martes, marzo 04, 2008

Arte, ciencia y simulación

POR MARIO ROSALDO



La insistencia de la crítica de arquitectura de tendencia cientificista en exponer sus ideas a través de una terminología que se asemeje formalmente al lenguaje científico, no es nada nuevo. Obedece en general a la idea equivocada de que las nuevas palabras o las redefiniciones abstractas pueden cambiar la realidad. Sin embargo, la historia de la ciencia nos demuestra que los cambios en sus conceptos y teorías no se dieron por anticipado, no fueron consecuencia directa de la invención de neologismos, sino que fueron resultado de un largo y lento proceso de experimentación y razonamiento. Sólo en la medida que la ciencia se fue estableciendo se pudo ir depurando el lenguaje común hasta convertirlo en un lenguaje propiamente científico. No sucedió a la inversa. La discusión que existe hoy día respecto al uso apropiado de los conceptos científicos como conjetura, teoría y método científico, o sobre las interpretaciones que se deben hacer de ellos, pertenece más bien al campo de la filosofía de la ciencia. Y es que a menudo se nos olvida que la ciencia como concepto histórico y filosófico difiere mucho de la ciencia como realidad. Una cosa es lo que podemos esperar o desear de la ciencia, y otra muy distinta lo que la ciencia es en su práctica.

Así que no es sólo cuestión de introducir una terminología extraída del campo de la filosofía o de la psicología para que ésta rinda frutos en la historia, en la teoría o en la crítica de la arquitectura. Tampoco es sólo cuestión de definir la arquitectura como una ciencia para que el problema ético y político planteado por las vanguardias de principios del siglo XX se diluya, o para que los debates en torno a su definición se den por terminados. Claro que está completamente justificado el uso del calificativo de ciencia o ciencias de la arquitectura, si tomamos en cuenta que en su origen arte significó técnica, en el sentido de ciencia o conocimiento que se tiene para hacer algo con destreza, con habilidad. Pero si la idea es equiparar la arquitectura a las ciencias naturales o a las ciencias sociales, mediante la instauración y aplicación de una terminología y un método científico preconcebidos, entonces no sólo se está procediendo de una manera completamente anticientífica, sino que además se está intentando cerrar el paso a un debate como el que acompañó al surgimiento de la ciencia en los siglos XVI, XVII y XVIII.

El arte participó desde el inicio en este debate, ora para definirse como parte de la nueva ciencia, ora para defender su herencia metafísica. Para el arte ese debate, que ha sido el origen de su teoría y de su crítica, no ha terminado. Veamos esto rápidamente. En 1550 Giorgio Vasari (1511-1574) adelanta la tesis de que los antiguos y modernos (en este caso los artistas toscanos) poseen una ciencia y una técnica que supera «el trabajo germano del tiempo de los góticos», al cual además considera empírico e improvisado: un amontonamiento de piedras sobre piedras. Estos asomos de expresiones nacionalistas y planteos racionalistas se presentarán con mayor fuerza durante los siglos XVII y XVIII.

En Francia, la querella de los antiguos y modernos ayuda a centrar la discusión más en cómo relacionar el arte con la ciencia, que en negar la posibilidad de esta relación. Desde ese momento inicia la búsqueda de las leyes o reglas de la belleza, y pronto se desemboca en la teoría del gusto. En 1683, Claude Perrault (1613-1688) expone su teoría de que la arquitectura moderna puede apartarse de los usos de la arquitectura antigua, porque el arte como la ciencia requiere de un perfeccionamiento continuo. En 1714, Sebastien Le Clerc (1637-1714) sostiene que las proporciones de los órdenes clásicos dependen del buen gusto del arquitecto, por lo cual la educación de éste debe basarse en conocimientos prácticos y en la consideración de que la geometría sólo es un punto de partida. Estas teorías sin duda contribuirán a que la arquitectura francesa tenga un desarrollo muy particular, relativamente distanciado del italiano.

