miércoles, enero 28, 2015

Lectura espontánea, lectura científica

POR MARIO ROSALDO



Por regla general, en nuestras investigaciones intentamos establecer desde un principio qué es lo que piensa el autor cuyo libro estudiamos y qué es lo que pensamos nosotros acerca de ese pensamiento que está expuesto con el propósito de convencernos o de simplemente suscitar en nosotros la libre reflexión. La idea básica es identificar cuáles son sus prejuicios y cuáles los nuestros. Pero este procedimiento no resulta nada fácil. Toma un cierto tiempo distanciarse de las formas habituales con las que vemos las cosas, para comenzar a verlas desde el punto de vista de otra persona, en especial cuando se trata de un autor que argumenta a favor o en contra de la interpretación dominante respecto de una circunstancia generacional, o de un acontecimiento social, que hemos vivido parcial o completamente; o de un autor que intenta ofrecer un enfoque novedoso, o de otro que simplemente defiende un enfoque ya existente y establecido. Esto tiene que ver con dos hechos; el más común, el de que es difícil que dos personas, autor y lector, coincidan enteramente en la percepción de los objetos reales o intelectuales que tienen frente a sí, teórica o prácticamente. Siempre hay diferencias en los detalles, en el ángulo de observación, en la intención y los alcances del estudio, en las condiciones en que se trabaja, en las habilidades individuales para comprender o examinar las ideas que se nos comunican, o que nos surgen a media lectura, y en la aplicación de los métodos y el criterio; pues, o bien se cree por algún tiempo todo lo que se lee y se imagina, o bien se contrapone inmediata y constantemente una objeción a cada juicio y a cada imagen que nos formamos del mismo. Y, el más específico: el de que durante este estudio nos adentramos en el enfoque de un autor, o de un interlocutor, sin soltar jamás la cuerda de salvamento, sin deshacernos del talismán ni de la palabra mágica que en cualquier instante nos devuelve a nuestra cotidiana y personal realidad, a nuestra ubicación original dentro o fuera de la lucha de partidos. Sucede que a veces el investigador olvida que los puntos de referencia, que se establecen provisionalmente para no extraviarse durante el estudio objetivo de un autor o un tema, deben modificarse cada vez que la nueva información lo exija. Las migas de pan, la pista de ceniza y el hilo de oro de Ariadna nos permiten escapar de bosques y laberintos teóricos, mantener siempre a la vista una salida frente a un argumento o demostración con la que no estamos de acuerdo desde el inicio, pero no sirven en absoluto cuando lo que en realidad queremos es identificar los prejuicios que nos impiden ponernos en los zapatos del otro, capturar el sentido propio de su exposición y no las correcciones que les imponemos. De hecho, esas referencias son parte del obstáculo que nos impide reconocer cabalmente que criticamos a partir de prejuicios, de esquemas prefabricados, de consignas y banderas, no de manera objetiva como creemos.

El papel de los prejuicios en el acercamiento o el alejamiento entre autor y lector es de primer orden. Los prejuicios provocan múltiples errores de lectura, pero basta un error de lectura casual para que autor y lector se alejen o se acerquen sin bases firmes, reales. Una lectura o interpretación metódica prejuiciada tampoco evita este alejarse o acercarse sin fundamentos. Más pronto o más tarde se descubre la equivocación. Y vienen las rupturas, los giros en 180 grados. Sabiendo que vivimos en un mundo donde la coincidencia de opiniones es casi imposible, como lectores espontáneos nos resulta sumamente atractivo encontrar autores que parecen hablar con nuestros propios términos, que parecen ver la realidad tal y como nosotros la vemos, o justo como quisiéramos verla. La atracción puede durar unos minutos, unas semanas o toda una vida, aun cuando sepamos de cierto que el autor ya no piensa ni ve las cosas según creíamos. Esto vale sin duda para cuando actuamos de buena fe, sin que nos guíe más interés que el identificarnos con el otro, que el afirmarnos como individuos libres y seres sociales inteligentes. Pero, ¿qué ocurre cuando perseguimos un fin utilitario, sea económico, sea político? Aquí la supuesta coincidencia queda determinada por un fin individualista o clasista. Entonces bastará que haya un mínimo de coincidencias, o que esas coincidencias sean meramente aparentes, para hacer causa común con el autor o los autores durante el tiempo que deje beneficios mutuos o sólo a uno de ellos. Naturalmente, lo contrario también es cierto, las diferencias con aquél o aquéllos pueden unirnos en calidad de sus opositores en un proyecto político o económico alterno. ¿Es que no podemos evitar todo esto y por esa razón tenemos que trabajar siempre con la deformación de los prejuicios? ¿Se reduce todo a tomar partido por tal o cual bando? Para encontrar las respuestas, no debemos perder de vista que la investigación no es únicamente la obtención de datos reales o hipotéticos acerca de un asunto que nos interesa desentrañar, sino también el banco de pruebas donde aprendemos a comprender mejor lo que leemos y lo que inferimos provisionalmente de nuestras lecturas. Ese «provisionalmente» quiere decir «esquemáticamente» pero también «de forma prejuiciada», si entendemos como prejuicio cualquier idea que se adelante en una opinión tan sólo para corroborarla más tarde. En las primeras etapas de la investigación se trata sobre todo de entender el sentido de la argumentación que leemos. Sabiendo que este sentido puede ser idealizado y convertido en algo muy distinto de lo que pensaba el autor, buscamos la explicación que él mismo nos da al respecto. A veces se reconoce el sentido original identificando la tendencia que suscribe voluntariamente nuestro estudiado, otras dicha tarea es también muy complicada. No es menos difícil ponerle un adjetivo a nuestro propio partido o punto de vista. Y esto es decisivo si en verdad queremos ser imparciales en la lectura. Admitir que aspiramos a ser científicos no siempre es fácil.

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