jueves, junio 30, 2011

La ciudad en la historia de Lewis Mumford (Primera parte)*

POR MARIO ROSALDO



ESTUDIO DEL PRIMER CAPÍTULO[1]

La lectura del Prefacio nos da la impresión de que, al hablar de «formas y funciones» Mumford tiene muy presente los temas del movimiento moderno, si bien se debe aceptar que estas ideas también tienen relación con la biología, y desde luego con algunos enfoques sociológicos y antropológicos. Respecto a su propio enfoque nos aclara que es sobre todo empírico: «...mi método exige experiencia personal y observación, algo que los libros no pueden remplazar...»[2]. Sin embargo, la especulación no está ausente en Mumford como puede apreciarse al inicio del primer capítulo, en el apartado «The City in History». Sus ideas siguen ahí la línea de pensamiento que recordamos de El mito de la máquina: no sólo ha habido una sobrevaloración de la máquina, sino que también hemos creado un entorno, una megamáquina, frente a la cual es urgente tomar decisiones inteligentes a favor de la humanidad. Es decir, o desarrollamos lo más humano de nosotros mismos o nos rendimos a la deshumanización, nos volvemos máquinas nosotros mismos. Para Mumford, el hombre histórico es el que transforma el medio en favor de la vida, es el hombre creativo, pleno de sentimientos y conciencia; y el hombre post-histórico es el deshumanizado, el que ha dejado de crear y sentir, de vivir como hombre, y que se ha vuelto una máquina[3].

Pero la especulación no queda ahí. Pese al tono pesimista, «escatológico», diría Charles Jencks, Mumford se esfuerza verdaderamente por encontrar motivos o razones válidas por las cuales nosotros pudiéramos volver a creer en el hombre y su sociedad. Mumford propone la vuelta a los comienzos de la ciudad a fin de distanciarnos lo suficiente de las tareas inmediatas del presente. Esta profundización del punto de vista del espectador, hacia el origen mismo de la ciudad, intenta hacer que la perspectiva pierda sus limitaciones y se abra literalmente a un nuevo horizonte. Se entiende que la idea de Mumford es en esencia contrastar el presente con el pasado para ver qué hemos ganado y qué hemos perdido. Además, considerando que en Mumford se da la perspectiva de una caída hacia la máquina, la automatización, la deshumanización, podemos pensar que dicho contraste deberá ofrecer opciones para recuperar lo perdido. Igualmente parece lógico pensar que entre más nos alejemos de la época industrial más será posible ver al hombre en pleno control de su poder físico e intelectual. Pero una máquina es también un artefacto mental. De hecho es un producto de la capacidad imaginativa e inventiva humana. Tendríamos que ir atrás en el tiempo justo al momento anterior a que el hombre fuera capaz de realizar sus ideas, de representarlas, además de pensarlas. Como dice Mumford, el idioma y el ritual han dejado pocos restos, pero éstos están ahí en las cuevas y revelan esa creación de artefactos mentales que hizo posible que se estableciera este puente entre la llamada prehistoria y nuestra época. Los dibujos y pinturas de las cuevas son jirones del pasado que han sobrevivido y continúan siendo presente. Ver el pensamiento, las ideas, como artefactos permite reconocer que entre un artefacto mental y una máquina sólo media la posibilidad de su realización. Es decir, ver en la pura máquina una creación diabólica o autodestructiva equivale a decir que nuestra capacidad creativa se aniquila ella misma, que nuestro poder de creación se vuelve contra sí mismo. Hay implícita en esto una visión religiosa del bien y del mal, del pecado original. En cambio, si vemos los artefactos mentales no sólo con un sentido negativo, como ideología obsesiva o falsa conciencia, sino además como objetos mentales del tipo que sean, el concepto nos permite percibir que las máquinas son nuestras creaciones y que, por muy destructivas que resulten, su uso o destino no está determinado por el sólo hecho de haber sido creadas en la mente como idea primaria o incluso como proceso constructivo mismo, sino por las circunstancias de su creación. Cierto es que el individuo puede participar voluntariamente en la visión destructora, pero no es menos cierto que la voluntad es libre únicamente si se la libera de la determinación social. Por si eso fuera poco, las actitudes destructivas de un grupo social no representan la naturaleza del ser humano, aun cuando este grupo sea el dominante.

