martes, diciembre 26, 2006

Proyecto y método en arquitectura (Duodécima parte)

POR MARIO ROSALDO
ACTUALIZACIÓN 20 DE OCTUBRE DE 2013




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Jencks termina la Introducción del libro hablándonos de la estructura de éste y recordándonos que la multivalencia es sólo uno de los dos criterios que emplea aquí para seleccionar los edificios que critica, el otro es «la relevancia histórica dentro de una tradición»[1]. Pero Jencks no nos adelanta cómo se determina esta relevancia histórica ni cómo se determina una tradición, en vez de ello prefiere explicarnos las dificultades de su enfoque múltiple que, sin embargo, se justifica, según él, por la naturaleza misma de la arquitectura:

«Las tradiciones de la arquitectura viva son ricas y complejas en su profusión y cualquier intento de reducirlas a una noción simplista de ‘el moderno’ o ‘el verdadero estilo’ sería miope y destructivo»[2].

Jencks no hace una distinción excluyente entre los términos «movimientos» y «tradiciones»; en su discurso, de hecho, los pone como equivalentes, así «movimientos» aparece en el título del libro y «tradiciones» en el primer capítulo, o hallamos la frase «tradiciones o movimientos»[3]. Pero es del todo irresponsable suponer que significan lo mismo. Mientras que movimiento en general da la idea de que se trata de una serie de hechos en proceso y que por tanto continúan vivamente activos en el presente o durante un cierto período de tiempo, tradición en general implica el traspaso de una generación a otra de información en forma oral, escrita o mediante el ejemplo; o de la herencia de patrones mentales y de conducta; lo que significa que el pasado determina el presente de las nuevas generaciones. En el caso concreto del arte moderno, el movimiento se entiende como una protesta en contra de la Escuela de Beaux Arts y, en más de una ocasión, como una ruptura en contra de la Academia y su tradición, o, en el caso extremo, en contra de todo pasado perteneciente a la historia europea. Por el contrario, en el arte en general, una tradición es la continuidad de una línea de pensamiento predominante entre diferentes generaciones de artistas o entre los representantes de las instituciones sociales encargadas de la cultura. El argumento para hablar de "la tradición moderna" proviene de la idea difundida, sobre todo en los cincuenta[4], de que el Moderno funda con su crítica y su obra una nueva tradición; la tradición de la ruptura, dirá Octavio Paz (1914-1998) en los sesenta, identificando al Surrealismo con el hermetismo surgido del Romanticismo[5]
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Pero la paradoja de la tradición de lo moderno, o de lo nuevo, se convierte en acusación en Jencks: para él no hay ruptura sino continuidad, y sobre todo una equivocada uniformidad de un movimiento que no existe como un todo único, sino como una serie de «seis tradiciones» o líneas relativamente continuas que se enlazan o entrecruzan en un crecimiento múltiple y biológico. Por tanto, el uso del término «tradiciones» no es casual en Jencks: intenta destacar que aun dentro del fenómeno del Moderno existe una cierta continuidad de la tradición y una manifestación plural de los valores, sin que predomine una ética o una estética; que esta tradición y esta multivalencia han sido opacadas por los historiadores no pluralistas y por la exagerada importancia atribuida a arquitectos «univalentes» como Gropius o Mies van der Rohe. Para Jencks se trata ni más ni menos que de la liberación de la arquitectura de la ortodoxia oficial del Moderno, con la cual se inicia el camino franco hacia una arquitectura incluyente.

Tenemos, entonces, que Jencks comienza su primer capítulo con la justificación de lo que él llama su metáfora biológica y su analogía evolutiva. Este párrafo de 37 líneas resulta ser un verdadero injerto extraño al resto del conjunto. Vemos aquí a un Jencks preocupado por convencernos del carácter científico de su esquema del «árbol evolutivo», así como de la validez del empleo de términos de la biología «en tanto tengamos presente los límites muy importantes de esta comparación»[6]. Dado que su enfoque es esteticista, hay que preguntarse ¿por qué siente Jencks necesario el tener que revestir su discurso con rasgos del positivismo? Veamos. Tenemos una pista en su crítica de 1967 al libro Complejidad y contradicción en la arquitectura de Robert Venturi (1925)[7]. Ahí le parecía a Jencks, según lo recuerda en el capítulo 6, que la propuesta de Venturi de una arquitectura incluyente no había estado fundada en una argumentación más allá del mero gusto personal, más allá del «yo prefiero». Conque, deducimos nosotros, si Jencks quiere ser congruente con su propia crítica, tiene que apoyar su esteticismo en algo más sólido, esto es, en las dos vertientes que en apariencia le faltaban a Venturi: una lógica rigurosa propia del arte según Coleridge y Richards y un enfoque político influenciado por el concepto de revolución de Hannah Arendt (1906-1975). Pero el cientificismo no aparece en Coleridge. La única justificación que le queda a Jencks es la supuesta multiplicidad de su enfoque; en todo caso, él no ha resistido la tentación de darle a su modelo del «árbol evolutivo» un aire cientificista a través de la metáfora y la analogía para que no parezca un simple discurso retórico, lo que en realidad es. Así, siguiendo este discurso, ha basado el perfil de las «seis tradiciones» en supuestas «coherencias» que provienen de este crecimiento biológico de las «especies» arquitectónicas. Curiosamente los rasgos de las «especies» no sólo definen las «seis tradiciones» sino también a los mejores arquitectos; que son los que poseen rasgos propios y a la vez los rasgos de las otras «especies», lo que coincidentemente los convierte en arquitectos «multivalentes». Esto, en la evolución darviniana, los convertiría en superhombres o tal vez en especies mutantes. ¿Cómo ha determinado Jencks estos rasgos que definen «especies» y «tradiciones»? Enfocándose, nos dice, en las ideas políticas que «forman el trasfondo de cada movimiento»[8]. Jencks se pronuncia aquí finalmente por un enfoque estético-político:

