jueves, julio 28, 2011

La ciudad en la historia de Lewis Mumford (Segunda parte)*

POR MARIO ROSALDO



ESTUDIO DEL PRIMER CAPÍTULO

El siguiente apartado de Mumford, «Cemeteries and Shrines», no es menos interesante. Su visión nos plantea que antes que surgiera una ciudad como tal surgieron los cementerios, surgió la ciudad de los muertos. Además, las tumbas de los ancestros revelarían una preocupación por lo espiritual y lo subconsciente:

«El respeto del hombre primitivo por la muerte, en sí mismo una expresión de la fascinación por las poderosas imágenes de la fantasía diurna y el sueño nocturno, acaso tenía un papel mucho más relevante que las necesidades más prácticas al impulsarle a buscar un lugar fijo de encuentros y finalmente un asentamiento ininterrumpido. Entre las inseguras correrías del hombre paleolítico, la muerte era la primera que tenía una morada permanente: una caverna, un montículo marcado con una pila de piedras, un túmulo colectivo. Estos eran monumentos a los cuales los vivos probablemente regresaban a intervalos para estar en íntima comunión con los espíritus ancestrales, o para apaciguarlos»[1].

Poner las cosas así, nos parece, es un poco invertir la perspectiva, aunque no deja de ser una visión sorprendentemente atractiva. Ahora nos resulta relativamente fácil entender o, mejor dicho, establecer una relación entre lo subconsciente y cualquier práctica. Pero, tal relación significa que contamos con una cierta cantidad acumulada de experiencias, pues lo subconsciente no aparece de la nada (y para Freud lo subconsciente no es el «instinto», éste apenas es el umbral de la vida psíquica). No es lo subconsciente lo que nos puede llevar al respeto por los muertos en cuanto un puro temor, o en cuanto un alucinante caleidoscopio de imágenes. Para que esto se dé es necesario una serie de actividades y conocimientos. Las impresiones por sí solas no generan nada, excepto si se está buscando respuestas, excepto si existe una predisposición observadora, que en su fruición por absorber todo se ve obligada a discernir la información, asimilando en seguida lo más coherente (lo más simple), y dejando para después lo más complicado. Es decir, pensamos que son los actos prácticos los que deben haber propiciado este respeto a los muertos.

Pongamos por caso que muere el guía de un grupo de hombres del Paleolítico. Guía que desde luego podría ser hombre o mujer. Con él se pierde una invaluable experiencia, que podía seguirse, obedeciéndolo o imitando su comportamiento, mientras estaba vivo; pero, una vez que ha muerto, dicha experiencia se reduce a la memoria, al recuerdo de su ejemplo. ¿Cómo salvar parte de esta experiencia?, ¿cómo evitar olvidar el ejemplo del guía? Sin duda se le querría mantener vivo de alguna manera, construyéndole un sitio permanente, fijo en el tiempo y en el espacio: un punto de referencia. Así, volver a su tumba sería volver un poco a la memoria de su experiencia. Sería salvar, real o simbólicamente, parte de la experiencia de un guía y su grupo como un legado para los descendientes.

Esto es, más que adorar a los muertos, se debió tratar de mantener vivo un recuerdo, el poder de una experiencia, sea útil o simplemente sentimental. Los animales tienen lugares para morir o se alejan de sus grupos para morir solos. El temor los aparta de sus propios muertos, excepto en el caso de los carroñeros o de los que se comen a su propia especie. Pero los hombres vuelven al lugar de sus muertos. Cuidan los cementerios porque de alguna forma siguen considerando vivos a sus muertos. Nos parece, pues, que no es tanto el culto por la muerte como el culto por la vida lo que pudo haber llevado al hombre paleolítico a construir cementerios.

Por sus huellas el hombre puede volver al punto de partida, al punto de origen. Si a la posibilidad de que las huellas desaparezcan, por el viento o la lluvia, por la nieve o el crecimiento de la hierba, o por los derrumbes, etc., se la resuelve con pequeñas o grandes marcas, la memoria se fortalece. Se aprende el camino y se puede repetir la acción sinnúmero de veces. No ocurre a la inversa. Subconciencia y memoria dependen de los actos, sin éstos no hay imágenes ni fantasía.