En Alemania, en 1764 Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) opta por una base empírica para el estudio de la historia y la crítica de arte, al tiempo que su estudio de la escultura griega y romana demuestra que la evolución del arte no es necesariamente progresiva. En 1766, Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) se inclina por el estudio razonado de los textos clásicos para probar «que, en los antiguos, la belleza fue ley suprema de las artes plásticas». En 1790, Immanuel Kant (1724-1804) promueve la idea de la autonomía del arte, al afirmar que éste no vale por su utilidad, sino por el placer que ocasiona; que no es un oficio sujeto al dinero, sino un trabajo libre. En Inglaterra, en 1815 Samuel Taylor Coleridge (1772-1834) esboza su teoría de una lógica especial para el arte, tan rigurosa como el razonamiento científico. En 1843 John Ruskin (1819-1900) argumenta que la verdad de la naturaleza sólo puede ser descifrada por los sentidos educados del pintor. En Alemania, en 1886 Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844-1900) expone que ser científicos en el arte es interpretarlo o estudiarlo a partir del sentido original de la vida, a partir de lo que la vida es cuando cesa la conciencia moral cristiana.

En Francia, en 1870 Hippolyte Taine (1828-1893) propone el estudio del medio en que nace el artista, a fin de poder determinar la experiencia psicológica que lleva al artista a la concepción de su obra. En 1874 Claude-Oscar Monet (1840-1920) da un giro al realismo en la pintura al enfocarse en el estudio del plein air, en los efectos fugaces de la luz sobre el paisaje. El rechazo público a la nueva pintura lleva a Monet, Alfred Sisley (1839-1899), Camille-Jacob Pissarro (1830-1903), Auguste-Pierre Renoir (1841-1919) y Berthe Morisot (1841-1895) a declarar que el pintor impresionista es perfectamente sincero, que no pinta más que lo que ve, que es fiel a la naturaleza. En Alemania, en 1881 Konrad Fiedler (1841-1895) responde a los impresionistas que la percepción visual es un proceso mucho más complejo que el simple acto de ver. En 1893 Adolf von Hildebrand (1847-1921), coincidiendo con Fiedler, sugiere apoyar la apreciación estética ya no en la vista sino en el tacto, o mejor dicho, en una percepción táctil o tridimensional del objeto. En 1896 Alois Riegl (1858-1905) intenta establecer una historia del arte apoyada en valores objetivos; estudia los estilos y sus variantes formales a través de la historia y concibe la idea de que las intenciones revelan una voluntad de forma.

En el siglo XX, la tendencia central del Movimiento Moderno es el establecer una alianza entre el componente espiritual del artista y una práctica social objetiva. Durante la primera mitad de ese siglo, la crítica de arte se ve profundamente influida por la psicología, el psicoanálisis, la lingüística, el marxismo y la antropología. Pero a partir de los sesenta las influencias provienen principalmente de dos vertientes, la liberal representada por filósofos como Gaston Bachelard (1884-1962), Karl Popper (1902-1994), Hannah Arendt (1906-1975) o Isaiah Berlin (1909-1997), y la post-estructuralista con filósofos como Michel Foucault (1926-1984), Gilles Deleuze (1925-1995) o Jacques Derrida (1930-2004), quienes encabezan lo que en ese momento supone ser una opción a los extremos de la derecha y la izquierda.

Esta gran variedad de enfoques que aducen fundarse en visiones científicas de la realidad, que arguyen que la ciencia no está exenta de las influencias de los movimientos espirituales, o que reducen el estudio de la realidad al estudio del lenguaje o del conocimiento, generan directa o indirectamente en la crítica de arte, en la crítica de arquitectura, actitudes tanto racionales como irracionales, tanto empíricas como metafísicas. De ahí que a veces la crítica sea proclive a estatuir la idea de una ciencia del arte completamente diferente a la ciencia de la naturaleza. Es decir, una ciencia en que lo irracional vaya de la mano de lo racional, o lo empírico de lo retórico. Pero no podemos de ningún modo considerar esta proclividad —a veces ecléctica, a veces relativista— como la única y mejor manera de ver el arte. Es preferible en todo caso admitir que el debate en cuestión sigue su curso, que aún no se ha dicho la última palabra. Lo que si no debemos permitir es que la crítica se vuelva una simulación, una parodia barata en la que el esfuerzo y el estudio cedan su lugar a la palabrería. La crítica simulada sólo busca minar el derecho y la libertad de los individuos a expresar sistemáticamente su disentimiento, a sostener rigurosa y racionalmente sus propios puntos de vista.

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