Es sumamente interesante esta idea de que las pinturas de las cuevas, o los petroglifos hallados en diversas partes, son artefactos que atraviesan nuestro concepto del tiempo. Son un recuerdo de que hemos estado aquí creciendo en todos los sentidos desde fechas que los mismos símbolos representan. Los artefactos han conseguido eternizar el tiempo, son la memoria del ser humano hecha piedra, pintura y magia.

En el segundo apartado del capítulo uno, Mumford hace una exploración de la naturaleza humana mediante la comparación con los animales. Por principio, reconoce en muchas especies animales la misma tendencia del hombre a la vida social. La migración y el asentamiento también son semejantes entre el hombre y los animales. Mumford desliza la idea de que la proclividad a almacenar y a establecerse puede ser un rasgo original humano[4]. Aquí no hace la comparación con los animales que también almacenan y se establecen en los tipos de bosques o ecosistemas en los que encuentran su alimento. Como la transformación del medio ambiente también aparece en los animales, Mumford nos habla de la ingeniería de los castores y su organización en parte semejante a la sociedad del hombre, por lo menos a lo que pudo haber sido en sus inicios. Por último llama nuestra atención hacia los insectos cuyas colonias o nidos forman estructuras tan complejas, como las ciudades, que podrían considerarse preludio de éstas. Nos recuerda que ciertas hormigas tienen incluso una organización social de castas y practican la domesticación y la esclavitud.

Ciertamente reconocer estos rasgos humanos en los animales no solamente nos evita caer en especulaciones metafísicas sobre el ser o no ser de la naturaleza humana, sino que también nos hace preguntarnos ¿cómo estos rasgos, que parecemos compartir con toda clase de animales o insectos, fueron adquiridos por ellos mismos? Esto es, nos da una base aparentemente segura para dar rienda suelta a nuestra imaginación. Sin embargo, la primera duda debe ser, ¿son estas semejanzas tan reales como las vemos o sólo vemos aquí lo que deseamos ver? Los animales también saben imitar, ¿imitaron al hombre, o el hombre los imitó a ellos? La falta de un pelambre que proteja su piel, de colmillos y garras que lo defiendan y garanticen en mayor grado la eficiencia de su ataque, o de una resistencia física y una fuerza proporcionales como la del león o la de la hormiga, convierte al hombre en un gran observador, en un gran imitador y, al poco tiempo, en un gran experimentador. En otras palabras, más que las semejanzas son las diferencias las que pueden llevarnos a la especificidad del hombre. Por supuesto, siempre queda la gran pregunta, ¿cómo el hombre quedó tan desprovisto? Esto es, ¿nació así o se transformó gracias a su capacidad de raciocinio? Nuestra hipótesis necesita del estado en que el hombre está desprovisto de las ventajas o los dones de los animales. Pero si no hay una pérdida, ¿se trata acaso de una atrofia?, ¿atrofió el raciocinio las demás cualidades?, y si este pudiera ser el caso, ¿cómo lo hizo? A propósito de raciocinio, parece mucho más razonable pensar que, ante las carencias, el hombre es empujado a crear, a resolver problemas y situaciones, a observar y aprender. Claro está que pensar así es poner las cosas en el orden que nos conviene.




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NOTAS:



[1] Mumford, Lewis; The City in History, Pelican Book; London, 1979.

[2] Op. cit.; Prefacio, p. 7. Traducción nuestra.

[3] Ibíd.; p. 12.

[4] Ibíd.; p. 13.



*Texto basado en nuestro estudio del mes de diciembre de 2006; Cuaderno 2006(5).

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