«(…), la arquitectura es un arte político porque cristaliza la esfera pública, los valores sociales compartidos y las metas culturales a largo plazo. (…) la arquitectura está completamente implicada en la esfera pública»[9].

Y no deja de ver que el cuestionamiento a la esfera pública y la política también afecta a la arquitectura restándole credibilidad, aunque como lo plantea en el último capítulo, la pérdida de credibilidad de la política y la religión es «la causa de la ‘arquitectura moderna’»[10]. Discutiremos este punto cuando abordemos ese capítulo.

Está tan cierto Jencks de la especificidad y la autonomía de las «seis tradiciones» que sólo duda del orden que deben seguir en el análisis:

«Quizás el centro de lo que se conoce popularmente como ‘arquitectura moderna’ sea la tradición idealista»[11].

No duda, en cambio, en colocar a Le Corbusier, Mies van der Rohe y Gropius en este «centro». El problema surge cuando trata de convencernos de que estos arquitectos, y sus seguidores Aldo van Eyck, Louis Kahn y James Sterling, merecen el adjetivo de idealistas o platónicos:

«(…) estos arquitectos ven como una obligación proponer visiones alternas al orden social imperante. Al contrario de los materialistas Marxistas, ellos no se enfocan en los agentes históricos del cambio (la clase trabajadora y los partidos de vanguardia), e igual que los idealistas Platónicos tienden a terminar sus edificios al punto de la perfección»[12].

En esta cita, y en todo el discurso sobre esta primera «tradición», hay demasiadas implicaciones y generalizaciones que Jencks no se molesta en probar ni discutir, ni aquí ni en ninguna otra parte del libro. Por lo pronto, contra esta burda tesis, podemos sostener que ni Gropius, ni Le Corbusier proponen «visiones alternas». Del análisis atento de sus principales textos se desprende que para ellos no se trata de elegir entre una utopía u otra, o entre la realidad y la utopía. Frente a ellos sólo hay un camino, el de la vuelta al equilibrio original. La diferencia primordial es que Gropius halla ese equilibrio en la Edad Media, en una vida espiritual y comunal, en una vida creativa y psíquicamente sana; y Le Corbusier en la Antigua Grecia, en su racionalismo matemático y geométrico. La predisposición a calificarles de idealistas le viene a Jencks del método de Popper y Gombrich que rechaza el absolutismo platónico, pero también de la influencia de la crítica arquitectónica defensora de la tradición y denostadora del “purismo” racionalista del Movimiento Moderno. Jencks se concentra en la demostración, a su juicio, de que los promotores de un nuevo orden social como Valéry, Richards, Van Doesburg, estaban tan lejos de la política que sus propuestas, como en el caso concreto de Le Corbusier, eran rechazadas tanto por los fascistas como por los comunistas. Otro ejemplo de Jencks es Mies van der Rohe, quien por un lado realiza un monumento a los socialdemócratas alemanes Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg y, por el otro, más tarde, trabaja para los capitalistas estadounidenses:

«Mies, como muchos otros arquitectos, estaba tan confundido con la política que era completamente apolítico, pragmático y en consecuencia fatalista respecto a la estructura del poder imperante»[13].

Jencks utiliza dos fórmulas para condenar al idealismo a estos arquitectos: la ideología revolucionaria de los «Marxistas materialistas» y la geometría de las formas platónicas. La primera corresponde a lo que él llama «la coherencia psicológica de los valores» y la segunda a «las disciplinas acumuladas». Jencks no explica estas frases, de ahí que debamos deducir su significado a partir de sus aplicaciones en cada «tradición». Esa «coherencia» se refiere al conjunto de valores morales, estéticos, políticos, etc., que en teoría explican el carácter, la conducta y las creencias de los individuos. Las «disciplinas», en cambio, aluden al aprendizaje o adiestramiento recibido en el desarrollo de habilidades y conocimientos; en otras palabras, Jencks se refiere a los «valores» y a las «actitudes», lo cual parece ser una referencia a la teoría estructuralista de Claude Lévi-Strauss (1908). Con esto Jencks simplemente nos está diciendo que los arquitectos «idealistas» se pueden reconocer por el tipo de pensamiento que manifiestan o por el tipo de acciones que llevan a cabo; es decir, por su congruencia o incongruencia con una ética y una política deseables. Ya que para Jencks «las visiones alternas al orden social imperante” hacen deseable una acción política de fondo y comprometida, no es extraño que suponga que, al no haber sido realizada por los arquitectos «idealistas», éstos hayan desprestigiado la «tradición idealista»:

«Esta política de lo apolítico es muy importante al considerar el declive de la tradición idealista después del Período Heroico»[14].