Los primeros túmulos o ídolos, o las primeras piedras consagradas, debieron estar dedicados a los tutores, a los guías del grupo que poseían cierto conocimiento proveniente de la experiencia individual y colectiva, y, en su momento, de las generaciones precedentes. Del «instinto» al conocimiento parece mediar un abismo, si comparamos a los animales y los hombres. Pero no siempre el conocimiento es la mejor solución, a veces el animal procede con mayor efectividad que el hombre intelectual, racional o consciente. La respuesta inmediata del «instinto», aun con los riesgos de error o temor, supera en muchas ocasiones el proceder prejuiciado del hombre, cuya indecisión no pocas veces lo deja inmóvil. El guía debió haber procedido antes que nada por «instinto» en defensa de su descendencia, en defensa acaso también de su predominio como especie y como jefe de un grupo.

Preservar la memoria y los conocimientos lleva a fijar el tiempo y el espacio. La importancia que, en el Paleolítico, pudo haber tenido la forma y la función, el espacio mismo, no debió consistir en la relación arquitectónica ni estética que ahora hacemos de ellas, sino, primeramente, en la necesaria resolución del problema de la supervivencia, en las respuestas inmediatas o necesarias frente a las circunstancias: la indecisión del grupo podía significar su exterminio. La vida era entonces, como ahora, el valor más preciado, aun cuando sólo se tuviera un conocimiento «instintivo» de él, o apenas comenzara el aprendizaje plenamente consciente de ese valor. La memoria de la cueva o caverna se da sobre todo en relación a la protección, al refugio. Origen (nacimiento) y cueva se asocian «instintivamente». En este sentido, los ritos y las marcas son producto de actividades orientadas a salvaguardar la vida en un medio desconocido u hostil; traducen la experiencia y representan un conocimiento específico.

Pensando en las pinturas rupestres, Mumford se pregunta: «Si como sostienen algunos el diseño estético fue solamente una consecuencia de la magia, ¿no ejerció de todas maneras una magia especial propia, que devolvió a los hombres a la escena de su primera expresión de triunfo?»[2] En realidad la perspectiva sigue invertida. Estas representaciones no nos devuelven al pasado, privilegiando el presente, sino que están ahí demostrándonos que el presente y el pasado forman un solo proceso. No hay un atrás ni un adelante. Haber fijado el tiempo y el espacio es el verdadero poder de estas imágenes, de estos hitos. Nos devuelven la memoria y nos ubican en un solo punto del espacio. La caverna así marcada es un recuerdo perenne en la memoria colectiva. Es la visualización de nuestra conciencia, de nuestra experiencia histórica.

Al plantear que la forma y la función (o propósito), junto con el espacio que comprenden, tienen que ver con el surgimiento de la ciudad, Mumford no hace más que interpretar el proceso histórico en términos de la visión moderna de la arquitectura que se tenía en la época en que escribió el libro. Pero, ¿es a partir de la forma y el propósito que se llega a algo próximo a la ciudad? El mismo Mumford nos recuerda que las ciudades o los pueblos se asentaban no sólo cerca de las fuentes de alimentos y agua, sino también en sitios protegidos por ríos, pantanos o difíciles accesos. Esto hace referencia, no tanto a una forma o a una función, o a un espacio, como a la necesaria protección práctica de la comunidad.

Si bien podemos deleitarnos con la asociación que Mumford hace de la montaña y la caverna con la pirámide y su cámara mortuoria, no podemos dejar de ver ahí, por encima de todo, ese impulso humano a establecer un punto fijo en el tiempo y en el espacio. La experiencia que se repite en los modelos de la pirámide no responden a una forma y a una función preconcebidas, sino que aquéllos son probablemente resultado de un largo desarrollo basado más en métodos de ensayo y error que en prefiguraciones. Es la observación de la naturaleza y la experiencia constructiva la que lleva a la pirámide que conocemos hoy, no pudo ser una intuición matemática aislada de toda experiencia práctica. Es la experiencia constructiva la que lleva a relacionar altura y base, a deducir que el incremento de la primera hace necesario el incremento de la segunda, y que el peso debe distribuirse del área menor a la mayor en una forma escalonada o piramidal. El hombre no pudo haberse propuesto sin ninguna experiencia previa la construcción de una montaña, para luego cambiar de opinión y decidir que era mejor hacer una pirámide.




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NOTAS:


[1] Mumford, Lewis; The City in History, Pelican Book; London, 1979; pp. 14 y 15. Traducción nuestra.

[2] Op. cit.; p. 16.



*La redacción original del texto es del 16 de agosto de 2005.

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