trascendencia. En la unidad social que Acevedo concibe, apoyado en la historia del arte, la voluntad libre y las acciones desinteresadas del pueblo son las únicas que pueden y deben decidir los destinos del individuo y la colectividad. Sea que el pueblo real se encamine o no a esta voluntad y estas acciones, él y ellas son las referencias objetivas de Acevedo.

Por último, hay una referencia que se sobreentiende: la Academia Nacional o Escuela Nacional de Bellas Artes (Academia de San Carlos), donde Acevedo estudia la carrera de arquitectura. Dado el enfoque de Acevedo, ¿quién habría podido ser una gran influencia en él durante su formación profesional si no un profesor de historia del arte de esta Academia? En 1892, el abogado, historiador y crítico de arte Manuel Gustavo Revilla había sido nombrado por la Junta de Gobierno de la Academia «profesor de Historia de las Bellas Artes»[6]; cuando Acevedo ofrece su conferencia en 1907, Revilla todavía ostentaba ese cargo. Además, el Plan de estudios de la Escuela Nacional de Bellas Artes de 1903[7] confirma que hasta entonces sólo había un profesor de historia por generación. Comencemos con las coincidencias. Revilla y Acevedo coinciden 1) en que el renacimiento no fue un espíritu liberal o «informador», sino algo menor[8], 2) en que el arte evoluciona conforme al espíritu o a un impulso material[9], 3) en que el destino o la disposición interior de la obra arquitectónica debe acusarse en la fachada, en la apariencia del edificio[10] y 4) en que el arte debe responder a la época[11]. La diferencia fundamental entre ellos es que, mientras Revilla mira la variedad de formas arquitectónicas, que surgen desde fines del siglo XIX, como la característica propia de la nueva arquitectura[12], Acevedo sostiene que debe cumplirse una condición para que el nuevo tipo, la nueva arquitectura directriz, surja: que el pueblo mismo se vuelva su creador. La segunda diferencia, derivada de la fundamental, tiene que ver con el concepto de pueblo. Para Revilla, el pueblo es el que prospera, evoluciona, el que se eleva a la civilización y la cultura, ya como nación, ya como clase social. Un ejemplo de esto último sería Eugenio Landesio quien, de hijo de platero, llega a ser un reconocido especialista del paisaje en Roma. Luego, se traslada a México como profesor de paisaje de la Academia de San Carlos. Por su integridad moral y talentos, en nuestro país termina relacionándose «con familias de la buena sociedad»[13]. Por si nada de esto hace ver la honda diferencia entre Revilla y Acevedo, puntualicemos: el concepto de pueblo de Revilla no nos remite a los humildes ni a la unidad voluntaria de ricos y pobres, sino a las clases privilegiadas, a lo mejor de la sociedad, a lo más escogido. Corroboramos en efecto que Acevedo rompe con la historia del arte que ha aprendido y con el concepto académico de arte transmitido por Revilla. Acevedo orienta el uso de los nuevos materiales y las nuevas técnicas constructivas hacia la creación progresiva y colectiva tanto de un nuevo tipo arquitectónico como de un nuevo individuo y una nueva comunidad. Al tener por referencia al pueblo, Acevedo piensa en términos de participación o colaboración. Revilla en cambio adecua el arte a las necesidades de las clases privilegiadas y al espíritu de invención del artista.






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NOTAS:


[1] Acevedo, Jesús T.; Conferencias del Ateneo, UNAM, México 2000; p. 265.

[2] Otero, Mariano; Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política que se agita en la República Mexicana; Imp. Ignacio Cumplido; México, 1842.

[3] Ibíd.; pp. 100, 106, 108 y 125.

[4] Sierra, Justo; Juárez: su obra y su tiempo. Estudio histórico; J. Ballescá y Compañía, Sucesores; México, 1905.

[5] Ibíd.; p.118.

[6] Revilla, Manuel Gustavo; Obras; Tomo I Biografías (Artistas); Imp. De V. Agüeros, Editor; México, 1908; p. VI.

[7] Secretaría de Estado y del Despacho de Justicia e Instrucción Pública. Sección de Instrucción Preparatoria y Profesional; Plan de Estudios de la Escuela Nacional de Bellas Artes; Tipográfica Económica; México, 1903.

[8] Revilla, Manuel Gustavo; El Arte en México, en la época antigua y durante el gobierno virreinal; Oficina Tip. De la Secretaría de Fomento; México, 1893; p. 4.

[9] Ibíd.

[10] Revilla, Manuel Gustavo; Obras; Tomo I Biografías (Artistas); Imp. De V. Agüeros, Editor; México, 1908; pp. 32-33.

[11] Revilla, Manuel Gustavo; El Arte en México, en la época antigua y durante el gobierno virreinal; Oficina Tip. De la Secretaría de Fomento; México, 1893; p. 57.

[12] Revilla, Manuel Gustavo; Obras; Tomo I Biografías (Artistas); Imp. De V. Agüeros, Editor; México, 1908; p. 33.

[13] Ibíd.; p. 336.

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