Pero esta apreciación de Jencks es completamente subjetiva, pues impone como ideal o meta de la «tradición idealista» algo que a él le parece deseable. Ya hemos visto que esta ética y esta política deseables no forman parte de la teoría de los arquitectos «idealistas». Pues ni para Gropius ni para Le Corbusier se trata de hacer la revolución armada. Gropius cree en que el arte —o el trabajo creativo— puede ayudarnos a alcanzar y apreciar las bondades de una vida equilibrada; cree que la revolución se da poco a poco. Y Le Corbusier, por su parte, cree que basta llevar los beneficios de la producción industrial a la vivienda del obrero para cambiar su vida aciaga en otra más confortable. Teniendo en cuenta que en las diferentes épocas se presentan ideales que reflejan la división de la sociedad en grupos generacionales y de clase (ahora se dice que también de género), vale la pena preguntarnos, ¿qué tan legítimo o científico resulta evaluar a una generación de arquitectos, no a través de sus propios ideales, sino a través de los ideales que persigue hoy día tan sólo una parte de la crítica, a los cuales considera moralmente deseables? El error de Jencks es presumir que tradicionalmente los ideales éticos y políticos se valoran siempre desde el mismo ángulo. Ni siquiera en la misma época los valores son percibidos de la misma manera por dos personas de la misma nacionalidad. Así, con este error, Jencks supone que, cuando los arquitectos «idealistas» aspiran a estas «visiones» sociales, tienen ante sí sólo dos opciones: o bien elegir llevar a cabo acciones políticas congruentes, o bien quedarse en los sueños utópicos de la forma perfecta. Lo primero es moralmente deseable y necesario (porque es parte del ideal de Jencks), y lo segundo reprobable (porque para Jencks todo lo utópico es platónico, y todo lo platónico es búsqueda de la verdad absoluta, lo cual es metafísico). ¿No es esta una visión muy estrecha y simplista para alguien que se considera pluralista y dice desplegar una crítica multivalente? En efecto, Jencks sólo aplica el enfoque pluralista al esquema general teórico de su «árbol evolutivo»; después —en el estudio de cada caso— vuelve al viejo dualismo maniqueo o mecanicista. En vano resulta que hable de ambivalencias en Le Corbusier, si sólo sabe ver «multivalentes» y «univalentes», otra forma de llamar a los héroes y villanos, como dice que hacían los historiadores a los que fustiga en la Introducción. Por eso, es incapaz de reconocer que los arquitectos «idealistas» se enfrentan al mundo pragmático e individualista que los rodea casi del mismo modo en que él se opone a los totalitarismos y esencialismos platónicos. Mientras ellos se inspiran a su manera en la idea del eterno retorno —el tiempo cíclico— o en la restitución de los valores —no en su desaparición—, Jencks se inspira en el pluralismo y el estructuralismo, que se oponen a todo centrismo, a la historia lineal y a toda ortodoxia. Les acusa de «idealistas» por «platónicos» y por no haber aliado la arquitectura con la política; platónicos también fueron Galileo, Kepler y Newton, los fundadores de la ciencia moderna, y eso no los descalifica; por lo demás, el compromiso político es algo que sólo se le puede exigir a Jencks, pues es él quien aboga por esta alianza, falta ver si aquí nos da una solución que por lo menos sea convincente.



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NOTAS:

[1] Jencks, Charles; Modern Movements in Architecture; Penguin Books, UK, 1980 (1971-1973, reimpresión de 1980); p. 27. Todas las citas referidas a este libro son traducción nuestra (t.n.).

[2] Jencks, Charles; op., cit.; t.n.

[3] Ibíd.; p. 29, t.n.

[4] El influyente libro de Harold Rosenberg, The Tradition of the New, aparece en 1959.

[5] En otra ocasión trataremos sobre el libro La divina pareja, historia y mito en Octavio Paz; Era; México, 1978 de Jorge Aguilar Mora (1946), que cuestiona la validez de este concepto de “la tradición de la ruptura”, por ahora sólo adelantaremos que dicha crítica nos parece completamente fallida tanto por el método marxista-estructuralista que emplea como por el descuidado estudio que hace de los textos de Paz.

[6] Jencks, Charles; op. cit.; p. 30; t.n.

[7] Véase: Venturi, Robert; Complejidad y contradicción en la arquitectura; Editorial Gustavo Gili; Barcelona, 2003. Más adelante daremos nuestra propia crítica sobre este libro.

[8] Jencks, Charles; ibíd.; t.n.

[9] Ibíd.; pp. 30 y 31; t.n.

[10] Ibíd.; p. 373, t.n.

[11] Ibíd.; p. 31; t.n.

[12] Ibíd.; t.n.

[13] Ibíd.; p. 40; t.n.

[14] Ibíd.; t.n.

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